-Stefan Zweig [Austria]
-Primera edición: 1929
-Biografía
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Este seco personaje de
escritorio ama viciosamente la aventura, su pasión es la intriga, pero
únicamente en la esfera del espíritu la sabe depurar y gozar, y nada oculta
mejor su lúgubre placer de lo caótico, del complot, que su disfraz de fiel y
honesto burócrata que lleva toda la vida. […] Hay que mirar profundamente la
historia para percibir en la ráfaga de la revolución, en el resplandor
legendario de Napoleón, la figura de Fouché, de apariencia humilde y subalterna
[…] Patroclo cayó como cayeron Héctor y Aquiles, mientras prevaleció Ulises, el
astuto. Su talento sobrepuja al genio; su sangre fría perdura sobre toda pasión.
Los héroes están sobrevalorados. De acuerdo a Thomas
Carlyle, toda una autoridad en héroes, el curso de la historia debe explicarse no mediante el estudio de las
ideas, sino la consideración de grandes personajes, entes únicos y
extraordinarios, poseedores de todo el valor, todo el carisma, todo lo que
fuese necesario para cambiar el rumbo de las cosas en el curso de una campaña
gloriosa —cualidades inimaginables para el resto de nosotros. El héroe en
Carlyle siempre es sincero: es la persona que logra asir una idea, encarnarse en ella, y convencer a los
demás mediante su fulgor y dignidad de que es alguien merecedor de ser seguido. La teoría
de Carlyle es eminentemente decimonónica, claro, pero la verdad es que sigue
influenciando el modo en que enseñamos (y nos enseñan) a pensar sobre la
historia. Cuando yo iba en la primaria, ante cada evento histórico nos daban
una escueta lista de “antecedentes” y luego una lista de nombres, pero la relación
nunca quedaba muy clara. ¿Qué diablos tiene que ver “el descontento campesino”
con Francisco I. Madero, cuando uno lo piensa en serio? Pareciera que esos grandes
personajes se conjuran de la nada, llegan al mundo enteros, adultos, listos
para la acción, no tienen mayor conexión con lo que existía antes del momento
decisivo de sus vidas. Pero no: la verdad, como siempre, es más conflictiva. La
teoría de Carlyle sigue presente en nuestro modo de pensar sobre la historia,
en parte, porque resulta cómoda para el instructor: permite reducir el flujo
histórico a una lista de nombres y fechas porque, al final, si los personajes
que cambian la historia son tan especiales, no hace falta explicar a
profundidad las condiciones en que surgieron. Pero los héroes ni se dan en el
vacío cultural ni son los únicos que pueden cambiar el curso de la historia. Y
ni siquiera estoy hablando de los villanos. Hablo de los pobres diablos con
suerte y determinación.
Joseph Fouché [1] fue uno de esos pobres diablos:
quizá el mayor que haya existido. Como acabo de mencionar, no surgió de un
vacío —si fue capaz de hacer lo que hizo fue en gran parte debido al debilitamiento
de la aristocracia francesa y al movimiento iluminado y constitucionalista de
los jacobinos, puesto que éste permitió que el ciudadano de a pie (Fouché era descendiente
de mercantes y marineros) tuviera una fuerza política sin precedente, sobre
todo tras la Revolución. Pero Fouché no era jacobino, no se confundan. Tampoco
era del bando realista. No era ni autoritario ni liberal, pero jamás se le
podría describir como centrista. Joseph Fouché no era nada, y precisamente a
partir de esa condición depuró la habilidad de serlo todo. Los héroes —Danton,
Desmoulins, Robespierre, Napoleón—, esas personas sinceras, belicosas, cuyos
nombres han quedado inscritos por siempre en el imaginario colectivo como
sinónimo de la voz idealista guiando hacia la batalla, y que uno más o menos
admira incluso cuando no está de acuerdo con su causa, ascendieron y cayeron
ante los ojos de Fouché. De hecho, algunos de ellos cayeron por un empujón
suyo. A través del periodo más turbulento y enrarecido de la historia francesa,
quizá de la historia moderna en general, Fouché fue la única constante, la roca
estable a partir de la cual el panorama político se configuraba. Convenenciero,
charlatán, embustero… indispensable. Un hombre al que
todos odiaban, pero del que nadie se podía deshacer, porque era demasiado útil.
Porque lo sabía todo. Un político perfecto.
Siempre culparon los
artistas al destierro como aparente obstáculo del ascenso, como inútil
intervalo, como interrupción cruel. Pero el ritmo de la naturaleza quiere estas
censuras forzadas. Pues sólo quien sabe de sus honduras conoce íntegra la vida.
El impulso de reacción es lo que comunica al hombre toda la fuerza de su
pujanza.
Pero bueno, ¿y el libro qué? [2] Tal vez ya hayan
reconocido el nombre del autor, Stefan Zweig. Sus libros (no todos) son
editados en español hoy en día por Acantilado, lo cual garantiza que están casi
en todas las librerías comerciales, pero también que no mucha gente los va a
comprar, debido al precio. En el último año su fama ha tenido un cierto
renacimiento, tras ser gran parte de la inspiración de la cinta The Grand Budapest Hotel. Sin embargo,
permanece en nuestras conciencias (si es que lo está) como un autor periférico,
un clásico menor. Pero les recomiendo que visiten las librerías de viejo en
Donceles, pues ellas cuentan otra historia. Es uno de esos autores que hace un
par de generaciones eran verdaderas estrellas, prolíficas sensaciones
editoriales de las cuales hoy sólo recordamos uno o dos libros, si bien les va.
Creo que parte de la razón es que Zweig no apela, en absoluto, a la imaginación
sensacionalista de hoy en día. No escribe terror, no escribe fantasía, no
realiza experimentos formales a la
posmoderna [3] y, por si fuera poco, no es posible notar en él tendencia
izquierdista alguna. Es un creador de escritura delicada y corte clásico, de
visión aristocrática y elegante, nacido con dinero, coleccionista de
manuscritos carísimos, eminentemente orgulloso de pertenecer a la alta cultura
europea. Sus críticos le acusan de ser falso, de ser pasivo, de nunca
cuestionar a la autoridad. Zweig cometió suicidio en 1942, descorazonado por el
avance nazi, convencido de que el mundo, o al menos su mundo, había llegado al fin. Hasta en eso, dicen sus críticos,
fue un escapista pasivo, incluso un cobarde.
El caso es que, cuando Zweig cuenta la historia de
Joseph Fouché, no lo hace para demostrarnos la corrupción de ningún sistema [4]
o para desenmascarar a un villano: sólo lo hace porque le resulta interesante. Pero
allí está el gran triunfo del libro. A Zweig, un hombre vienés con dinero, le
interesa poco tomar partido en las sucias luchas intestinas de la historia;
prefiere, llanamente, relatar sus pasajes atractivos para satisfacer la
imaginación. Por consiguiente, Fouché, a pesar de que a todas luces fue un
bellaco, queda retratado en este libro con una neutralidad que resulta
deliciosa. No es que Zweig no lo analice psicológicamente —lo hace, y bien—,
sino que su análisis mezcla el repudio con la fascinación, y por lo tanto no
resulta doctrinario ni moralino. Si hubiera sido cualquiera de las dos cosas,
no tendría relevancia alguna para nosotros. Fouché, siendo algo así como un
burócrata con suerte, alimaña de personalidad discreta, ha quedado relegado de los
libros de historia, y por lo tanto a nadie le interesa escuchar condenaciones
de sus enemigos ni halagos de sus partidarios (si los hubiera tenido). Lo único
que pudiera llegar a interesarnos en Fouché es su lado humano, su voluntad, sus
motivaciones, su maldad, y el modo paradójico en que dicha maldad le llevó, en
varias ocasiones, a mejorar o incluso salvar Francia. Zweig tenía razón: más
allá del partido que se tome, es una historia de lo más interesante.
Y también hay que dejar las cosas claras respecto a
otra cosa: a pesar de lo que digan los críticos, Zweig escribe bien.
Su estilo es clásico, amanerado, falto de riesgos, quizá un tanto monótono para
algunos, pero siempre es correcto, claro, bello, y posee algo del fino humor
del noble a quien las cosas de plebeyos simplemente le hacen reír. Es preciso
hablar de estilo porque esta es una biografía escrita a manera de cuento, casi
de novela picaresca. A menudo Zweig omite las fechas, los datos duros de la
narrativa histórica, en favor de la anécdota bien narrada y de la observación
psicológica aguda. Por ende este es un libro más bien corto, y que se lee
rápido, con prisa, no dejando exento al lector de un interés morboso en lo que
va a pasar después, en cómo este insignificante, feo y vil hombrecillo de
Nantes le va a poner el pie a los grandes de la historia otra vez. Por efecto
del relato impecable de Zweig, Fouché queda transfigurado en el perfecto antihéroe.
Sabemos que está mal amarlo, pero le tomamos un cariño irrefrenable. ¿La
bondad? ¿La maldad? ¿Las ideas por las que uno se desgarra las vestiduras?
Olvidemos todo por un momento. A veces la historia humana se compone de héroes;
a veces se compone, también, de tipos que sencillamente estaban allí.
Únicamente un humo
delgado y pálido de recuerdo se levanta fugazmente de su nombre extinguido y se
deshace, casi sin dejar rastro, en el cielo apacible del tiempo.
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[1] Carlyle menciona a Fouché en su historia de la
Revolución Francesa (link abajo), pero sólo como reaccionario jacobino, como inquisidor y
verdugo de los realistas en la ciudad de Lyon. Como Zweig aclara en el libro,
tal papel era tan sólo el disfraz que Fouché había elegido para ganar fama en
ese momento, no un reflejo de sus creencias verdaderas —si es que tenía alguna.
[2] Nota: el libro también se consigue bajo el título de Fouché: el genio tenebroso, aunque los que sepan alemán ya habrán notado por el título original citado al principio de la reseña que la otra traducción es mucho más adecuada.
[3] No digo “sensacionalista” en son de guerra ni en tono despectivo. Es sencillamente una verdad que literatura de ese corte quiere provocar una reacción de shock o asombro en el lector, una “sensación” de otredad y desconexión con lo real, lo de este mundo.
[4] Antes de que condenen y descarten a Zweig por blando y derechista, quizá quieran releer con atención a Charles Dickens a la luz de lo dicho por George Orwell en este ensayo. No siempre se necesita cuestionar todo para ser un gran escritor.
Para completar:
-Fouché, Joseph. Memorias (Zweig menciona que la
autenticidad de estas Memorias es
dudosa, pero la contraportada de la edición que venden en El Sótano jura lo contrario.
Ya ustedes sabrán).
-Ludwig, Emil. Napoleón.
-Hobsbawm, Eric. La era de la revolución: 1789-1848.
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