sábado, 20 de febrero de 2016

Fouché: retrato de un hombre político


-Joseph Fouché. Bildnis eines politischen Menschen.
-Stefan Zweig [Austria]
-Primera edición: 1929
-Biografía

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Este seco personaje de escritorio ama viciosamente la aventura, su pasión es la intriga, pero únicamente en la esfera del espíritu la sabe depurar y gozar, y nada oculta mejor su lúgubre placer de lo caótico, del complot, que su disfraz de fiel y honesto burócrata que lleva toda la vida. […] Hay que mirar profundamente la historia para percibir en la ráfaga de la revolución, en el resplandor legendario de Napoleón, la figura de Fouché, de apariencia humilde y subalterna […] Patroclo cayó como cayeron Héctor y Aquiles, mientras prevaleció Ulises, el astuto. Su talento sobrepuja al genio; su sangre fría perdura sobre toda pasión.

Los héroes están sobrevalorados. De acuerdo a Thomas Carlyle, toda una autoridad en héroes, el curso de la historia debe explicarse no mediante el estudio de las ideas, sino la consideración de grandes personajes, entes únicos y extraordinarios, poseedores de todo el valor, todo el carisma, todo lo que fuese necesario para cambiar el rumbo de las cosas en el curso de una campaña gloriosa —cualidades inimaginables para el resto de nosotros. El héroe en Carlyle siempre es sincero: es la persona que logra asir una idea, encarnarse en ella, y convencer a los demás mediante su fulgor y dignidad de que es alguien merecedor de ser seguido. La teoría de Carlyle es eminentemente decimonónica, claro, pero la verdad es que sigue influenciando el modo en que enseñamos (y nos enseñan) a pensar sobre la historia. Cuando yo iba en la primaria, ante cada evento histórico nos daban una escueta lista de “antecedentes” y luego una lista de nombres, pero la relación nunca quedaba muy clara. ¿Qué diablos tiene que ver “el descontento campesino” con Francisco I. Madero, cuando uno lo piensa en serio? Pareciera que esos grandes personajes se conjuran de la nada, llegan al mundo enteros, adultos, listos para la acción, no tienen mayor conexión con lo que existía antes del momento decisivo de sus vidas. Pero no: la verdad, como siempre, es más conflictiva. La teoría de Carlyle sigue presente en nuestro modo de pensar sobre la historia, en parte, porque resulta cómoda para el instructor: permite reducir el flujo histórico a una lista de nombres y fechas porque, al final, si los personajes que cambian la historia son tan especiales, no hace falta explicar a profundidad las condiciones en que surgieron. Pero los héroes ni se dan en el vacío cultural ni son los únicos que pueden cambiar el curso de la historia. Y ni siquiera estoy hablando de los villanos. Hablo de los pobres diablos con suerte y determinación.

Joseph Fouché [1] fue uno de esos pobres diablos: quizá el mayor que haya existido. Como acabo de mencionar, no surgió de un vacío —si fue capaz de hacer lo que hizo fue en gran parte debido al debilitamiento de la aristocracia francesa y al movimiento iluminado y constitucionalista de los jacobinos, puesto que éste permitió que el ciudadano de a pie (Fouché era descendiente de mercantes y marineros) tuviera una fuerza política sin precedente, sobre todo tras la Revolución. Pero Fouché no era jacobino, no se confundan. Tampoco era del bando realista. No era ni autoritario ni liberal, pero jamás se le podría describir como centrista. Joseph Fouché no era nada, y precisamente a partir de esa condición depuró la habilidad de serlo todo. Los héroes —Danton, Desmoulins, Robespierre, Napoleón—, esas personas sinceras, belicosas, cuyos nombres han quedado inscritos por siempre en el imaginario colectivo como sinónimo de la voz idealista guiando hacia la batalla, y que uno más o menos admira incluso cuando no está de acuerdo con su causa, ascendieron y cayeron ante los ojos de Fouché. De hecho, algunos de ellos cayeron por un empujón suyo. A través del periodo más turbulento y enrarecido de la historia francesa, quizá de la historia moderna en general, Fouché fue la única constante, la roca estable a partir de la cual el panorama político se configuraba. Convenenciero, charlatán, embustero… indispensable. Un hombre al que todos odiaban, pero del que nadie se podía deshacer, porque era demasiado útil. Porque lo sabía todo. Un político perfecto.

Siempre culparon los artistas al destierro como aparente obstáculo del ascenso, como inútil intervalo, como interrupción cruel. Pero el ritmo de la naturaleza quiere estas censuras forzadas. Pues sólo quien sabe de sus honduras conoce íntegra la vida. El impulso de reacción es lo que comunica al hombre toda la fuerza de su pujanza.

Pero bueno, ¿y el libro qué? [2] Tal vez ya hayan reconocido el nombre del autor, Stefan Zweig. Sus libros (no todos) son editados en español hoy en día por Acantilado, lo cual garantiza que están casi en todas las librerías comerciales, pero también que no mucha gente los va a comprar, debido al precio. En el último año su fama ha tenido un cierto renacimiento, tras ser gran parte de la inspiración de la cinta The Grand Budapest Hotel. Sin embargo, permanece en nuestras conciencias (si es que lo está) como un autor periférico, un clásico menor. Pero les recomiendo que visiten las librerías de viejo en Donceles, pues ellas cuentan otra historia. Es uno de esos autores que hace un par de generaciones eran verdaderas estrellas, prolíficas sensaciones editoriales de las cuales hoy sólo recordamos uno o dos libros, si bien les va. Creo que parte de la razón es que Zweig no apela, en absoluto, a la imaginación sensacionalista de hoy en día. No escribe terror, no escribe fantasía, no realiza experimentos formales a la posmoderna [3] y, por si fuera poco, no es posible notar en él tendencia izquierdista alguna. Es un creador de escritura delicada y corte clásico, de visión aristocrática y elegante, nacido con dinero, coleccionista de manuscritos carísimos, eminentemente orgulloso de pertenecer a la alta cultura europea. Sus críticos le acusan de ser falso, de ser pasivo, de nunca cuestionar a la autoridad. Zweig cometió suicidio en 1942, descorazonado por el avance nazi, convencido de que el mundo, o al menos su mundo, había llegado al fin. Hasta en eso, dicen sus críticos, fue un escapista pasivo, incluso un cobarde.

El caso es que, cuando Zweig cuenta la historia de Joseph Fouché, no lo hace para demostrarnos la corrupción de ningún sistema [4] o para desenmascarar a un villano: sólo lo hace porque le resulta interesante. Pero allí está el gran triunfo del libro. A Zweig, un hombre vienés con dinero, le interesa poco tomar partido en las sucias luchas intestinas de la historia; prefiere, llanamente, relatar sus pasajes atractivos para satisfacer la imaginación. Por consiguiente, Fouché, a pesar de que a todas luces fue un bellaco, queda retratado en este libro con una neutralidad que resulta deliciosa. No es que Zweig no lo analice psicológicamente —lo hace, y bien—, sino que su análisis mezcla el repudio con la fascinación, y por lo tanto no resulta doctrinario ni moralino. Si hubiera sido cualquiera de las dos cosas, no tendría relevancia alguna para nosotros. Fouché, siendo algo así como un burócrata con suerte, alimaña de personalidad discreta, ha quedado relegado de los libros de historia, y por lo tanto a nadie le interesa escuchar condenaciones de sus enemigos ni halagos de sus partidarios (si los hubiera tenido). Lo único que pudiera llegar a interesarnos en Fouché es su lado humano, su voluntad, sus motivaciones, su maldad, y el modo paradójico en que dicha maldad le llevó, en varias ocasiones, a mejorar o incluso salvar Francia. Zweig tenía razón: más allá del partido que se tome, es una historia de lo más interesante.

Y también hay que dejar las cosas claras respecto a otra cosa: a pesar de lo que digan los críticos, Zweig escribe bien. Su estilo es clásico, amanerado, falto de riesgos, quizá un tanto monótono para algunos, pero siempre es correcto, claro, bello, y posee algo del fino humor del noble a quien las cosas de plebeyos simplemente le hacen reír. Es preciso hablar de estilo porque esta es una biografía escrita a manera de cuento, casi de novela picaresca. A menudo Zweig omite las fechas, los datos duros de la narrativa histórica, en favor de la anécdota bien narrada y de la observación psicológica aguda. Por ende este es un libro más bien corto, y que se lee rápido, con prisa, no dejando exento al lector de un interés morboso en lo que va a pasar después, en cómo este insignificante, feo y vil hombrecillo de Nantes le va a poner el pie a los grandes de la historia otra vez. Por efecto del relato impecable de Zweig, Fouché queda transfigurado en el perfecto antihéroe. Sabemos que está mal amarlo, pero le tomamos un cariño irrefrenable. ¿La bondad? ¿La maldad? ¿Las ideas por las que uno se desgarra las vestiduras? Olvidemos todo por un momento. A veces la historia humana se compone de héroes; a veces se compone, también, de tipos que sencillamente estaban allí.

Únicamente un humo delgado y pálido de recuerdo se levanta fugazmente de su nombre extinguido y se deshace, casi sin dejar rastro, en el cielo apacible del tiempo.

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[1] Carlyle menciona a Fouché en su historia de la Revolución Francesa (link abajo), pero sólo como reaccionario jacobino, como inquisidor y verdugo de los realistas en la ciudad de Lyon. Como Zweig aclara en el libro, tal papel era tan sólo el disfraz que Fouché había elegido para ganar fama en ese momento, no un reflejo de sus creencias verdaderas —si es que tenía alguna.

[2] Nota: el libro también se consigue bajo el título de Fouché: el genio tenebroso, aunque los que sepan alemán ya habrán notado por el título original citado al principio de la reseña que la otra traducción es mucho más adecuada.

[3] No digo “sensacionalista” en son de guerra ni en tono despectivo. Es sencillamente una verdad que literatura de ese corte quiere provocar una reacción de shock o asombro en el lector, una “sensación” de otredad y desconexión con lo real, lo de este mundo.

[4] Antes de que condenen y descarten a Zweig por blando y derechista, quizá quieran releer con atención a Charles Dickens a la luz de lo dicho por George Orwell en este ensayo. No siempre se necesita cuestionar todo para ser un gran escritor.


Para completar:
-Fouché, Joseph. Memorias (Zweig menciona que la autenticidad de estas Memorias es dudosa, pero la contraportada de la edición que venden en El Sótano jura lo contrario. Ya ustedes sabrán).
-Ludwig, Emil. Napoleón.
-Hobsbawm, Eric. La era de la revolución: 1789-1848.

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