-Bob Dylan [E.U.]
-Primera edición: 2004
-Memorias
⋆⋆⋆⋆
-Primera edición: 2004
-Memorias
La semántica y las
etiquetas te podían volver loco. La moraleja de muchas de esas historias era
que si un hombre deseaba tener éxito debía convertirse en un individualista
pertinaz, aunque luego tenía que realizar ciertos ajustes. Después de eso,
debía conformarse con lo establecido. Podías pasar de individualista pertinaz a
conformista en un abrir y cerrar de ojos.
El ser humano necesita escuchar historias, puede
que éste sea el rasgo más antiguo que conservemos como especie. Los mitos de
origen más remotos y el pasado familiar más inmediato han llegado a nosotros gracias
a la oralidad. La educación misma nos predispone a esto: para hablar,
necesitamos aprender a escuchar. Pero esa necesidad primaria —que nace de lo colectivo— no se detiene ahí, sino que evoluciona hacia un deseo individual de
contar, ya sea dándole un nuevo enfoque a lo heredado o, en un nivel más
profundo del desarrollo, contar lo vivido —nuestra
propia historia. Es esto último lo que da origen a la escritura del “yo”, aquella
donde el individuo explora la formación de su identidad. Esta escritura se
cataloga como autobiográfica e involucra géneros vecinos como lo son las
memorias. Existe una férrea e interminable discusión para establecer límites
claros entre lo que es memoria y lo que es autobiografía, pues muchas veces la
clasificación depende de quien escribe o lee. Hoy en día se acepta (más o
menos) que la autobiografía es lo que escribe un personaje
público e ilustre con respecto a su vida entera (políticos, magnates, etc.), mientras
que las memorias sólo abarcan un periodo específico de tiempo en la vida de
alguien menos influyente (personas comunes) o más bohemio (artistas). A nivel histórico, Georges
May explica que las memorias se introdujeron muchos
siglos antes que la autobiografía y que no debe sorprendernos que sirvieran para designar una gama extendida
de obras diversas, puesto que es un género acogedor y flexible, el cual permite al autor coquetear
con la ficción sin caer en ella por completo. Palabras más, palabras menos, se puede decir
que las memorias son un territorio ilimitado, vasto e impreciso, que no
exige una documentación fiel tanto como una imaginación próspera; las reglas
las establece cada autor según le acomoden mejor, y esto incluye el tipo de
narrador y el tiempo verbal.
Ya que vieron cómo aprobé mi quinto semestre
de carrera, pasemos a una cuestión relacionada con las memorias de las que
hablaré hoy. Como se ha demostrado en las últimas semanas, la única
responsabilidad que tiene Bob Dylan es la de ser Bob Dylan, lo cual incluye un
número muy extenso de comportamientos y actitudes que pueden resultar
desconcertantes. En nuestra entrada de apertura hablamos de las diversas formas
en las que Dylan ha transgredido géneros musicales —como apropiarse de tonadas
tradicionales para emitir mensajes de descontento o subir con una guitarra eléctrica a mitad de
un concierto de folk—, y este agudo sentido de la controversia también está presente en Crónicas,
Volumen I. Para empezar, el título mismo es casi una mentira, pues estamos esperando el volumen II desde
2012 —cuando dijo que su lanzamiento estaba cerca— y cada vez que se le pregunta sobre el
libro contesta algo diferente (ya lo estoy escribiendo, ya lo terminé, ¿qué
libro?). Como se dijo al principio, las memorias no suelen comprender toda una
vida, sino que se concentran en uno o varios periodos específicos de tiempo,
pero esto no vuelve imposible que existan muchos tomos de memorias de una misma
persona, como por ejemplo la trilogía de Frank McCourt. No obstante, es extraño encontrar
que una persona anuncie desde el mismo título que nos encontramos ante el
primer volumen de sus recuerdos para después no darnos ni una pista de la
segunda parte, y conociendo a Dylan es casi seguro que ésta no existirá. El
tiempo de la narración también es algo que parece irritar a muchos, pues
comienza con largos capítulos dedicados a la grabación de su primer disco, en
1961, para después ignorar casi veinte años de su existencia y brincarse hasta
1989 para al final regresar a sus primeros pasos por Nueva York.
Más adelante comentaré sobre esto, pues no me parece tanto un capricho como una
necesidad de reafirmar sus orígenes.
Quizás la contrariedad más grande de este
libro, tanto para el lector como para el género al que pertenece, son las vivencias
seleccionadas por el autor. Aquí no van a encontrar mucho relacionado con su
infancia, aunque eso es algo de esperarse, pero tampoco sabrán de sus momentos públicos
más brillantes, como la marcha en Washington de 1963 o la grabación de discos
legendarios, como Bringing It All Back
Home o Highway 61 Revisited. En cambio,
además de las muchas aventuras que su primer disco le trajo, Dylan se ocupa de
dos álbumes considerados menores, New
Morning (1970) y Oh Mercy (1989),[1]
y de momentos oscuros de su vida, como sus fallidos matrimonios, la crianza de
sus hijos y el constante acoso de sus admiradores. Pero si bien estas
decisiones traicionan la idealización general de su trayectoria, la oscuridad
de cada recuerdo, en apariencia irrelevante, termina por iluminarlo a él. Por
un momento muy breve somos capaces de acercarnos al hombre detrás de las
protestas, de la guitarra, de las sesiones fotográficas, de la leyenda. Nos
alejamos de aquél Dylan ceñudo y poco comunicativo para conocer a un hombre
llamado Robert Allen Zimmerman, quien viajó desde Minneapolis hasta Nueva York
con la firme esperanza de conocer a uno de sus grandes ídolos musicales, Woody
Guthrie. Un hombre que esperaba más sentido de la música y al no encontrarlo
decidió dárselo él mismo, pues demasiadas cosas sucedían en el mundo como para
pretender resumirlas en una frase pegajosa. Lo demás es historia.
¿Quién sabe? A veces en la
vida asistes a espectáculos que te pudren el corazón y te revuelven las tripas
hasta la náusea y tratas de plasmar esa sensación sin entrar en detalles.
También para ese tema escribí versos de sobra, como éste: «¿Para qué sirvo si voy
pisando huevos, si me embarga un frenesí salvaje y si llevo mojada la
entrepierna?».
Este libro importa por el viaje musical y artístico
que nos regala. De él pueden salir como conocedores de la industria
discográfica de los años sesenta y experimentar cierto asombro por saber que Joan Rivers y
Woody Allen compartieron escenario como comediantes en el Café Wha? Sus puntos
más relevantes tienen que ver con el folk
y sus figuras del momento, pero
la admiración se transforma en desencanto con el paso de los años y la putrefacción
de los ideales que solían estar en la base del género. Acompañando esto se
encuentra la misma descomposición del individuo que narra, pues la fresca
juventud de los primeros dos capítulos contrasta violentamente con los dos que
le siguen, titulados “New Morning” y “Oh Mercy”. En el primero,
Dylan parece haber perdido su habilidad para comunicarse, pues nadie lo escucha
cuando repite que no quiere ser el portavoz de la generación ni la figura
central de ningún movimiento. El resultado de esto fue un disco mediano, descompuesto
y fragmentario de donde se puede rescatar su desesperación. El segundo se ocupa
de la desintegración del movimiento folk
y la llegada de una época de aparente renovación después de una crisis de casi
diez años. La capital cultural de la música ya ha quedado muy lejos, también la
anhelada vida familiar que realmente nunca tuvo; en su lugar quedan visiones de
la vida rural donde nada parece suceder. Finalmente, en el último capítulo
regresa a Nueva York, a los años sesenta, al Dylan que admira a Guthrie y le ha
escrito una canción. Pero esta ingenuidad es momentánea, porque sabemos (y
sabe) que está a un paso de una metafórica muerte trágica. El hombre escaló a
una velocidad vertiginosa y a los pocos meses de su llegada ya comenzaba a
despedirse del mundo del folk, pues
el camino aún era angustiosamente largo y él, al igual F. Scott Fitzgerald,
Eddie Cochran y Sinclair Lewis, venía de la tierra del norte. A esos hijos
nativos se les prometió una gran recompensa después de un gran sacrificio, y él se
reconoció como uno de ellos.[2]
No es un libro bello, por si se lo
preguntaban. No es la clase de texto del cual extraen frases bonitas para
compartir en Twitter o citar más adelante en la vida como una máxima universal.
Hay pasajes completos que son listas de músicos que lo influenciaron o libros
que consideró importantes, y esto puede llegar a aburrir si no tienen internet
a la mano. Pero quitando la hostilidad de estos ataques de información, Dylan
nos comparte aquí sus recuerdos más amargados, desde la pobreza que experimentó
al llegar a Nueva York hasta la tristeza no narrada de su primera separación. Por
momentos te hace sentir culpable por estar inmiscuyéndote en sus asuntos,
al repetir, como quien no quiere la cosa, que él quiere privacidad y nuestra ciega
admiración no lo respeta. El pasaje que tengo más presente es uno donde relata
su miedo a que alguno de sus acosadores cayera del techo de su casa, pues podía
terminar siendo demandado. Es eso: un libro donde predominan ideas relacionadas
con la pérdida, el triunfo y el miedo, pero que nunca aparecen de forma directa,
pues un disfraz de indiferencia acompaña siempre a la voz narradora a través de
frases como “No es que fuera importante” o “No es que me importara”. No
obstante, detrás de esas afirmaciones existe la certeza de la historia y de
nuestra condición humana, en virtud de la cual las cosas nos importan, y mucho. A veces, lo más revelador del libro son sus silencios, como el que guarda ante el suicidio de su
amigo Paul Clayton y su separación de Sara Lownds (aunque bueno, para eso existe Blood on the Tracks). Es brillante a su
manera, a la manera de Dylan. Aquí pueden encontrarle sentido a su actitud
renuente o enterarse de su proceso de composición, pero también encuentran una
buena historia que satisface nuestra más primitiva necesidad de escuchar y
sentirnos escuchados.
La escena de la música
folk había sido como un paraíso que debía abandonar,del mismo modo que Adán
abandonó su jardín. Era demasiado perfecto. En unos pocos años, se iba a desatar
una tormenta de mierda. Las cosas empezarían a arder. Sostenes, cartillas
militares, banderas americanas y hasta puentes; todos parecían estar aguardando
el momento. La psique nacional estaba a punto de cambiar, y en muchos aspectos,
iba a asemejarse a la noche de los muertos vivientes. El camino podía ser
traicionero, no sabía a dónde conduciría, pero lo tomé de todos modos
No hay comentarios:
Publicar un comentario