Llevamos un mes viviendo en un mundo sin Umberto
Eco y, contra todo pronóstico, me atrevo a decir que estamos bien. El
mundo ha seguido su funesta procesión; no se detuvo por la muerte de este
titán, si acaso, sólo le brindó unos breves segundos de atención extra –lo cual
es un favor bastante grande–. Tal vez
sea mi vena académica la que habla en estos momentos, pero aun cuando no se
desató el apocalipsis, creo que será difícil recuperarnos de una pérdida tan grande.
Estamos bien porque nadie brincó de un puente, ni se detuvieron todos los
relojes (como lo hubiera querido Auden), pero aún me cuesta trabajo creer que
no tendremos más obras de su autoría, más observaciones culturales lanzadas por
el genio de este hombre. Claro, hay muchas personas trabajando en estos
momentos con las diferentes ramas de la cultura, analizando, experimentando,
incluso legitimando cosas que parecen vacuas, pero pocos tienen la sensibilidad
que tuvo Umberto Eco, pocos su carisma y casi ninguno su curiosidad. Porque si
algo le tenemos que reconocer a este erudito italiano, hijo de Giulio Eco y
Giovanna Bisio, es una curiosidad insaciable que ayudó a iluminar la manera en
que vemos el mundo.
Tras haber pasado días navegando en internet por
las distintas notas que dieron la noticia de su muerte, no me sorprendería
encontrar a un par de desdichados que crean que se estoy armando mucho alboroto
por la muerte de un escritor de best-sellers.
Tanto en notas nacionales como extranjeras me encontré con comentarios de una
barbaridad poco concebible: que el señor no era nadie; que sólo era un autor
con dinero que creía poder decir cosas pero no sabía nada; que una lástima
porque tenía un libro muy bueno. Debido
a la segmentación social que se da en las redes sociales, donde unos cuantos le
damos “me gusta” a las mismas páginas y otros millones no, me es difícil decir
que hay una mayoría que no sabe la importancia que tuvo Eco para nuestra
comprensión del mundo. Sé que la gente que lee esto, o que está en mis
círculos, resintió mucho su partida, pero saliendo de mi zona de confort y
entrando a una nota de BBC Mundo, me
encontré con una cantidad alarmante de personas que lo ven como “un viejo que
no sabe nada”. Quiero creer que sólo es una parte poco privilegiada de la
población la que no está enterada de que existe algo más además de El nombre de la rosa, que no sabe todos
los misterios que este hombre dedicó a develar a lo largo de su vida, todas las
búsquedas que inició y todos los sorprendentes obsequios que nos entregó tras
años de extenuante investigación.
Cada
cultura absorbe elementos de las culturas cercanas y lejanas, pero luego se
caracteriza por la forma en que incorpora esos elementos.
Los datos generales los encontramos fácilmente en
internet. Nació en Alessandria, Italia, en 1932. Tuvo mucho contacto con la
cultura francesa. Recibió una educación católica. Era un niño cuando el fascismo invadió Italia. Se refugió en el campo durante los bombardeos, pero
aun así presenció tiroteos. Tocaba la trompeta. Le gustaban mucho los comics,
tanto que llegó a dibujar algunos que nunca terminó. Su abuela materna lo sumergió
en el mundo de la literatura. Se fue separando de sus inclinaciones católicas
poco después de entrar a la universidad, pero quedó su pasión por la iconografía religiosa, la cual cristalizaría en estudios del medievo y su filosofía. Se doctoró en filosofía y letras en la
Universidad de Turín en 1954, con un trabajo que publicó dos años más tarde bajo
el título El problema estético en Santo
Tomás de Aquino (1956). Comenzó a trabajar en la televisión italiana casi
inmediatamente después de titularse, y esto atrajo mucho su atención hacia la
comunicación. Trabajó como profesor en las universidades de Turín y de
Florencia antes de ejercer durante dos años en la de Milán. Se convirtió en
profesor de comunicación visual en Florencia en 1966. Sus padres no esperaban
que se convirtiera en académico, pero no estaban decepcionados de su hijo y sus
obras publicadas. Su afán por encontrar sentido en la comunicación y escrutar
todos sus secretos lo llevaron en 1971 a dar cátedra de Semiótica en la
Universidad de Bolonia. Escrutando un poco más, también encuentran que no creía
en Dios, pero creía en la religión y su poder sobre lo humano; que reescribía
por lo menos doce veces cada página que escribía; que fumaba casi sesenta
cigarros al día; que le gustaba CSI, ER y Columbo;
que su biblioteca personal asciende a cincuenta mil libros…
No pretendo recolectar todas sus hazañas en esta
semblanza, en primera porque no tengo el espacio y en segunda porque no tengo
el tiempo. Semejante proyecto iniciaría hoy y se concluiría en ocho años, sobre
todo si consideramos que su obra se extiende a más de sesenta títulos, sin
contar novelas. Además, buscar su influencia directa en obras secundarias,
en decisiones editoriales y en críticas académicas requeriría otros ocho años
de trabajo. Para algo así, pueden consultar Umberto
Eco (1981) de Teresa Lauretis. Lo que sí puedo hacer es compartirles mi
experiencia personal como una persona que está en deuda con Eco, que ha leído
sus obras en espera de encontrar respuestas y que ha salido con preguntas más
sólidas, con incertidumbres más sustanciosas (y a veces, también, con dichas respuestas). La
pretensión, como siempre, es que se acerquen a este escritor con libertad y no
se sientan intimidados por su extenso trabajo ni lo erudito de su obra. Alguna
vez, un crítico dijo que Eco disfrutaba de humillar a sus lectores, que los
atacaba con una cantidad inaudita de datos históricos y filosóficos para
lucirse y que el lector terminaba admirándolo por su pirotecnia. A esto, Eco
respondió que no trabajó tanto en su vida sólo para apilar conocimiento ante
sus lectores y exhibirse, sino que su conocimiento construye sus novelas y
depende del lector detectar lo que pueda. [1]
Resulta difícil no creerle, pues buena
parte de su trabajo semiótico se sostiene en el importantísimo papel que juega
el lector, y en lo importante de sus propios conocimientos aplicados al signo.
Más de una vez se dijo felizmente sorprendido por las interpretaciones que
tiene su obra, mismas que él no detectó. Hablamos de una persona con un sentido
del humor maravilloso, dispuesta dialogar con aquellos que lo leen, y de quien
se puede aprender mucho con la disposición adecuada. No siempre tuvo la razón,
pero siempre estuvo dispuesto a regresar sobre sus pasos para corregirse a sí
mismo y mantener su producción vigente.
El primer libro de Umberto Eco que tuve en mis
manos fue Apocalípticos e integrados
(1965). Tenía en ese momento dieciséis años y no sabía qué pensar de un libro
con Superman en la portada. Debía leer el ensayo titulado “Estructura del mal
gusto” para mi clase de Estética, pues estaríamos hablando sobre lo Kitsch en
esa semana. Lo memorable del asunto es que es la única lectura que sí terminé
para esa clase. Siempre le he tenido la mayor renuencia a cualquier cosa que
huela a filosofía, y no es raro que evitara las lecturas de su tipo, pero el
ensayo de Eco lo inicié y terminé sin ningún problema, y su lectura resultó
extrañamente gratificante. Ha pasado el tiempo y sólo he leído un par de
ensayos más, pero creo que después de todo he descubierto que lo que más me
gusta del libro es que no me hace sentir tonta o ingenua, sino que logra
hacerme observar que soy parte un momento histórico y cultural importante: el
auge de la cultura de masas. Los apocalípticos son aquellos que ven en esta
cultura la caída irrecuperable de la civilización y la nombran “anticultura”;
por su parte, los integrados ven con optimismo esta nueva clase de producción.
Con lo mucho que disfrutaba de todo, Eco es un integrado que se resiste a creer
que la cultura ha fallado, y se sumerge en delicados debates para definir el
concepto de “cultura de masas”, sus quienes, cómos y porqués. El propósito
general de esos ensayos es utilizar elementos de la cultura Alta para analizar
la cultura Baja. No es raro que causara controversia desde su publicación, pues
nos encontramos con un texto que considera que Platón y Elvis son igualmente
dignos y pertenecen de igual modo a la historia. Pero creo que más allá de las
controversias, este libro transmite la pasión que tenía Eco por ir más allá de
la superficie, por entender el delicado mecanismo que hace funcionar todos los
segmentos culturales que nos rodean. El hombre quería explicaciones, y no
dudaba ni un momento en buscarlas.
Los temas de
Apocalípticos e integrados resultan especialmente atractivos para públicos
especializados, pero no es por ello un libro excluyente. La grandiosidad de Eco
consiste justamente en eso, en hacernos parte de su percepción del mundo y, a
la vez, hacernos parte del mundo mismo. Creo que la mejor manera en la que se
puede explicar eso es repasando su trabajo semiótico. Su interés por entender como una obra de arte se comunica con nosotros
lo fascinó desde siempre, así como nuestra capacidad humana para producir
lenguaje. Uniendo estas dos atracciones, Eco volteo hacia la semiótica buscando
una forma de unificar los diferentes niveles de la cultura, pero a su paso fue
creando un camino mucho más sólido para este campo de estudio. Yo no me volví a cruzar con él hasta que
entré a la universidad y comenzamos a estudiar estructuralismo y semiótica.
Todo sonaba muy bien en el temario… hasta que todo dejó de tener sentido. Comenzaba
a desesperarme terriblemente con Peirce cuando Eco llegó a mi rescate con su Tratado
de semiótica general (1975) y con Decir casi lo mismo (2008). Puede parecer extraño que ponga
estos dos títulos juntos, pues el primero se encarga de semiótica y el segundo sobre
la ardua tarea de la traducción, pero tienen mucho que ver entre sí. A decir
verdad, era tanto mi desconcierto que el primero apenas lo comprendí
(francamente, apenas y lo abrí). Era claro que sus ideas tomaban mucho de las
de Saussure: que el signo adquiere su significado en determinado contexto bajo
determinados factores, pero sus ejemplos no me servían. El hombre intentaba
convencerme de que hay semiótica en el clima, en las nubes, en todo lo que me rodea.
Esta visión del mundo no me parecía razonable. En ese momento me encontraba
redactando un trabajo sobre la última adaptación de El gran Gatsby a la
pantalla grande. Odié profundamente el trabajo de Luhrmann, pero no sabía
explicarme por qué. En Decir casi lo mismo, Eco no sólo se ocupa da
relatar sus andanzas en el paso de un idioma a otro, sino que también se enfoca
mucho en los pasos que rigen una adaptación de un campo semiótico al otro; en
este caso, de lo literario a lo cinematográfico. Fue hasta que se centró en
algo que sí conozco, como lo es la literatura y sus recursos, que pude conectar
con lo que trataba de explicarme en su Introducción al Tratado…. Sus
observaciones resultan especialmente importantes para alguien que dedica sus
días a desmenuzar libros. Lo minucioso de su repaso me volvió consciente de que
mi lectura es ya un acto de traducción, y que en dicho acto una cierta cantidad
de significados puede perderse o revelarse dependiendo de mi propia capacidad.
Observar el mundo en general se volvió un trabajo mucho más gratificante, mucho
más paranoico. Supongo que el ser consciente de ser un traductor constante de
su realidad fue lo que le inclinó a escribir tanto.
Quizás
toda la teoría pueda deshumanizar un poco al hombre que la escribió, pero no es
el caso. Como ya dije más de una vez, leer a Eco te hace muy consciente de que
eres parte de algo, de toda una historia o tradición, y que hay muchas cosas
que aprender del más simple de los objetos cotidianos. Pero esta consciencia va
más allá de lo que significa cierto signo en cierto texto literario o
narrativo, y se implementa a momentos reales de nuestro paso por el mundo. Así,
encontramos títulos como La historia de la belleza (2005), La
historia de la fealdad (2007), El vértigo de las listas (2009) y Nadie
acabará con los libros (2010), todos ellos ocupados de repasar momentos
históricos, creencias y tradiciones que marcaron nuestro rumbo actual. Terminé
descubriendo que Eco compartía conmigo un gusto inusitado por lo que podríamos
llamar el pasado fantástico. En más de una ocasión declaró que le interesaba
mucho la historia, pues era la única forma en la que se podía aprender de la
vida. Sin embargo, lo que más le interesaba era un tipo de historia falsa, o
imaginaria, que había tenido impacto en la historia real. ¿Un ejemplo? Las
Antípodas, las tierras de la Biblia o la carta del preste Juan, todas historias
“documentadas” que inspiraron cientos de viajes y descubrimientos. Le
interesaban los lugares extraños y fantasiosos en los que creían los hombres
por boca de viajeros y exploradores, y llevó su devoción a la ficción con obras
como Baudolino (2000), pero también a la documentación histórica como Historia
de las tierras y los lugares legendarios (2013). Este último título
lo adquirí hace un año, y comencé a leerlo con voracidad.
Con desarrollos tan sofisticados como Google Maps y otras aplicaciones de localización, el mundo ha perdido mucho de su capacidad de sorprendernos. Aún le falta mucho a la exploración
espacial para comenzar a darnos respuestas concretas y, aquí en la tierra, son
pocas las culturas y las especies de las que no tenemos información –quizá por
eso nos obsesiona tanto Corea del Norte y las criaturas del abismo, pues son de
los últimos rincones que permanecen desconocidos–. Pareciera que Eco era
consciente de esto, pues en Historia de
las tierras… se ocupa minuciosamente por rescatar aquello que alguna vez
nos sorprendió. No sólo nos brinda anécdotas y fechas, sino que tiene el tino de
citar párrafos y páginas completas de textos a los que muy pocos tendríamos
acceso. En el libro podemos leer un extracto de la carta del preste Juan, la
descripción de la estatua de Zeus en Olimpia hecha por Pausaias en el siglo II
d.C., o la visión de la tierra según Macrobio. Todos ellos, documentos que en
algún momento fueron tomados como verídicos y confiables, que promovieron
visiones, batallas, conquistas y miedos irracionales. Detrás de cada segmento
podemos encontrar una explicación política o religiosa que explica la validez
de esos puntos de vista, pero en más de una ocasión la justificación práctica
es que el hombre no conocía lo que lo rodeaba… y que tenía mucho miedo. Cuesta
trabajo creer lo enorme que es la Tierra, y lo lejos que estamos los unos de
los otros, tanto en el tiempo como en el espacio. Pasaron siglos antes de que
perdiéramos el miedo, antes de que se recabara información sobre cada punto del
planeta y se compartiera con los demás. Paulatinamente desaparecieron los
esciápodos, quedaron atrás los escitas antropófagos y los perros
gigantes, y con ellos nuestros miedos a los monstruos (claro, quedan
otros monstruos a los cuales temer, pero les llamamos políticos) y nuestra
capacidad para sorprendernos e ilusionarnos.
Finalmente, y porque al parecer todo el mundo lo
ha hecho, leí El nombre de la rosa (1980)
hace unos cuantos meses. En este momento no hablaré del libro, pues será la
reseña de la siguiente semana, pero aclaremos algo: El nombre de la rosa no es la obra de un escritor joven que siente
cierta fascinación con lo medieval y policíaco. Muy por el contrario, es una
obra que, en teoría, se redactó en dos años, pero que en práctica tomó treinta
años de estudios. Es el resumen del trabajo teórico e histórico de toda una
vida, combinado perfectamente con el género policíaco. No es un libro que pueda despreciarse, ni siquiera ser tachado como fácil; en realidad es un bloque de
texto dispuesto a golpearte en la cara a la menor oportunidad. Es una gran pieza
de la literatura, y no le quita nada el que sea un best-seller. Fue este título
el que llevó a Eco a la fama a sus cuarenta y ocho años, el que lo volvió un
autor de clase mundial y lo hizo indispensable para muchos lectores. Es cierto,
resiento profundamente que sólo se le conozca por este trabajo, pero también sé
aceptar que con el buen Guillermo de Baskerville se abrieron muchas puertas. El
mismo Eco reconoce que su trabajo académico no lo hubiese llevado a ningún
bastión de popularidad más allá del ámbito universitario, mucho menos lo habría
hecho trascender. En sus palabras, “…el trabajo de un académico sobrevive con
gran dificultad porque las teorías cambian. Aristóteles sobrevivió, pero
incontables académicos de hace apenas un siglo no han sido publicados de nuevo.
Mientras que muchas novelas se vuelven a publicar constantemente. Así que,
técnicamente hablando, hay más posibilidades de sobrevivir como escritor que
como académico, y tomo en consideración esta evidencia independientemente de
mis deseos”. Así pues, nada tiene de malo leer y amar este libro, pues en
teoría le debemos mucho. Tras su publicación el nombre de Eco se hizo más
familiar, e incluso hizo voltear a muchos hacia la literatura italiana, un
campo donde se cultiva y recoge poco desde hace ya siglos (al menos en
comparación con la fértil siembra de escritores en lengua inglesa y francesa).
Es grande mi deuda al hablarles de Eco, pues aún
hay muchas cosas que ignoro sobre su obra. Si preferí compartirles las lecturas
que he hecho y estudiado, en lugar de ponerme a citar lo que otros dijeron de
él, es porque lo considero más honesto. No importa si se acercan a su obra
académica o a su obra ficcional, porque él mismo declaró que la segunda es una
continuación de la primera. Un tema que se negaba a funcionar como un ensayo
terminaba siendo una novela larguísima, pero de provecho. Lo mejor que podemos
hacer para honrar a Eco no es sólo leerlo y aplaudirle, sino aprender de
aquella curiosidad que lo inspiro tanto y lo volvió tan valioso. Lo elemental
para no resentir su pérdida es seguir produciendo maneras de significar nuestro
mundo, de interpretarlo y apreciarlo. Para Eco, un verdadero intelectual no es
aquel que ha repetido durante treinta años la misma cátedra sobre Heidegger,
sino alguien que constantemente produce nuevos conocimientos, que tiene
creatividad crítica aún en momentos tan comunes como ir bajando las escaleras o
estar pelando papas. No le interesa tampoco que alguien lo sepa todo, pues
demasiado conocimiento no lleva a nada: de ahí sus amargas quejas hacia
Wikipedia. Muchos, como Lauretis, acusan a Eco de ser un estructuralista frío
que no se interesa en las humanidades, sino en la fría estructura técnica que
hay detrás de las acciones y que no toma en cuenta a las personas. Quizá sea
así si se consideran sólo los primeros diez años de su obra, pero creo que esta
satanizada figura del erudito práctico fue reemplazada, gradualmente, por
alguien sinceramente interesado en lo que ocurría a su alrededor, y creo también que en esa transformación estuvo una de las grandes ganancias del panorama intelectual de nuestros tiempos.
El libro es una criatura frágil. Sufre el paso del tiempo, el acoso de los roedores y las manos torpes, así que el bibliotecario protege los libros no sólo contra el género humano sino también contra la naturaleza, dedicando su vida a esta guerra contra las fuerzas del olvido.
[1] "Umberto Eco, The Art of Fiction No. 197". Entrevista por Lila Azam Zanganeh para The Paris
Review. La traducción es mía. Las citas dentro del cuerpo del texto (no las que aparecen en letra distinta) son de esta entrevista.
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