domingo, 20 de marzo de 2016

Escritor del mes: Umberto Eco

Llevamos un mes viviendo en un mundo sin Umberto Eco y, contra todo pronóstico, me atrevo a decir que estamos bien. El mundo ha seguido su funesta procesión; no se detuvo por la muerte de este titán, si acaso, sólo le brindó unos breves segundos de atención extra –lo cual es  un favor bastante grande–. Tal vez sea mi vena académica la que habla en estos momentos, pero aun cuando no se desató el apocalipsis, creo que será difícil recuperarnos de una pérdida tan grande. Estamos bien porque nadie brincó de un puente, ni se detuvieron todos los relojes (como lo hubiera querido Auden), pero aún me cuesta trabajo creer que no tendremos más obras de su autoría, más observaciones culturales lanzadas por el genio de este hombre. Claro, hay muchas personas trabajando en estos momentos con las diferentes ramas de la cultura, analizando, experimentando, incluso legitimando cosas que parecen vacuas, pero pocos tienen la sensibilidad que tuvo Umberto Eco, pocos su carisma y casi ninguno su curiosidad. Porque si algo le tenemos que reconocer a este erudito italiano, hijo de Giulio Eco y Giovanna Bisio, es una curiosidad insaciable que ayudó a iluminar la manera en que vemos el mundo.

Tras haber pasado días navegando en internet por las distintas notas que dieron la noticia de su muerte, no me sorprendería encontrar a un par de desdichados que crean que se estoy armando mucho alboroto por la muerte de un escritor de best-sellers. Tanto en notas nacionales como extranjeras me encontré con comentarios de una barbaridad poco concebible: que el señor no era nadie; que sólo era un autor con dinero que creía poder decir cosas pero no sabía nada; que una lástima porque tenía un libro muy bueno. Debido a la segmentación social que se da en las redes sociales, donde unos cuantos le damos “me gusta” a las mismas páginas y otros millones no, me es difícil decir que hay una mayoría que no sabe la importancia que tuvo Eco para nuestra comprensión del mundo. Sé que la gente que lee esto, o que está en mis círculos, resintió mucho su partida, pero saliendo de mi zona de confort y entrando a una nota de BBC Mundo, me encontré con una cantidad alarmante de personas que lo ven como “un viejo que no sabe nada”. Quiero creer que sólo es una parte poco privilegiada de la población la que no está enterada de que existe algo más además de El nombre de la rosa, que no sabe todos los misterios que este hombre dedicó a develar a lo largo de su vida, todas las búsquedas que inició y todos los sorprendentes obsequios que nos entregó tras años de extenuante investigación. 

Cada cultura absorbe elementos de las culturas cercanas y lejanas, pero luego se caracteriza por la forma en que incorpora esos elementos.

Los datos generales los encontramos fácilmente en internet. Nació en Alessandria, Italia, en 1932. Tuvo mucho contacto con la cultura francesa. Recibió una educación católica. Era un niño cuando el fascismo invadió Italia. Se refugió en el campo durante los bombardeos, pero aun así presenció tiroteos. Tocaba la trompeta. Le gustaban mucho los comics, tanto que llegó a dibujar algunos que nunca terminó. Su abuela materna lo sumergió en el mundo de la literatura. Se fue separando de sus inclinaciones católicas poco después de entrar a la universidad, pero quedó su pasión por la iconografía religiosa, la cual cristalizaría en estudios del medievo y su filosofía. Se doctoró en filosofía y letras en la Universidad de Turín en 1954, con un trabajo que publicó dos años más tarde bajo el título El problema estético en Santo Tomás de Aquino (1956). Comenzó a trabajar en la televisión italiana casi inmediatamente después de titularse, y esto atrajo mucho su atención hacia la comunicación. Trabajó como profesor en las universidades de Turín y de Florencia antes de ejercer durante dos años en la de Milán. Se convirtió en profesor de comunicación visual en Florencia en 1966. Sus padres no esperaban que se convirtiera en académico, pero no estaban decepcionados de su hijo y sus obras publicadas. Su afán por encontrar sentido en la comunicación y escrutar todos sus secretos lo llevaron en 1971 a dar cátedra de Semiótica en la Universidad de Bolonia. Escrutando un poco más, también encuentran que no creía en Dios, pero creía en la religión y su poder sobre lo humano; que reescribía por lo menos doce veces cada página que escribía; que fumaba casi sesenta cigarros al día; que le gustaba CSI, ER y Columbo; que su biblioteca personal asciende a cincuenta mil libros…

No pretendo recolectar todas sus hazañas en esta semblanza, en primera porque no tengo el espacio y en segunda porque no tengo el tiempo. Semejante proyecto iniciaría hoy y se concluiría en ocho años, sobre todo si consideramos que su obra se extiende a más de sesenta títulos, sin contar novelas. Además, buscar su influencia directa en obras secundarias, en decisiones editoriales y en críticas académicas requeriría otros ocho años de trabajo. Para algo así, pueden consultar Umberto Eco (1981) de Teresa Lauretis. Lo que sí puedo hacer es compartirles mi experiencia personal como una persona que está en deuda con Eco, que ha leído sus obras en espera de encontrar respuestas y que ha salido con preguntas más sólidas, con incertidumbres más sustanciosas (y a veces, también, con dichas respuestas). La pretensión, como siempre, es que se acerquen a este escritor con libertad y no se sientan intimidados por su extenso trabajo ni lo erudito de su obra. Alguna vez, un crítico dijo que Eco disfrutaba de humillar a sus lectores, que los atacaba con una cantidad inaudita de datos históricos y filosóficos para lucirse y que el lector terminaba admirándolo por su pirotecnia. A esto, Eco respondió que no trabajó tanto en su vida sólo para apilar conocimiento ante sus lectores y exhibirse, sino que su conocimiento construye sus novelas y depende del lector detectar lo que pueda. [1]  Resulta difícil no creerle, pues buena parte de su trabajo semiótico se sostiene en el importantísimo papel que juega el lector, y en lo importante de sus propios conocimientos aplicados al signo. Más de una vez se dijo felizmente sorprendido por las interpretaciones que tiene su obra, mismas que él no detectó. Hablamos de una persona con un sentido del humor maravilloso, dispuesta dialogar con aquellos que lo leen, y de quien se puede aprender mucho con la disposición adecuada. No siempre tuvo la razón, pero siempre estuvo dispuesto a regresar sobre sus pasos para corregirse a sí mismo y mantener su producción vigente.

El primer libro de Umberto Eco que tuve en mis manos fue Apocalípticos e integrados (1965). Tenía en ese momento dieciséis años y no sabía qué pensar de un libro con Superman en la portada. Debía leer el ensayo titulado “Estructura del mal gusto” para mi clase de Estética, pues estaríamos hablando sobre lo Kitsch en esa semana. Lo memorable del asunto es que es la única lectura que sí terminé para esa clase. Siempre le he tenido la mayor renuencia a cualquier cosa que huela a filosofía, y no es raro que evitara las lecturas de su tipo, pero el ensayo de Eco lo inicié y terminé sin ningún problema, y su lectura resultó extrañamente gratificante. Ha pasado el tiempo y sólo he leído un par de ensayos más, pero creo que después de todo he descubierto que lo que más me gusta del libro es que no me hace sentir tonta o ingenua, sino que logra hacerme observar que soy parte un momento histórico y cultural importante: el auge de la cultura de masas. Los apocalípticos son aquellos que ven en esta cultura la caída irrecuperable de la civilización y la nombran “anticultura”; por su parte, los integrados ven con optimismo esta nueva clase de producción. Con lo mucho que disfrutaba de todo, Eco es un integrado que se resiste a creer que la cultura ha fallado, y se sumerge en delicados debates para definir el concepto de “cultura de masas”, sus quienes, cómos y porqués. El propósito general de esos ensayos es utilizar elementos de la cultura Alta para analizar la cultura Baja. No es raro que causara controversia desde su publicación, pues nos encontramos con un texto que considera que Platón y Elvis son igualmente dignos y pertenecen de igual modo a la historia. Pero creo que más allá de las controversias, este libro transmite la pasión que tenía Eco por ir más allá de la superficie, por entender el delicado mecanismo que hace funcionar todos los segmentos culturales que nos rodean. El hombre quería explicaciones, y no dudaba ni un momento en buscarlas.

Los temas de Apocalípticos e integrados resultan especialmente atractivos para públicos especializados, pero no es por ello un libro excluyente. La grandiosidad de Eco consiste justamente en eso, en hacernos parte de su percepción del mundo y, a la vez, hacernos parte del mundo mismo. Creo que la mejor manera en la que se puede explicar eso es repasando su trabajo semiótico. Su interés por entender como una obra de arte se comunica con nosotros lo fascinó desde siempre, así como nuestra capacidad humana para producir lenguaje. Uniendo estas dos atracciones, Eco volteo hacia la semiótica buscando una forma de unificar los diferentes niveles de la cultura, pero a su paso fue creando un camino mucho más sólido para este campo de estudio. Yo  no me volví a cruzar con él hasta que entré a la universidad y comenzamos a estudiar estructuralismo y semiótica. Todo sonaba muy bien en el temario… hasta que todo dejó de tener sentido. Comenzaba a desesperarme terriblemente con Peirce cuando Eco llegó a mi rescate con su Tratado de semiótica general (1975) y con Decir casi lo mismo (2008). Puede parecer extraño que ponga estos dos títulos juntos, pues el primero se encarga de semiótica y el segundo sobre la ardua tarea de la traducción, pero tienen mucho que ver entre sí. A decir verdad, era tanto mi desconcierto que el primero apenas lo comprendí (francamente, apenas y lo abrí). Era claro que sus ideas tomaban mucho de las de Saussure: que el signo adquiere su significado en determinado contexto bajo determinados factores, pero sus ejemplos no me servían. El hombre intentaba convencerme de que hay semiótica en el clima, en las nubes, en todo lo que me rodea. Esta visión del mundo no me parecía razonable. En ese momento me encontraba redactando un trabajo sobre la última adaptación de El gran Gatsby a la pantalla grande. Odié profundamente el trabajo de Luhrmann, pero no sabía explicarme por qué. En Decir casi lo mismo, Eco no sólo se ocupa da relatar sus andanzas en el paso de un idioma a otro, sino que también se enfoca mucho en los pasos que rigen una adaptación de un campo semiótico al otro; en este caso, de lo literario a lo cinematográfico. Fue hasta que se centró en algo que sí conozco, como lo es la literatura y sus recursos, que pude conectar con lo que trataba de explicarme en su Introducción al Tratado…. Sus observaciones resultan especialmente importantes para alguien que dedica sus días a desmenuzar libros. Lo minucioso de su repaso me volvió consciente de que mi lectura es ya un acto de traducción, y que en dicho acto una cierta cantidad de significados puede perderse o revelarse dependiendo de mi propia capacidad. Observar el mundo en general se volvió un trabajo mucho más gratificante, mucho más paranoico. Supongo que el ser consciente de ser un traductor constante de su realidad fue lo que le inclinó a escribir tanto.

Quizás toda la teoría pueda deshumanizar un poco al hombre que la escribió, pero no es el caso. Como ya dije más de una vez, leer a Eco te hace muy consciente de que eres parte de algo, de toda una historia o tradición, y que hay muchas cosas que aprender del más simple de los objetos cotidianos. Pero esta consciencia va más allá de lo que significa cierto signo en cierto texto literario o narrativo, y se implementa a momentos reales de nuestro paso por el mundo. Así, encontramos títulos como La historia de la belleza (2005), La historia de la fealdad (2007), El vértigo de las listas (2009) y Nadie acabará con los libros (2010), todos ellos ocupados de repasar momentos históricos, creencias y tradiciones que marcaron nuestro rumbo actual. Terminé descubriendo que Eco compartía conmigo un gusto inusitado por lo que podríamos llamar el pasado fantástico. En más de una ocasión declaró que le interesaba mucho la historia, pues era la única forma en la que se podía aprender de la vida. Sin embargo, lo que más le interesaba era un tipo de historia falsa, o imaginaria, que había tenido impacto en la historia real. ¿Un ejemplo? Las Antípodas, las tierras de la Biblia o la carta del preste Juan, todas historias “documentadas” que inspiraron cientos de viajes y descubrimientos. Le interesaban los lugares extraños y fantasiosos en los que creían los hombres por boca de viajeros y exploradores, y llevó su devoción a la ficción con obras como Baudolino (2000), pero también a la documentación histórica como Historia de las tierras y los lugares legendarios (2013). Este último título lo adquirí hace un año, y comencé a leerlo con voracidad.

Con desarrollos tan sofisticados como Google Maps y otras aplicaciones de localización, el mundo ha perdido mucho de su capacidad de sorprendernos. Aún le falta mucho a la exploración espacial para comenzar a darnos respuestas concretas y, aquí en la tierra, son pocas las culturas y las especies de las que no tenemos información –quizá por eso nos obsesiona tanto Corea del Norte y las criaturas del abismo, pues son de los últimos rincones que permanecen desconocidos–. Pareciera que Eco era consciente de esto, pues en Historia de las tierras… se ocupa minuciosamente por rescatar aquello que alguna vez nos sorprendió. No sólo nos brinda anécdotas y fechas, sino que tiene el tino de citar párrafos y páginas completas de textos a los que muy pocos tendríamos acceso. En el libro podemos leer un extracto de la carta del preste Juan, la descripción de la estatua de Zeus en Olimpia hecha por Pausaias en el siglo II d.C., o la visión de la tierra según Macrobio. Todos ellos, documentos que en algún momento fueron tomados como verídicos y confiables, que promovieron visiones, batallas, conquistas y miedos irracionales. Detrás de cada segmento podemos encontrar una explicación política o religiosa que explica la validez de esos puntos de vista, pero en más de una ocasión la justificación práctica es que el hombre no conocía lo que lo rodeaba… y que tenía mucho miedo. Cuesta trabajo creer lo enorme que es la Tierra, y lo lejos que estamos los unos de los otros, tanto en el tiempo como en el espacio. Pasaron siglos antes de que perdiéramos el miedo, antes de que se recabara información sobre cada punto del planeta y se compartiera con los demás. Paulatinamente desaparecieron los esciápodos, quedaron atrás los escitas antropófagos y los perros gigantes, y con ellos nuestros miedos a los monstruos (claro, quedan otros monstruos a los cuales temer, pero les llamamos políticos) y nuestra capacidad para sorprendernos e ilusionarnos.

Finalmente, y porque al parecer todo el mundo lo ha hecho, leí El nombre de la rosa (1980) hace unos cuantos meses. En este momento no hablaré del libro, pues será la reseña de la siguiente semana, pero aclaremos algo: El nombre de la rosa no es la obra de un escritor joven que siente cierta fascinación con lo medieval y policíaco. Muy por el contrario, es una obra que, en teoría, se redactó en dos años, pero que en práctica tomó treinta años de estudios. Es el resumen del trabajo teórico e histórico de toda una vida, combinado perfectamente con el género policíaco. No es un libro que pueda despreciarse, ni siquiera ser tachado como fácil; en realidad es un bloque de texto dispuesto a golpearte en la cara a la menor oportunidad. Es una gran pieza de la literatura, y no le quita nada el que sea un best-seller.  Fue este título el que llevó a Eco a la fama a sus cuarenta y ocho años, el que lo volvió un autor de clase mundial y lo hizo indispensable para muchos lectores. Es cierto, resiento profundamente que sólo se le conozca por este trabajo, pero también sé aceptar que con el buen Guillermo de Baskerville se abrieron muchas puertas. El mismo Eco reconoce que su trabajo académico no lo hubiese llevado a ningún bastión de popularidad más allá del ámbito universitario, mucho menos lo habría hecho trascender. En sus palabras, “…el trabajo de un académico sobrevive con gran dificultad porque las teorías cambian. Aristóteles sobrevivió, pero incontables académicos de hace apenas un siglo no han sido publicados de nuevo. Mientras que muchas novelas se vuelven a publicar constantemente. Así que, técnicamente hablando, hay más posibilidades de sobrevivir como escritor que como académico, y tomo en consideración esta evidencia independientemente de mis deseos”. Así pues, nada tiene de malo leer y amar este libro, pues en teoría le debemos mucho. Tras su publicación el nombre de Eco se hizo más familiar, e incluso hizo voltear a muchos hacia la literatura italiana, un campo donde se cultiva y recoge poco desde hace ya siglos (al menos en comparación con la fértil siembra de escritores en lengua inglesa y francesa).

Es grande mi deuda al hablarles de Eco, pues aún hay muchas cosas que ignoro sobre su obra. Si preferí compartirles las lecturas que he hecho y estudiado, en lugar de ponerme a citar lo que otros dijeron de él, es porque lo considero más honesto. No importa si se acercan a su obra académica o a su obra ficcional, porque él mismo declaró que la segunda es una continuación de la primera. Un tema que se negaba a funcionar como un ensayo terminaba siendo una novela larguísima, pero de provecho. Lo mejor que podemos hacer para honrar a Eco no es sólo leerlo y aplaudirle, sino aprender de aquella curiosidad que lo inspiro tanto y lo volvió tan valioso. Lo elemental para no resentir su pérdida es seguir produciendo maneras de significar nuestro mundo, de interpretarlo y apreciarlo. Para Eco, un verdadero intelectual no es aquel que ha repetido durante treinta años la misma cátedra sobre Heidegger, sino alguien que constantemente produce nuevos conocimientos, que tiene creatividad crítica aún en momentos tan comunes como ir bajando las escaleras o estar pelando papas. No le interesa tampoco que alguien lo sepa todo, pues demasiado conocimiento no lleva a nada: de ahí sus amargas quejas hacia Wikipedia. Muchos, como Lauretis, acusan a Eco de ser un estructuralista frío que no se interesa en las humanidades, sino en la fría estructura técnica que hay detrás de las acciones y que no toma en cuenta a las personas. Quizá sea así si se consideran sólo los primeros diez años de su obra, pero creo que esta satanizada figura del erudito práctico fue reemplazada, gradualmente, por alguien sinceramente interesado en lo que ocurría a su alrededor, y creo también que en esa transformación estuvo una de las grandes ganancias del panorama intelectual de nuestros tiempos.

El libro es una criatura frágil. Sufre el paso del tiempo, el acoso de los roedores y las manos torpes, así que el bibliotecario protege los libros no sólo contra el género humano sino también contra la naturaleza, dedicando su vida a esta guerra contra las fuerzas del olvido.



[1] "Umberto Eco, The Art of Fiction No. 197". Entrevista por Lila Azam Zanganeh para The Paris Review. La traducción es mía. Las citas dentro del cuerpo del texto (no las que aparecen en letra distinta) son de esta entrevista.

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