· Primera edición: 1997
· Memorias
Montado sobre la cima del mundo, con un pie en China y otro en Nepal, quité el hielo de mi máscara de oxígeno, levanté un hombro contra el viento y observé ausentemente hacia abajo, a la vastedad del Tibet. En un oscuro y desapegado nivel, yo entendía que la tierra bajo mis pies era una vista espectacular. Había fantaseado sobre este momento, y el impacto emocional que tendría, por muchos meses. Pero ahora que finalmente estaba aquí, en verdad parado sobre la cumbre del monte Everest, juro que no pude juntar la energía necesaria para que me importara.
Dicen que los picos más altos del planeta ejercen una atracción extraña sobre los hombres, y yo les creo. En una ocasión, durante un viaje, fui a un sitio lleno de pequeñas islas pedregosas, en el que toda la gente parecía divertirse nadando. No los entendí, francamente. Aparte de que el mar estaba helado, me divertí mucho más en tierra, tratando de llegar a los puntos más altos de los peñascos. La atracción era confusa, embriagante. Por un lado uno sabe, mientras las rocas se plantan cada vez con más fuerza y dolor en codos y rodillas, que la empresa es algo peligrosa, por no decir innecesaria y estúpida. Pero por el otro lado… hay un lugar más arriba, hay otro paso que dar, hay mil maneras de darlo, y eso constituye no sólo un ejercicio físico sino uno de ingenio y carácter. La atracción de los hombres hacia las montañas es complicada de entender, pero no imposible. En la misión del alpinista hay mucho del propósito último del hombre: el conocimiento entero del mundo y del ser, el sentimiento de realización cumplida. Las montañas son una fuente de peligro e inspiración a partes iguales. Hay avalanchas y sueños cumplidos, hay luchas heroicas y batallas perdidas. Hay quienes no viven si no es para seguir escalando, y hay quienes mueren sin llegar a la cima.
Yo llegué a este libro de una forma curiosa, pero lo más extraño de todo fue que no lo olvidé. Cuando era niño, mi casa estaba atiborrada de revistas Selecciones, y en una de ellas venía un artículo sobre la tragedia del Everest ocurrida en 1996. Estaba firmada por un tal Jon Krakauer, e incluía una nota aclarando que la versión completa estaba disponible en forma de libro. Debí leer ese artículo alrededor de diez veces; lo amaba, era una historia un tanto mórbida, pero emocionante hasta niveles que ninguna ficción que yo hubiera leído alcanzaba. Era muy pequeño para pedirle a mi madre un libro tan fuerte, y un tiempo después la revista se perdió. El asunto pasó a segundo término. Pero no lo olvidé, nunca, y si bien el libro jamás llegó en traducción a México, pude al fin rastrear el título y pedirlo en inglés vía internet el noviembre pasado. Lo leí en cinco sentadas, y no es un libro tan corto. La atracción que sentía hacia la historia era casi irracional, pues se había guardado dentro de mí por años. Había esperado mucho para leer este libro, y hacerlo fue casi una catarsis. Quizá suene forzado, pero en verdad fue una experiencia similar a la de un aventurero que se marca una lejana montaña como meta, y nunca ve atrás hasta llegar al pico.
Ya arriba de la comodidad del Campamento Base, la expedición se convirtió casi en una empresa calvinista. El porcentaje de miseria por placer era bastante mayor en magnitud que en cualquier otra montaña que hubiera estado; rápidamente comprendí que escalar el Everest se trataba, sobre todo, de soportar dolor. Y con el paso de semanas y semanas en las que nos exponíamos al desgaste, tedio y sufrimiento, noté que la mayoría de nosotros estaba buscando, sobre cualquier otra cosa, algo así como un estado de gracia.
La historia la pueden investigar con más detalle en Wikipedia y medios varios, pero va algo así: Jon Krakauer es un reportero para la revista Outside, que le encarga escribir sobre una expedición al Everest. Normalmente los reporteros se quedan en el Campamento Base y trabajan desde allí, pero Krakauer, orgulloso, decide que no ha ido hasta allí sólo para quedarse 2,000 metros abajo y observar. Va a conquistar la cima ayudado por el guía más prestigiado del momento, un neozelandés encantador llamado Rob Hall. Ellos no son la única expedición en la montaña: hay una liderada por el intrépido estadounidense Scott Fischer, una compuesta por sudafricanos de dudosa habilidad y otra proveniente de Hong Kong, en la que nadie confiaba mucho tampoco. Del otro lado de la montaña escalaban algunos japoneses e indios, pero no aparecen mucho en el libro. La otra presencia en el Monte Everest aquél verano era, si hemos de obedecer a nuestro primer instinto de lector, un terrible destino.
Krakauer no se limita a escribir una memoria cruda de sus experiencias en la montaña, sino que compone un relato redondo desde el punto de vista literario. Construye cada personaje importante detenidamente —si bien su modo de hacerlo es un tanto formulista— y mezcla esa narración lineal con un análisis y recuento humano de la relación histórica entre nosotros y la montaña más grande de la tierra. Uno averigua muchas cosas. El cuerpo de Andrew Irvine, caído durante un intento de ascenso en 1924, nunca ha sido encontrado. El cuerpo de Tsewang Paljor, uno de los indios que escalaban del lado contrario, está congelado en el sitio en que murió junto con sus ya célebres botas verdes, y cada escalador debe pasar a su lado si quiere seguir esa ruta a la cima. Los sherpas han aceptado la civilización occidental con gusto, y no es raro verlos tomando Coca-Cola o vistiendo Nike. Si una pareja tiene sexo durante el ascenso, los sherpas toman precauciones religiosas, ya que perciben que ello “enoja a la montaña”. Pero lo más importante que uno aprende es que incluso los más fuertes espíritus humanos pueden caer en la faz de ese gigante de hielo y roca. Escalarlo no requiere sólo un cuerpo fuerte, sino también resistencia a la confusión, el dolor y el estrés extremo. Y aun entonces la vida no está asegurada. Atreverse es un volado en el cual uno puede perder todo, y sin embargo seguiremos atreviéndonos por siempre, ya que está en nosotros, como en ninguna otra especie, ese deseo innato de llegar más lejos; de pasar sobre y a través de todo.
La recomendación sólo es limitada en el caso de que no tengan un estómago o corazón muy fuerte. De lo contrario les garantizo que van a hundirse deliciosa y dolorosamente en esta historia de supervivencia y muerte. El libro funciona porque Krakauer es un gran reportero. No se reduce a los hechos, sino que humaniza cada aspecto y tiene un vocabulario fenomenal. La historia y las palabras del narrador construyen héroes, villanos, lugares de pesadilla, engaños de la mente, victorias del alma sobre cuerpo y un halo sagrado alrededor de la montaña y el momento. En resumen, mucho más de lo que una simple memoria suele ofrecer. Y si se me permite, le quito ahora la voz a Krakauer para cerrar con una cita proveniente de otro de los alpinistas presentes, el kazajo Anatoli Boukreev. En el libro de Krakauer uno encuentra un testimonio emocionalmente rico, cierto, pero la cita de Boukreev resume en unas líneas el complejísimo porque del montañismo. Un porque que parece apabullar el simple deseo de subir, y que sugiere otra presencia en esos sitios helados y etéreos: la del mundo entero, la de algo divino, trascendental.
Las montañas no son estadios en los que satisfago mi ambición de lograr; son las catedrales en las que practico mi religión. […] acudo a ellas como otros acuden al rezo. Desde sus elevadas cumbres veo mi pasado, sueño con el futuro y, con agudeza inusual, logro experimentar el momento presente [...] con mi visión aclarada y mi fuerza renovada. En las montañas celebro a la creación. En cada viaje vuelvo a nacer.
No está disponible en traducción. Si nos leen desde España, quizá tengan más suerte en conseguirlo como "Mal de altura". Aquí en México, la mejor opción es pedirlo por internet; ya sea la versión española o la original.
Si les interesa mucho el tema, no está de más pedir el libro de Boukreev, "The Climb", y uno que relata otra temporada fatídica en la montaña, llamado "Dark Summit".
Les dejo un link para pedirlo:
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