jueves, 26 de abril de 2012

Mi novia platónica


  • My Platonic Sweetheart 
  • Mark Twain [EU] 
  • Primera Edición: 1912 
  • Cuento

Todo fue rápido, sin preparación —como suelen ser las cosas en los sueños. Ahí estaba, cruzando un puente de madera con un barandal de lo mismo, y que estaba desordenado, con trozos de paja esparcidos; y ahí estaba ella, a cinco pasos de mí. Ninguno de nosotros estaba allí cinco segundos antes.

Hay lecturas que uno prepara con antelación y saborea; libros que uno apila en la mesita de noche en una espera que tiene gusto dulzón e incierto. Y es que en muchos aspectos leer es como estar sentado en un restaurante mientras nos cocinan el plato, sólo que el hambre es insaciable y el menú eterno. Hay platos fuertes, entremeses, bocadillos, postres… y sorpresas del chef. Era un día lento, sin mucha promesa de nada. Normalmente, como buen adolescente del siglo XXI, paso el tiempo libre (y a veces el no tan libre) rondando por estos lares virtuales; buscando entretenimiento entre la nada. No me enorgullece, pero eso hago, y cuando se me aparta de mi computadora para sumergirme en un mundo análogo me siento un tanto extraño. No me la paso mal, porque siempre hay música y libros, pero sí se siente un síndrome de abstinencia.

Así pues, ese día estaba cumpliendo un pequeño exilio en casa de mis abuelos, y había olvidado mi libro sobre la cama a unos kilómetros de distancia, así que quedé solo en páramos que corren a un ritmo diferente al mío. Por suerte, en esa casa hay un librero que, si bien no es la biblioteca de Alejandría, se encuentra repleto de curiosidades y compilaciones de clásicos. Hojeé a Shakespeare un rato; saqué a Wilde, pero desistí por la encuadernación moribunda de su volumen; y finalmente reparé en Twain. Nunca he sido muy fanático de él, porque aunque sé de su humor cáustico y voraz, me parece demasiado enclavado en las cercanías del Mississipi para conectar conmigo. Pues, si bien todavía no estoy listo para recibir una bala por él, resulta que aquél día lento y pesado Twain se me reveló como un escritor versátil y sensible, todo a través de este pequeño cuento que publicó 15 años después de escrito, y nunca se dignó a revisar o editar. Lo refundió debajo del catálogo sawyer-huckleberry-esco que le conocemos de siempre, y al parecer casi se olvidó de él; una verdadera joya enterrada.

Era tan hermosa ahora como lo había sido diez años antes; infantilmente joven y dulce e inocente, todo lo cual conservaba. Tenía ojos azules y pelo de oro reluciente antes; ahora su cabello era negro y sus ojos avellanados. Noté esas diferencias, pero no me sugirieron algún cambio. Para mí era la misma chica de antes, absolutamente.

La historia va de un hombre cuyo ser es irrelevante. Bien podría ser autobiográfico, o un personaje ficticio, o alguno de ustedes, o incluso yo. La identidad terrenal con la que nos llamamos unos a otros y hacemos listas de asistencia en las escuelas no vale nada en este relato. La narración abarca prácticamente toda la vida del protagonista, y aún así no importa un comino su apellido o su profesión: lo único que debemos saber de él es su enamoramiento etéreo con una chica que conoció en un sueño. La primera vez que la ve, ambos están en un paraje arbolado de Mississipi, a pesar de que el personaje no está ahí, sino navegando el Atlántico miles de millas al este. Durante los años ella es Alicia, Agnes, Helena… lo que sea. No hay nombre que pueda asir un amor de ensueño, ni apariencia física siquiera. Dentro del mundo del cuento sólo existe el cariño, moviéndose como viento entre la hierba —breve, ligero, suave, e inolvidable.

Para mí, si bien tengo que darle más oportunidad a los libros clásicos de su autoría, siempre será una lástima que Twain no haya explorado mayormente esta faceta suya, tan llena de intimidad, ternura y luces tenues. Y es que, más allá de la historia de amor y su belleza —basada en la trascendencia de los nombres y los rostros—, hay un halo de profunda soledad que crea un claroscuro grandioso. Siempre que el personaje principal nos habla de su vida real, está solo, o con alguien tan irrelevante que él puede continuar la conversación a la cual estaba atado sin interrumpir su imaginación con la chica. Y, aún peor, ella no es alguien a quien pueda obtener. Ella sólo puede ofrecerle unos segundos de aire puro, mas no una vida de felicidad; sólo reflejos hermosos espejeando sobre un lago, nunca un cuerpo de carne y hueso al cual abrazar. Ella no existe. Y si lo hace, no está junto a él.

En fin. No es habitual que uno levante un libro para pasar el rato y termine con el corazón un poco roto y una sonrisa paradójica en los labios. Así que considero ese día un buen día. Y siempre que eso pasa gracias a las letras, confirmo mi amor por ellas y su poder, que es un poder basado en su capacidad de tomar nuestras entrañas en su puño y estrujar o acariciar a placer; y todavía más: hacerlo sólo por medio de papel impreso o un monitor, nunca de un modo físico. Así pues, el amor que sentimos por las letras es etéreo también, como el del protagonista del cuento por su chica inasible. Y nos aferraremos a él, justificando su existencia, asegurando su grandeza ante los incrédulos; al igual que nuestro enamorado enaltece a los sueños como si fueran el único mundo real, pues es lo único que tiene. Y no es que seamos patéticos en hacerlo; sino que es nuestro deber. Una vez que hallamos el lugar donde está nuestra esencia verdadera, no nos queda sino pelear por ella ante todo, a pesar de que ese lugar sea el reino de los Sueños — el recinto de lo Irreal.

En nuestros sueños… ¡Yo lo sé! Hacemos los viajes que creemos hacer; vemos las cosas que creemos ver; la gente, los caballos, los gatos, los perros, las aves, las ballenas… son reales, no quimeras. Son espíritus vivos, no sombras; y son inmortales e indestructibles.

Actualmente Mi novia platónica sólo se encuentra disponible en compilaciones de las obras completas de Twain, pero el texto es del dominio publico.


No hay comentarios:

Publicar un comentario