· Franz Kafka [Rep. Checa (antes Imperio
Austro-Húngaro)]
· Primera edición: 1925
· Novela
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“No hay errores. Los que nos mandan, por lo que he
visto hasta ahora (y sólo conozco los grados inferiores), no tratan, por así
decirlo, de localizar la culpabilidad entre la población, sino que, como dice
la ley, se sienten llamados por la culpabilidad y entonces nos envían a
nosotros, los guardianes. Ésta es la ley. ¿Dónde cabría el error?” “Es una ley
que no conozco”, dijo K. “Tanto peor para usted”, dijo el guardián.
Hay pocas cosas peores para el
espíritu humano que ser un simple sujeto. Esto es, el estar amarrado en el
extremo receptor de una cadena abusiva, a todas luces injusta pero cuya
injusticia es invisible para todos menos para ti. He allí una fuente de horror
verdadero, y no es coincidencia que muchas descripciones del infierno en la
literatura materialicen esto. ¿Y lo peor? Ni siquiera estoy hablando del libro
todavía. Como expone José Saramago en su prólogo a mi edición (no sé cómo llegó
él ahí pero no me voy a quejar), la relación de eterno desasosiego e
insatisfacción entre el autor y su padre es “la viga maestra de toda la obra
kafkiana”. En más de un sentido, fue la figura paterna la que puso a Kafka en
posiciones acuciantes, como la de estudiar leyes. Desde las primeras páginas de
esta novela u otras obras del checo queda patente que estas leyes —y cualquier
tipo de autoridad represora— le causan mucho conflicto. Las ve como inamovibles
fortalezas, castillos o hasta laberintos diseñados para que el hombre se pierda
en ellos y desfallezca sin haber jamás logrado la libertad.
El
proceso, a pesar de haber
quedado incompleta, es la expresión más fuerte de estos conflictos en el alma
de Kafka, conflictos que se extrapolan al alma del hombre del siglo XX. ¿O no
fue este siglo una catarata de destrucción en la que el individuo quedó
atrapado bajo el yugo inapelable de sus circunstancias, gimiendo entre las
rocas? Pero la terrible injusticia de pelear contra un enemigo que no
comprendes, que se niega a hablarte y que es mucho más grande que tú no logra
tentar al checo a tomar el camino fácil. La novela triunfa —tanto como se puede
triunfar siendo una pesadilla derrotista— porque su protagonista no es un
hombre perfecto. Josef K. es un burócrata mediano con momentos de arrogancia un
tanto irritantes. Su circular e infructuoso tránsito por el laberinto de
autoridad en el que se ve inmerso es tan patético que a uno le cuesta mucho
trabajo llamarle héroe. Es más bien un
pobre diablo como cualquiera de nosotros. Y si así lo es, ¿serán sus terribles
circunstancias, en realidad, las mismas que enfrentamos todos?
“[…] Te consideran
culpable. Es posible que tu proceso no pase de un tribunal inferior. Al menos
por el momento consideran probada tu culpabilidad.”
“Pero yo no soy culpable”, dijo K. “Es un error.
¿Cómo demostrar la culpabilidad de una persona? Aquí todos somos seres humanos,
tanto los unos como los otros.”
“Es cierto”, dijo el sacerdote. “Pero así suelen
hablar los culpables.”
En la mañana de su cumpleaños
número 30, Josef K. es arrestado por un par de agentes misteriosos. Desde
entonces el gris e irrelevante empleado bancario se ve envuelto en un juicio
extraño, en el que la ley asume su culpabilidad de un crimen que nunca le
revelan. Interrogatorios, conversaciones parabólicas con empleados que dicen
saber algo de la ley y nunca lo demuestran, los pasillos interminables del
tribunal, más interrogatorios. Un pintor le asegura a K. que el tribunal es
inaccesible a toda la evidencia que se presente ante él, y que sólo puede ser
influenciado por chismes externos. Su tío le dice que piense en la mancilla que
recibirá el honor familiar al verse inmiscuido en un proceso criminal. El
sacerdote le recita la trama de Ante la
ley y le insta a que acepte su destino. El abogado no le dice nada. El juez
no existe. Para colmo de males, Kafka no era un escritor muy ordenado que digamos,
y dejó capítulos puntales incompletos, además de pedacitos de la narrativa desperdigados
por donde quiera.
El
proceso no es un libro de
terror; no era esa su intención y no lo argüiré. No hay vampiros, no hay
zombies, no hay ningún tipo de bestia sobrenatural. Sin embargo, mucho horror
aquí surge de lo grotesco y lo absurdo. Cuando K. recita un discurso en defensa
propia ante el tribunal y la mitad de la tribuna ríe mientras los otros
permanecen inmóviles, o bien unas páginas después, cuando una pareja tiene sexo
enfrente de él sin contemplaciones mientras su discurso sigue, es difícil no
hacer una mueca. Las cosas que suceden en el libro son cosas que pasan en la
vida real, no fantasías, pero están dislocadas de su espacio y tiempo usuales.
Las acciones de los personajes y las instancias legales están volteadas de
cabeza, fuera de lugar, lo cual deja al lector tan atolondrado como el
protagonista. Casi podríamos hablar de una comedia de errores si no fuera por
la oscuridad inagotable que brota de la pluma de Kafka: las parábolas místicas,
los extraños personajes alegóricos, los largos pasajes de deliberación
filosófica que no llegan a nada porque no hay nada a qué llegar.
No les recomiendo que lean este
libro en específico si lo que buscan es un simple susto. Para eso ya hemos dado
opciones que tocan el horror de forma bastante decorosa, hasta excelente. Kafka
juega en otra liga. Creo yo que todo nace de la intención. Lovecraft, Poe,
Quiroga, todos los maestros del género sabían que su meta estaba dentro del
territorio del espanto. Kafka no. Hay un dejo de cotidianeidad en sus textos, una
falta de reacción ante los absurdos del mundo, que me hacen pensar que el autor
sólo buscaba describir cómo se sentía. Sin más. Kafka es divertido y
atemorizante sólo si se lee con atención y paciencia, porque sus historias
parecieran anestesiadas —puestas bajo una espesa capa de ennui y desencanto—, y
esto lleva a muchos lectores al “me aburre” o el “no entiendo”. No sucumban. Al
menos en El proceso no hay mucho qué
entender, porque se niega a ser entendido, y ahí yace una sublime veta de
terror. ¿O acaso no nos sentimos muchas veces encerrados, atrapados, como ratas
de laboratorio, yendo de un lado a otro, simplemente siguiendo los designios de
poderes mayores que no razonan con nosotros? ¿No buscamos siempre, o casi
siempre, salir de eso y buscar un significado mayor para la vida? Pues bien,
Kafka dice que no hay tal. Sólo hay una vida gris y una muerte anónima. Y lo
hace con una sonrisa burlona, no tan absurda, en los labios.
¿Quedaban objeciones que habían olvidado? Seguro que
quedaba alguna. La lógica es ciertamente inconmovible, pero a una persona que
quiere vivir no le opone resistencia. ¿Dónde estaba el juez que no había visto
nunca? ¿Dónde estaba el alto tribunal al que nunca había llegado?
Múltiples ediciones, múltiples precios.
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