- The Importance of Being Ernest [A Trivial Comedy for Serious People]
- Oscar Wilde [Irlanda]
- Primera edición/representación: 1895
- Teatro: comedia de enredos
Algernon: [...] Pues yo, a fin de poder
ausentarme de Londres, cuando me venga la gana, he inventado un amigo llamado
Bunbury, que vive en el campo y está enfermísimo. ¡Ah! Bunbury es un hombre
inapreciable. Si no fuese por los continuos achaques de Bunbury, no me sería
posible, por ejemplo, cenar contigo esta noche, pues hace más de una semana que
le había prometido a tía Augusta cenar hoy con ellos
¿Les gusta su nombre? Es una pregunta muy común, lo sé, pero
también es difícil contestarla con franqueza. Son muchas las decisiones donde
nuestra opinión no cuenta, y la palabra que llevaremos como cruz nombre
el resto de nuestras vidas puede parecer bastante crucial como para dejarla a
la ligera. Claro, sería imposible consultarnos con anticipación, o pedirnos
consejo. Se le exige a los padres un documento donde se diga que nacimos, que
vivimos, que pesamos y cómo nos llamamos, todo eso en cuestión de días –o
incluso horas— tras nuestra llegada al mundo. Y siendo que nosotros estamos
demasiado agobiados babeando y llorando con la terrible realidad de haber
nacido en semejante lugar, nuestros padres deciden retiramos la pesada carga de
cómo nos queremos llamar*. (*También
están las cuestiones de articulación, sin importar cuál sea el nombre ideal,
todo suena en esas épocas tempranas de vida a “Ahbasjdhdjndsjbaaaaaaa”. Aunque
algunas veces las excentricidades paternas son peores que aquella articulación
y resultamos con nombres que no caben en ningún documento, o que realmente NO
queremos poner en ningún documento.)
Por eso es una pregunta difícil de contestar con franqueza,
no lo decidimos, es cierto, pero es casi imposible imaginarnos con uno
diferente y muchas veces es de pensarse que es eso lo que nos define: un nombre.
No sé si la “cara de Angela” me llegó de nacimiento o con el nombre de Angela
en sí, pero es algo que no puedo imaginar de otra manera. Quizá si el viento
hubiera soplado diferente o no hubiese llovido aquél día yo sería Ivonne, o
Cecilia, pero no fue así y eso es algo bastante importante para mí. ¿Y a qué
viene todo esto? Bueno, es que deben saber lo importante que puede llegar a ser
su nombre, lo mucho que puede decir de ustedes. Ernesto es un nombre que crea
muchas expectativas alrededor de quien lo porta y con el cual Oscar Wilde
decidió iniciar enredo de bumburistas aristócratas y damas de alta sociedad y
estima. Todo en son de la crítica, claro (y burla también, muchas burlas).
Gwendolen: […] Vivimos,
como imagino que sabrá, señor Worthing, en una época de ideales. Este hecho es
mencionado constantemente en las revistas mensuales más caras, me han comentado
que incluso ha llegado hasta los púlpitos de provincias, y mi ideal siempre ha
sido amar a algún hombre que se llame Ernesto. Hay algo en ese nombre que me
inspira confianza. Desde el mismo momento en que Algy me mencionó que tenía un
amigo que se llamaba Ernesto, supe que estaba destinada a amarle.
En teoría, o al menos para la época victoriana, la burguesía
viene siendo una sección de la humanidad cuya suerte ha sido tocada por el rayo
divino y en agradecimiento llevan un alto deber social: ser un ejemplo moral
para los más jóvenes o menos afortunados. Así es como comienza todo el enredo:
John Worthing, huérfano y encontrado en una estación del tren, termina siendo
el protector de la nieta de su benefactor, la señorita Cecilia. Su situación es
la siguiente: al ser el protector, se le exige discreción y buen
comportamiento, y, al ser joven, necesita con extrema urgencia de los grandes
placeres de la vida en la ciudad y, sobre todo, de su amada señorita Gwendolen.
La permanente presión victoriana acerca de que “las apariencias lo son todo” se
cierne sobre él y lo lleva a literalmente crear a un hermano: Ernesto. En el
campo, donde vive Cecilia, Ernesto es conocido como un parrandero al que nadie
nunca ha visto pero del que todos han escuchado por su hermano John. En la
ciudad, Ernesto pasea por las calles de la mano de Gwendolen, como un hombre honrado
y pulcro.
Desde el libro más antiguo hasta la serie de televisión más
reciente, somos conscientes de que las dobles vidas no conducen a nada bueno,
sobre todo cuando alguien más se entera. En este caso es Algernon Moncrieff,
amigo de John/Ernesto y primo de Gwendolen, el encargado de ponerlo todo de cabeza.
Algernon es el mejor ejemplo de noble venido a menos: glotón, soltero, con poco
dinero pero muchos gastos y sumamente interesado en sí mismo y sus caprichos –en
cierta mediad la reencarnación de Wilde, o al menos muchas de sus ideas. En muchas
maneras, “Algy” es el completo opuesto de John: mientras que para uno el
matrimonio con Gwendolen lo es todo, para el otro el matrimonio es una pesada
carga, al igual que toda la época y sus valores. Para librarse de las terribles
cenas de su tía, Lady Bracknell, la vida le ha otorgado a Bunbury: un amigo
sumamente enfermo y sumamente imaginario. Cada vez que surge un aburrido
compromiso declara a Bumbury como muy grave y se marcha a “visitarlo”. Cuando Algernon
se entera de que su mejor amigo Ernesto es en realidad John (y que ese John tiene
una hermosa pupila) lo declara un “Bumburista”, y decide visitar a Cecilia en
son de conocer el amor, bajo el nombre de Ernesto. Eso es lo que tenemos en la
trama: un par de dandis enamorados pero mentirosos, encantadores y de buena
posición social.
Claro, para un par de sociópatas presumidos como estos
dos, tenemos a un par de damas que se ajustan a sus necesidades: Cecilia,
pupila de Ernesto, criada en la naturaleza y la inocencia, y Gwendolen, prima de
Algernon, antítesis de la primera, producto de la ciudad. Hablar más de la obra
sería echarles a perder mucho de la misma. En algún puno entenderán a Lady
Bracknell como el mejor ejemplo de una mujer molesta y odiosa, o presenciarán
una verdadera batalla entre “señoritas” enamoradas y prometidas. El mejor
consejo que se puede dar cuando se habla de Wilde y de su genio es que se rían
y sigan riendo, porque de eso se trata. Aún con el análisis que se le podría
dar a la dureza de su crítica, la realidad es que no dejará de ser una comedia.
Una fría mirada del genio acerca de la moralidad victoriana: el dinero no
compra honradez, tampoco el nombre –incluso cuando tenga cierta resonancia con la
palabra. Al final, les guste o no como los han nombrado, no será aquello lo que
los defina, serán sus palabras y sus actos. Tal vez, después de muchas
travesías, verán que ustedes definen la palabra, la importancia de sus nombres
recaerá en sus acciones y no en sus letras.
Cecilia: Pues si no lo es,
nos ha estado usted engañando a todos del modo más imperdonable. Supongo que no
habrá usted llevado una doble existencia, echándoselas de perdido y siendo
luego una persona decente, ¿eh? Eso sería una hipocresía.
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