De las muchas definiciones de poesía, la más simple es la mejor: ‘discurso memorable’. Es decir, debe mover nuestras emociones o estimular nuestro intelecto, pues solo aquello que nos mueve o estimula es memorable, y el estímulo es la palabra escuchada y la cadencia, ante cuyo poder de sugestión y encantamiento debemos rendirnos, como lo hacemos al hablar con un amigo íntimo.
Wystan Hugh Auden. El nombre completo
de este poeta inglés me suena extraño. Las iniciales, W. H., se han convertido
para mí, en éste último año, en una especie de alerta. Puedo estar leyendo
cualquier texto con total tranquilidad –incluso indiferencia–, pero cuando
avisto esas dos mayúsculas, que resultan imponentes estando juntas, me preparo
para una mención de honor, una sonrisa de respeto. Claro que las desilusiones
pueden ser muchas. No siempre es él quien me aguarda en tal o cual reseña o en
tal o cual biografía. A veces mi momentánea ilusión se viene abajo, y al W. H.
le sigue un insípido Mallock. W. H. Mallock; suena casi grosero. Pero a veces
sí me aguarda. A veces las iniciales W. H. finalizan con un apellido tan
solemne como un crómlech. El Wystan y el Hugh quedan socavados por una sola
palabra, una unión de cinco letras que condensa casi todo en lo que creo:
Auden.
Auden, Auden, Auden. Repetirlo resulta
un extraño sortilegio. ¿Por qué es Auden nuestro escritor del mes? Porque su
importancia en mi vida académica y cotidiana a tenido la misma relevancia que
Saramago en mi vida sentimental. Porque Auden es la gran meta de tres semestres
de estudio, y de todo el camino que queda por delante. Porque su opinión sobre Hamlet respaldó la mía en un momento
crucial. Porque Auden me enseñó lo que es poesía. Y, sobre todo, porque sus
poemas me acompañan. Aquella es la gran misión de un poema: acompañar a quien
lo lee. Si leer es una forma de decodificar el mundo, la poesía resulta crucial
en este proceso y la poesía sobrevive de la forma más efímera posible: la
palabra. En un momento de lectura resucitamos a un poeta entero. Auden me
acompaña con tan sólo murmurare unas pocas líneas.
Pese a lo solemnes que puedan sonar
estas palabras, tendré que admitir que, primeramente, no son mías y, en segundo
plano, que nunca las hubiese concebido por mi cuenta. La poesía nunca ha sido
mi fuerte y, salvo a una curiosa habilidad que tengo para memorizar poemas
largos, nunca me he interesado gran cosa en la misma. Auden no tenía muchas
posibilidades de cruzarse en mi camino. A este poeta inglés lo conocí en una
clase de poesía, de la voz de un profesor a quien se le ilumina el rostro con
la sola mención del apellido. Los datos sobre su vida son tan variados como sus
poemarios. Nació en York, Inglaterra, en 1907. Hijo de Constance Bicknell y
George Auden, un doctor quien aseguro la posición de la familia dentro de la
clase media. En sus propias palabras, inició su vida con la enorme ventaja de
haber nacido con unos padres que lo amaban genuinamente y lo trataron con
dulzura. Algo de lo que no cualquiera se podría jactar.
A pesar de este genuino amor, la
relación con su padre se trunco debido a una considerable separación que duro
poco más de cinco años, cuando este decidió enlistarse en la R.A.M.C. Puede que
este distanciamiento influyera de forma directa en las relaciones de Auden con
el mundo. Según una breve autobiografía, a la edad de seis a doce años, pasaba
la mayor parte de su tiempo en la elaboración de un mundo privado y sagrado.
Todo en aquel lugar se concebía de forma realista, la fantasía y las
imposibilidades se encontraban terminantemente prohibidas, así como los seres
humanos. Sus mundos infantiles se recrean con fuerza en sus poemas de madurez,
donde las ciudades desiertas y los parajes deshabitados abundan, por ejemplo “La
caída de Roma”. Semejante actitud no se debía a un anhelo de soledad o a una
repulsión por el mundo. Sencillamente “disfrutaba enormemente de mi propia
compañía y nunca me sentía solo”.
Pareciera que estos mundos perfectos e
inhabitados funcionaron como un refugio. El hambre y el dolor causados por la
Primera Guerra mundial no se encuentran exacerbados en la memoria del poeta.
Aun más extraño resulta enterarse de que aquellos años de seguridad financiera
existieron, y que Auden fue testigo de ellos. Su estancia en Oxford no revela
un ambiente intelectual especialmente ambicioso pero sí un auge social y
despreocupado donde las guerras y las revoluciones se encontraban lejos, junto
con el mundo. Sin embargo, una actitud como esta no debe confundirse con
indiferencia. Participó en las Brigadas Internacionales durante la Guerra Civil
española y durante algún tiempo fue partidario del marxismo; pero nunca terminó
de abrazar a este partido y su fervor no pasa de un poema que más tarde
intentaría borrar de la faz de la tierra. Una decisión inteligente.
La mayoría de nosotros hemos tenido malos periodos en donde nos humillamos ante un ídolo o algo similar, y en la adolescencia el ídolo más común es la Popularidad o el Poder Social.
Al alejarse de una posición política y
social tan escabrosa, Auden aseguró su futuro como poeta. Sus textos no
tuvieron que anclarse a ideología o bandera alguna y esto les permitió
movilidad y evolución. Sus poemas abarcan algo de todo. Desde el escudo de
Aquiles hasta la llegada a Atlántida, pasando por la verdad del amor y
rematando en canciones de cuna. Sus preferencias sexuales permanecieron ocultas
a razón de la ilegalidad de las mismas, pasando por el mismo estigma que
encarceló a Oscar Wilde. A pesar de que en 1935 se casó con la hija de Thomas
Mann, vivió con Christopher Isherwood en Berlín y al trasladarse a Nueva York
sus dolores amorosos se debieron a Chester Kallman. Fue este traslado el que le
costaría la condecoración de Poeta Laureado de Inglaterra, ya que en 1946 fue
nacionalizado estadounidense. Una bofetada directa a su nación. Pero esto no
debió afectarle por mucho tiempo, ya que recibió el Pulitzer en 1948 por su
poemario La edad de la ansiedad.
Si algo atrae especialmente de Auden es
su posición con respecto a la poesía. Con el paso del tiempo se volvió
escéptico en cuanto al poder de la misma. Cuando decidió que no servía como
herramienta política deshecho poemas como “septiembre 1, 1939” y “España” de su
canon. “La poesía no es magia”, aseguró. La poesía se debía a la sobriedad de
lo cotidiano, no es magia “pero una forma de desencantar y desintoxicar”. Si
bien, la Primera Guerra no representó un accidente en su vida, la Segunda
Guerra, en cambio, fue una oportunidad para dar paso a su ironía. ¿Qué va a
hacer la poesía para detener los bombardeos?, le pregunta a Yeats. Dejando a un
lado las solemnidades y la hermandad, Auden lanzó sus poemas al campo popular y
alegre. Sus versos son música, sus amantes son canciones y los funerales son
blues. De alguna forma respeta la métrica y la rima, pero su voz juega entre lo
coloquial y lo culto, entre lo griego y lo moderno. La última etapa de sus
poemas rompe con los esquemas convencionales de verso. Compuso sonetos,
baladas, haikus y hasta limericks.
A pesar de este constante ir y venir,
la vida del poeta no terminó ni en la Gran Manzana ni en el hogar del Big Ben. A
su paso por estos y muchos otros lugares dejó una gran carrera académica, particularmente en Oxford. No se le podría
dejar de no haber compartido sus ideas y preguntas con todo aquel que estuviera
dispuesto a escucharlo. Leyendo sus ensayos resulta sencillo entender porque,
cuando niño, disfrutaba de su propia compañía. Pareciera que al final de sus
días buscó aquel mundo perfecto y deshabitado que había ideado casi setenta
años atrás. Molesto y alarmado por la sobrepoblación que no acabaría ni con dos
hombres disparándole a un tercero, única culpa de un ser humano que no tenía
ciencia alguna para engendrar una nueva Tierra, su último refugió fue el
religioso y su último hogar fue Viena, donde murió en 1973.
For poetry makes nothing happen: it
survives
[…]A way of happening, a mouth.
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