La muerte de un ser querido nos paraliza. Muchas veces la
hecatombe no puede ser expresada con palabras, ni labrada en rostros de duelo, o
definida en paños negros de luto. Morir es ausencia y silencio, ambos muros
infranqueables que nos vuelven impotentes. Somos conscientes de que nuestros
pasos están contados, y que muchas veces no tenemos aviso de cuándo se termina
dicha cuenta. Queremos pensarnos como espíritus eternos, pero esa eternidad es
paradójicamente limitada: somos eternos en contraste con quienes se fueron y
nuestros herederos serán eternos a nuestros ojos de cadáver. Nuestro cuerpo, en
todo caso, no es imperecedero, y el alma restante (espíritu, entidad, o como
prefieran llamarle) por más inmortalidad que pueda adquirir, no tiende a
heredarnos hechos concretos.
Entablar el tema de la muerte nos lleva invariablemente a
pensar en amigos, parientes, o conocidos que de un día para otro desaparecieron
de nuestro mundo. Humanos con los que compartimos alguna experiencia y a los
que después enterramos o calcinamos en alguna tierra lejana –en algún hueco de
nuestros recuerdos. Muertes personales, por así decir, que nos hacen pensar que
el mundo debería detenerse, aunque fuera por un instante, para darle dignidad a
nuestro dolor; para darle dignidad a nuestro anónimo cadáver. Pequeñas muertes
que componen los días, que cambian nuestras vidas y muchas veces nos destruyen
por momentos: pequeñas muertes que nos paralizan.
¿Y qué sucede con las demás? Con esas muertes que no son
pequeñas y que llegan a nuestros oídos como una gran tragedia mundial. ¿Qué
pasa con la muerte del poeta?
Lo primero que se nos ocurre decir es que su obra queda
viva, que sus ideas estarán en nuestros corazones y mentes, que sus versos lo
harán respirar. Nunca he terminado de entender de dónde sacamos semejante
tontería –aunque no olvido que somos herederos del romanticismo. No dudo que la
obra preserve la existencia del poeta, el mismo Shelley lo dijo en
“Ozymandias”; mi problema es ver al poeta, escritor, o cualquier otro artista,
como un conjunto de obras inmortales y no como una persona mortal. Mi problema
es no ver su muerte como una pequeña muerte, como un dolor personal, como una
ausencia eterna.
Damos muchas cosas por hecho, entre ellas, por ejemplo,
damos por hecho que a pesar de la muerte de un determinado autor, aún podemos
revivirlo con sólo ir al librero y hojear su obra. A final de cuentas, amamos
eso, las obras, los libros. Amamos la consumación física del trabajo del autor:
las pastas, las hojas, los lomos, las portadas. Desde los formalistas rusos,
poco nos importa lo que hay detrás de la creación, poco le creemos a ese rostro
que adivinamos como escritor. Quizá indaguemos un poco sobre su vida, pero
nunca terminamos de interesarnos por ellos como seres queridos. No se nos
ocurre preguntarnos por su salud, por su estado económico o por los pleitos que
pueda tener con su pareja. Es un alguien alejado de nosotros, ajeno a nuestras
vidas y él ajeno a las nuestras (dudo mucho recibir un correo de García Márquez
donde me pregunte cómo me siento hoy), es como una especia de acuerdo de
privacidad. Pero, ¿de verdad es alguien tan ajeno? El hecho de que no exista
una cercanía física no significa total separación. Quizá nunca podremos
detenerlos por las calles para invitarles un café y hablar de recuerdos
comunes, pero eso no significa que no compartamos algo. La literatura, los
libros, aquellas cosas que amamos tanto, son un espacio y un tiempo en común.
Aquellas palabras fueron leídas por ambos, autor y lector; juzgadas e interpretadas
por ambos de formas distintas, pero al final fue una acción común.
Compartimos instantes con nuestros autores. Compartimos
recuerdos, tal vez no comunes, pero similares. Antes del poeta, antes del
escritor, antes del pintor, hubo una persona que vivió y sufrió como nosotros –o
como hubiésemos querido nosotros–, y que lo plasmó para ambos. Hubo una
persona, quizá con hábitos horribles y una moralidad cuestionable, pero con los
pasos contados y con un cuerpo perecedero, tal como nosotros.
Y todo esto no son más que palabras. Words, words, words.
Palabras corrientes que no terminan de expresar la
hecatombe, que no acaban de entender mi frustración: Seamus Heaney ha muerto, para
hoy se ha cumplido una semana.
Es probable que no lo conozcan, o que sólo escuchasen la
noticia como “la lamentable muerte del Premio Nobel de Irlanda”. En teoría no
tendría por qué importarme un suceso que no tiene nada de nacional, pero en
práctica me duele como una pequeña muerte. Me duele el hecho de que al abrir
sus libros, hojear sus traducciones, y buscar todos los documentales sobre su
vida y obra no lo harán más cercano a mí. Me irrita saber que su lejanía pasó
de ser geográfica a ser completamente física. Él muerto y yo viva: no vamos a
terminar de entendernos nunca.
Ya lo dije, compartimos un momento mientras yo leía algún
poema o ensayo, pero me duele no poder llevarlo a otro nivel. En mi fuero
interno quería invitarle una taza de café y agradecerle aquellos fragmentos de
su infancia, o aquellas hojas donde Irlanda fue algo más que una lucha
continua. Lo di por hecho. Di por hecho que estaría siempre, produciendo o
traduciendo, que estaría siempre como algo inamovible en tierra irlandesa. Di por
hecho que su cabello siempre fue blanco y sus lentes así de gruesos, que
siempre fue viejo. Lo di por hecho como una figura de autoridad en el estudio
de las letras, como un comentador perenne de los poemas de Eliot. Y lo di por
hecho como un suceso natural en el librero, como un apellido constante en las
antologías. Ahora ha muerto.
Antes de ser el poeta irlandés más querido desde Yeats,
antes de ser el premio Nobel de 1995, antes de ser la voz de Irlanda, antes de
todo eso fue una persona. Por más que la crítica y el estudio literario quieran
concentrar sus fuerzas en la obra y no en el autor, Heaney no deja de estar en
su poesía. No es una “voz poética” la que recoge moras silvestres que se
pudrirán en un instante, ni una persona
la que escucha a su padre clavar la pala en busca de patatas. Al menos no para
mí. Terrible fue darlo por hecho y recapacitar hasta que murió. Aspiraba
conocerlo con la aprensión de parecerle hueca, aspiraba hacerle saber que lo
admiraba aunque sonase absurdo. Es probable que no indagase mucho en su
biografía por temor a encontrar los defectos que toda persona tiene; sin
embargo, no pensé en todo esto, en el autor como un ser querido, hasta que no lo
vi bajo el defecto humano más grande: la mortalidad.
Heaney ha muerto y ni releer sus poemas ni redactar someras tristezas le dará sentido al
impacto que ha tenido en mí su ausencia. La muerte de un ser querido, la muerte
del poeta, del gran poeta irlandés, la muerte de Seamus Heaney me paraliza.
[Ar dheis Dé go raibh a anam.]
Digging
Between my finger and my thumb
The squat pen rests; snug as a gun.
Under my window, a clean rasping sound
When the spade sinks into gravelly ground:
My father, digging. I look down
Till his straining rump among the flowerbeds
Bends low, comes up twenty years away
Stooping in rhythm through potato drills
Where he was digging.
The coarse boot nestled on the lug, the shaft
Against the inside knee was levered firmly.
He rooted out tall tops, buried the bright edge deep
To scatter new potatoes that we picked,
Loving their cool hardness in our hands.
By God, the old man could handle a spade.
Just like his old man.
My grandfather cut more turf in a day
Than any other man on Toner’s bog.
Once I carried him milk in a bottle
Corked sloppily with paper. He straightened up
To drink it, then fell to right away
Nicking and slicing neatly, heaving sods
Over his shoulder, going down and down
For the good turf. Digging.
The cold smell of potato mould, the squelch and slap
Of soggy peat, the curt cuts of an edge
Through living roots awaken in my head.
But I’ve no spade to follow men like them.
Between my finger and my thumb
The squat pen rests.
I’ll dig with it.
1966
Hola, siento que no tenga que ver esto pero era para decirles que su blog está entre los ganadores de los Liebster Awards, el premio de los blogs. Aquí la dirección para que visiten.
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