sábado, 19 de noviembre de 2016

Crónicas, Volumen I


-Chronicles Volume One
-Bob Dylan [E.U.]
-Primera edición: 2004
-Memorias

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La semántica y las etiquetas te podían volver loco. La moraleja de muchas de esas historias era que si un hombre deseaba tener éxito debía convertirse en un individualista pertinaz, aunque luego tenía que realizar ciertos ajustes. Después de eso, debía conformarse con lo establecido. Podías pasar de individualista pertinaz a conformista en un abrir y cerrar de ojos.

El ser humano necesita escuchar historias, puede que éste sea el rasgo más antiguo que conservemos como especie. Los mitos de origen más remotos y el pasado familiar más inmediato han llegado a nosotros gracias a la oralidad. La educación misma nos predispone a esto: para hablar, necesitamos aprender a escuchar. Pero esa necesidad primaria —que nace de lo colectivo— no se detiene ahí, sino que evoluciona hacia un deseo individual de contar, ya sea dándole un nuevo enfoque a lo heredado o, en un nivel más profundo del desarrollo, contar lo vivido —nuestra propia historia. Es esto último lo que da origen a la escritura del “yo”, aquella donde el individuo explora la formación de su identidad. Esta escritura se cataloga como autobiográfica e involucra géneros vecinos como lo son las memorias. Existe una férrea e interminable discusión para establecer límites claros entre lo que es memoria y lo que es autobiografía, pues muchas veces la clasificación depende de quien escribe o lee. Hoy en día se acepta (más o menos) que la autobiografía es lo que escribe un personaje público e ilustre con respecto a su vida entera (políticos, magnates, etc.), mientras que las memorias sólo abarcan un periodo específico de tiempo en la vida de alguien menos influyente (personas comunes) o más bohemio (artistas). A nivel histórico, Georges May explica que las memorias se introdujeron muchos siglos antes que la autobiografía y que no debe sorprendernos que sirvieran para designar una gama extendida de obras diversas, puesto que es un género acogedor y flexible, el cual permite al autor coquetear con la ficción sin caer en ella por completo. Palabras más, palabras menos, se puede decir que las memorias son un territorio ilimitado, vasto e impreciso, que no exige una documentación fiel tanto como una imaginación próspera; las reglas las establece cada autor según le acomoden mejor, y esto incluye el tipo de narrador y el tiempo verbal.

Ya que vieron cómo aprobé mi quinto semestre de carrera, pasemos a una cuestión relacionada con las memorias de las que hablaré hoy. Como se ha demostrado en las últimas semanas, la única responsabilidad que tiene Bob Dylan es la de ser Bob Dylan, lo cual incluye un número muy extenso de comportamientos y actitudes que pueden resultar desconcertantes. En nuestra entrada de apertura hablamos de las diversas formas en las que Dylan ha transgredido géneros musicales —como apropiarse de tonadas tradicionales para emitir mensajes de descontento o subir con una guitarra eléctrica a mitad de un concierto de folk—, y este agudo sentido de la controversia también está presente en Crónicas, Volumen I. Para empezar, el título mismo es casi una mentira, pues estamos esperando el volumen II desde 2012 —cuando dijo que su lanzamiento estaba cerca— y cada vez que se le pregunta sobre el libro contesta algo diferente (ya lo estoy escribiendo, ya lo terminé, ¿qué libro?). Como se dijo al principio, las memorias no suelen comprender toda una vida, sino que se concentran en uno o varios periodos específicos de tiempo, pero esto no vuelve imposible que existan muchos tomos de memorias de una misma persona, como por ejemplo la trilogía de Frank McCourt. No obstante, es extraño encontrar que una persona anuncie desde el mismo título que nos encontramos ante el primer volumen de sus recuerdos para después no darnos ni una pista de la segunda parte, y conociendo a Dylan es casi seguro que ésta no existirá. El tiempo de la narración también es algo que parece irritar a muchos, pues comienza con largos capítulos dedicados a la grabación de su primer disco, en 1961, para después ignorar casi veinte años de su existencia y brincarse hasta 1989 para al final regresar a sus primeros pasos por Nueva York. Más adelante comentaré sobre esto, pues no me parece tanto un capricho como una necesidad de reafirmar sus orígenes.

Quizás la contrariedad más grande de este libro, tanto para el lector como para el género al que pertenece, son las vivencias seleccionadas por el autor. Aquí no van a encontrar mucho relacionado con su infancia, aunque eso es algo de esperarse, pero tampoco sabrán de sus momentos públicos más brillantes, como la marcha en Washington de 1963 o la grabación de discos legendarios, como Bringing It All Back Home o Highway 61 Revisited. En cambio, además de las muchas aventuras que su primer disco le trajo, Dylan se ocupa de dos álbumes considerados menores, New Morning (1970) y Oh Mercy (1989),[1] y de momentos oscuros de su vida, como sus fallidos matrimonios, la crianza de sus hijos y el constante acoso de sus admiradores. Pero si bien estas decisiones traicionan la idealización general de su trayectoria, la oscuridad de cada recuerdo, en apariencia irrelevante, termina por iluminarlo a él. Por un momento muy breve somos capaces de acercarnos al hombre detrás de las protestas, de la guitarra, de las sesiones fotográficas, de la leyenda. Nos alejamos de aquél Dylan ceñudo y poco comunicativo para conocer a un hombre llamado Robert Allen Zimmerman, quien viajó desde Minneapolis hasta Nueva York con la firme esperanza de conocer a uno de sus grandes ídolos musicales, Woody Guthrie. Un hombre que esperaba más sentido de la música y al no encontrarlo decidió dárselo él mismo, pues demasiadas cosas sucedían en el mundo como para pretender resumirlas en una frase pegajosa. Lo demás es historia.

¿Quién sabe? A veces en la vida asistes a espectáculos que te pudren el corazón y te revuelven las tripas hasta la náusea y tratas de plasmar esa sensación sin entrar en detalles. También para ese tema escribí versos de sobra, como éste: «¿Para qué sirvo si voy pisando huevos, si me embarga un frenesí salvaje y si llevo mojada la entrepierna?».

Este libro importa por el viaje musical y artístico que nos regala. De él pueden salir como conocedores de la industria discográfica de los años sesenta y experimentar cierto asombro por saber que Joan Rivers y Woody Allen compartieron escenario como comediantes en el Café Wha? Sus puntos más relevantes tienen que ver con el folk y sus figuras del momento, pero la admiración se transforma en desencanto con el paso de los años y la putrefacción de los ideales que solían estar en la base del género. Acompañando esto se encuentra la misma descomposición del individuo que narra, pues la fresca juventud de los primeros dos capítulos contrasta violentamente con los dos que le siguen, titulados “New Morning” y “Oh Mercy”. En el primero, Dylan parece haber perdido su habilidad para comunicarse, pues nadie lo escucha cuando repite que no quiere ser el portavoz de la generación ni la figura central de ningún movimiento. El resultado de esto fue un disco mediano, descompuesto y fragmentario de donde se puede rescatar su desesperación. El segundo se ocupa de la desintegración del movimiento folk y la llegada de una época de aparente renovación después de una crisis de casi diez años. La capital cultural de la música ya ha quedado muy lejos, también la anhelada vida familiar que realmente nunca tuvo; en su lugar quedan visiones de la vida rural donde nada parece suceder. Finalmente, en el último capítulo regresa a Nueva York, a los años sesenta, al Dylan que admira a Guthrie y le ha escrito una canción. Pero esta ingenuidad es momentánea, porque sabemos (y sabe) que está a un paso de una metafórica muerte trágica. El hombre escaló a una velocidad vertiginosa y a los pocos meses de su llegada ya comenzaba a despedirse del mundo del folk, pues el camino aún era angustiosamente largo y él, al igual F. Scott Fitzgerald, Eddie Cochran y Sinclair Lewis, venía de la tierra del norte. A esos hijos nativos se les prometió una gran recompensa después de un gran sacrificio, y él se reconoció como uno de ellos.[2]

No es un libro bello, por si se lo preguntaban. No es la clase de texto del cual extraen frases bonitas para compartir en Twitter o citar más adelante en la vida como una máxima universal. Hay pasajes completos que son listas de músicos que lo influenciaron o libros que consideró importantes, y esto puede llegar a aburrir si no tienen internet a la mano. Pero quitando la hostilidad de estos ataques de información, Dylan nos comparte aquí sus recuerdos más amargados, desde la pobreza que experimentó al llegar a Nueva York hasta la tristeza no narrada de su primera separación. Por momentos te hace sentir culpable por estar inmiscuyéndote en sus asuntos, al repetir, como quien no quiere la cosa, que él quiere privacidad y nuestra ciega admiración no lo respeta. El pasaje que tengo más presente es uno donde relata su miedo a que alguno de sus acosadores cayera del techo de su casa, pues podía terminar siendo demandado. Es eso: un libro donde predominan ideas relacionadas con la pérdida, el triunfo y el miedo, pero que nunca aparecen de forma directa, pues un disfraz de indiferencia acompaña siempre a la voz narradora a través de frases como “No es que fuera importante” o “No es que me importara”. No obstante, detrás de esas afirmaciones existe la certeza de la historia y de nuestra condición humana, en virtud de la cual las cosas nos importan, y mucho. A veces, lo más revelador del libro son sus silencios, como el que guarda ante el suicidio de su amigo Paul Clayton y su separación de Sara Lownds (aunque bueno, para eso existe Blood on the Tracks). Es brillante a su manera, a la manera de Dylan. Aquí pueden encontrarle sentido a su actitud renuente o enterarse de su proceso de composición, pero también encuentran una buena historia que satisface nuestra más primitiva necesidad de escuchar y sentirnos escuchados.

La escena de la música folk había sido como un paraíso que debía abandonar,del mismo modo que Adán abandonó su jardín. Era demasiado perfecto. En unos pocos años, se iba a desatar una tormenta de mierda. Las cosas empezarían a arder. Sostenes, cartillas militares, banderas americanas y hasta puentes; todos parecían estar aguardando el momento. La psique nacional estaba a punto de cambiar, y en muchos aspectos, iba a asemejarse a la noche de los muertos vivientes. El camino podía ser traicionero, no sabía a dónde conduciría, pero lo tomé de todos modos




[1] Aunque este última tiene cierta importancia histórica porque se le considera su regreso a la música.
[2] Es curiosa la última comparación, la de Sinclair Lewis, pues fue el primero en ganar un Premio Nobel de Literatura para Estados Unidos, hazaña que Dylan igualaría 86 años después, siendo el primero en lograrlo específicamente por su música.

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