Sabemos de que el mes inició con un espeluznante retraso, pero en este
mundo hay cosas mucho más espeluznantes: que los cuentos de Antón Chéjov no
sean una lectura obligada en muchas escuelas es un buen ejemplo. Vivimos en una
época en la cual casi cualquier ser vertebrado puede publicar una insulsa
historia de dos páginas, y, por ende, autonombrarse prestigiado “cuentista”,
pero donde ninguno se tomó la molestia de descubrir la naturaleza de estas
historias –si la lectura de este hombre fuese requisito para terminar la
secundaria, mucho espacio en Blogger sería mejor utilizado. Chéjov no sólo
exploró la forma del cuento, sino que diseccionó cada una de sus partes hasta
encontrar el esqueleto puro, lo libró de todo ornamento, incluyendo la "belleza
del espíritu", y nos lo entregó así, desnudo y frágil, casi desdichado, para que
intentásemos entender la forja humana que lo había creado.
Pero salgamos un poco de lo
poético y vayámonos a los datos más técnicos. Antón Pávlovich Chéjov nació en
Taganrog (es un puerto, frontera Rusia/Ucrania y ya no tengo idea de a quien
pertenece), en 1860. Fue el tercero de una sucesión de seis hermanos, hijos de Pável Yegórovich y
Yevguéniya Chéjov. Aparentemente, su padre cumplía con los requisitos de
“tirano” que todo escritor necesita para formarse: religioso conservador
impartiendo una rígida disciplina (pero eso debe ser un 6 en la escala Kafka).
Por otro lado, su madre también fue cómplice en su formación literaria, la
calidez de su vida se transmitía a sus hijos por historias de sus muchos
viajes. En 1857, su padre se declaró en bancarrota, y para evitar cargos tuvo
que refugiarse en Moscú, dejando solo a Antón para que terminse sus estudios de
bachillerato. En 1859 la familia se reunió de nuevo, y nuestro escritor inició
su carrera médica en la Universidad de Moscú.
La literatura es mi
esposa legítima y la medicina mi amante. Cuando me canso de una, paso la noche
con la otra.
Para ayudar un poco en la
manutención de su hogar, Chéjov comenzó a publicar algunos relatos humorísticos,
“viñetas de la vida diaria”, pero sin caer en aquél romanticismo literario
donde el artista deja su destino científico al escuchar el llamado de la musa.
En realidad, el hombre sentía una verdadera pasión por la medicina, sin
embargo, su trabajo literario y su muy (pero muy) delicada salud lo hicieron
alejarse de ésta. Para 1884 ya había culminado sus estudios, pero seguía
publicando de manera anónima en algunas revistas, logrando alcanzar cierta
fama. Pero no fue hasta 1886 que su nombre se hizo conocido debido a su
integración en la revista Novoye Vremya (una
de las más populares en San Petesburgo) y, posteriormente, a la publicación de
su primer antología (nadie coincide con el título).

Podemos tachar a Chéjov de
amargado, no lo descarto, pero tampoco lo apruebo. Sus cuentos no carecen de
gracia ni de carisma, mucho menos de color. A pesar de ser, actualmente, una
figura del naturalismo ruso, sus palabras no son frías ni distantes. Las aventuras
que nos regaló Antón son silenciosas, poco espectaculares en efectos
especiales, pero enormes en sentido humano. El pasar de los días en cada uno de
sus paisajes no está pintado de falsos amaneceres coloridos, sino de diversos
grises y cafés, serenos y respetuosos. No hay escándalo en sus textos, no hay
ruido en sus oraciones. Sus historias fluyen sin ningún contratiempo absurdo y
es eso lo que las hace maravillosas. La tristeza y la vida existen en armonía,
y aun así alcanzan una complejidad sobrecogedora. Amaba la vida, no hay duda, y
por ello dedicó su obra a plasmarla tal y como era, sin falsos logros, sin
huecas florituras.
Del mismo modo que
estaré solo en mi tumba, vivo esencialmente solo.
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