-Primera edición: 1985
-The Man Who Mistook His Wife for a Hat
-Oliver Sacks [U.K]
-Casos clínicos
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…me siento a la vez médico y naturalista; y me
interesan en el mismo grado las enfermedades que las personas; puede que sea
también, aunque no tanto como quisiera, un teórico y un dramaturgo, me
arrastran por igual lo científico y lo romántico, y veo constantemente ambos
aspectos en la condición humana, y también en esa condición humana quintaesencial
de la enfermedad… los animales contraen enfermedades pero sólo el hombre cae radicalmente
enfermo.
La primera vez que me encontré con esta obra fue en la
librería “El Sótano”, y recuerdo bien que pensé que era una tristeza que se
desperdiciara tan buen título en quién sabe qué cosa de sociología. Sí, era joven
y bastante estúpida. Dos años después el nombre de Oliver Sacks surgió en una
clase, en relación con Musicofilia y
su trabajo clínico general, y fue entonces cuando vi lo grande de mi error. Compré
este título literalmente saliendo de clases, era el único que tenían en el local,
pero no estaba convencida. Me interesan mucho los temas que tienen que ver con
neurología, psiquiatría y psicología, y por eso sabía que necesitaba acércame a
Sacks, pero mi gran problema es que no soy fanática de la no-ficción. En
general, me cuesta mucho sentarme a leer ensayo literario o histórico por el
simple hecho de que siento que debo estar anotando algo a cada momento,
memorizando contenidos, términos y fechas; ahora imaginen cómo me siento con
algo que me es tan lejano como lo médico. Realmente creí que eso iba a pasar
con Sacks, que iba a tener que estar buscando complicadas palabras en el diccionario
y que iba a necesitar anotar todo el tiempo para no olvidar de lo que estaba
hablando. No podía verlo como algo más que una lectura educativa (en el sentido
más aburrido y poco dinámico de la palabra), y jamás se me cruzó por la cabeza
que pudiese disfrutarlo, ni siquiera creí que lo fuese a entender.
Con el ánimo más pesimista que puedan imaginar, decidí
iniciarlo de camino a mi casa (ya preparada con lápiz, cuaderno y amargura) y
el milagro ocurrió sin que me diera cuenta. Llegué a la página cuarenta sin
haber sentido la necesidad de anotar una sola palabra, sin aburrirme, sin
perder el hilo de lo que decía. Lo único que me interesaba era saber qué pasaba
con el señor P., un distinguido profesor de música que no podía identificar las
caras de sus alumnos ni decir que un guante era un guante, que confundía a su
mujer con un sombrero y a su zapato con su pie, y a quien le parecía
perfectamente amable el rostro de un parquímetro. Todas estas raras confusiones
podían causar miedo o risa a quienes lo trataban, pero para el señor P. no
pasaba nada fuera de lo común, no había nada de extraño. No había perdido el
juicio, tampoco deliraba, y sus capacidades musicales no habían presentado ningún
daño, pero sí había perdido su capacidad sensorial, y con ello la emocional. El hombre
tenía agnosia visual, había desaparecido su capacidad de representación e
imaginación, todo su sentido de lo concreto y real. Perdió el mundo como
representación visual en consecuencia de algún proceso degenerativo o un
tumor enorme en las zonas visuales del cerebro, pero él no lo notaba y, por
tanto, no lo echaba de menos. Tenía eso a su favor, pero también su música como fuente de voluntad pura. El caso terminó sin cura, ni siquiera se le compartió el diagnóstico. Sacks le
recomendó que continuara impartiendo sus amadas clases, y así lo hizo el señor
P. hasta el último día de su vida.
Por supuesto el cerebro es una máquina y un ordenador: todo lo que dice la neurología
clásica es válido. Pero los procesos mentales, que constituyen nuestro ser y
nuestra vida, no son sólo abstractos y mecánicos, sino también personales… y
como tales, no consisten sólo en clasificar y establecer categorías, entrañan
también sentimientos y juicios continuos. Si no los hay, pasamos a ser como un
ordenador, que era lo que le sucedía al doctor P. Y, por lo mismo, si eliminamos
sentimiento y juicio, lo personal, de las ciencias cognoscitivas […] reducimos
nuestra capacidad de captar lo concreto y real. […] El doctor P. puede pues
servirnos de advertencia y parábola de lo que le sucede a una ciencia que evita
lo relacionado con el juicio, lo particular, lo personal y se hace exclusivamente
abstracta y estadística.
A pesar de lo útil que resulta categorizar y ordenar las
cosas por color, tamaño o forma, éste proceso no debería ser la base del trato doctor-paciente en la
medicina, sobre todo cuando se trata de algo tan delicado y personal como el cerebro. Después de todo, ahí es donde se conforma nuestro yo, aquello que
nos detalla y distingue de los demás. Conforme avancé en cada uno de los casos
relatados por Sacks, esto me pareció más y más claro. Su objetivo no es informarnos
de las horribles cosas que le pueden pasar a nuestras cabezas sin que nos demos
cuenta, como perder la memoria a corto y largo plazo, perdiendo así toda una
vida o quedando fosilizado en algún lejano punto del pasado, sino que detrás de
algo llamado “amnesia retroactiva” se encuentra una persona de carne y hueso
como Jimmie (“El marinero perdido”). La ciencia empírica lo condenaba a una
vida de incoherencia e inquietud, atrapado en 1945 e incapaz de recordar lo que
había hecho el día anterior, pero esta ciencia no contemplaba aquello que
determina el yo personal, al espíritu humano que puede reintegrarse mediante el arte
y la comunión, que se tranquiliza trabajando todos los días en un jardín que no
recuerda.
Pero no todo en el libro de Sacks son pérdidas: en
realidad eso es sólo el primer capítulo, donde el señor P. pierde la
imaginación, Jimmie la memoria y Christina a su cuerpo (la propriocepción),
por mencionar algunos. Estos casos nos hablan de una lucha por preservar la
identidad, de mujeres y hombres inventando nuevas formas de conectar con su yo,
de no extraviarlo en la catástrofe de su condición, y de lo necesario que es
que la medicina los ayude en ese proceso, no sólo con un diagnóstico y algún
tratamiento (si es que existe), sino reconociendo su existencia espiritual y
buscando la forma de conservarla.
Después de “Pérdidas” encontramos “Excesos”, “Arrebatos”
y “El mundo de los simples”. Si les entristece demasiado la idea de perderse a
sí mismos, pueden saltar entonces a aquellos que se forman por sus excesos,
como Ray, quien tenía síndrome de Tourette, trastorno que afecta partes
primitivas del cerebro donde se gobierna la “marcha” y la “dirección”. El miedo
de este hombre era perder sus tics,
pues estos habían pasado a ser su identidad y, hasta cierto punto, su libertad.
Algo similar sucede con una mujer de noventa años a quien la sífilis le hace
sentir como una jovencita, y que obviamente no quiere perder esa segunda
juventud con una cura. Nadie es inmune a estas extravagancias, a encontrar en
su trastorno una base para formar el yo o una segunda oportunidad de vivir. No hay
sufrimiento ni aflicción, sino un abrumador sentido de ganancia que puede poner
en peligro sus vidas. Los excesos pueden pasar de ser una parte básica de la
identidad a absorberla y destruirla. La enfermedad puede derrocar a todos los
otros sistemas y hacer que trabajen para ella, formando un imperio donde la
persona desaparece. De esto habla “Los poseídos”, capítulo final de la segunda
parte. “Arrebatos” y “El mundo de los simples” nos regala anécdotas importantes
de algo que, tal vez, estamos más familiarizados: lo romántico de la
enfermedad. Aquí podemos encontrar casos de artistas con autismo que han
logrado las más preciosas obras, de personas que no pueden valerse por sí
mismas pero sienten la mayor emoción escuchando a Bach, o de sueños sumamente
vívidos y hermosos causados por algún daño cerebral. También hay situaciones menos
agradables, pero igualmente familiares, como el asesinato a consecuencia de un
apagón producido por PCP.
¿Es importante pensar en todo esto?, ¿saberlo?,
¿comentarlo? Sí. Lo es. Lo es porque es algo que existe, que muchas veces nos
rodea, y que muchas más no queremos ver. Sacks nos obsequia una oportunidad
única de seguir sus pasos como médico, pero también como persona. De
impresionarnos y angustiarnos por perfectos desconocidos que habitaron
clínicas, se refugiaron por años en sus casas, o deambularon por las calles en
busca de ayuda. Si somos capaces de escucharlos por medio de Sacks, si
aceptamos que tienen algo que decir, que tienen un dolor que exhibir o una
cualidad que regalarnos, tal vez logremos saltar de lo escrito y encontrarnos
con lo que nos rodea. También es importante para conocernos a nosotros, para
reconocernos más allá de las funciones orgánicas, para saber nuestras capacidades
como un conjunto sumamente valioso y reconocer nuestra identidad, nuestro yo,
como un tesoro invaluable.
Así pues, la víctima de supertourettismo se ve obligada
a luchar, como no se ve obligado ningún otro, simplemente para sobrevivir… para
convertirse en un individuo, y sobrevivir como tal, frente a un impulso
constante. Puede tener que afrontar, desde la más temprana infancia, barreras
extraordinarias a la individuación, a la posibilidad de convertirse en una
persona real. Lo milagroso es que en la mayoría de los casos lo consigue… pues
la capacidad de supervivencia, la voluntad de sobrevivir, y de sobrevivir como
individuo único e inalienable, es, no cabe duda alguna, la más fuerte de
nuestro yo: más que cualquier impulso, más que cualquier enfermedad. La salud,
la salud militante, es normalmente la que triunfa.
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