- Paul Auster [EE.UU.]
- Primera edición:
1985
- Novela
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Siempre había imaginado que la clave para hacer un
buen trabajo como detective era una atenta observación de los detalles. Cuanto
más preciso fuera el escrutinio, mejores serían los resultados. La consecuencia
era que el comportamiento humano podía comprenderse, que debajo de la infinita
fachada de los gestos, los tics y los silencios, había una coherencia, un
orden, una motivación. Pero después de esforzarse en asimilar todos aquellos
efectos superficiales, Quinn no se sentía más próximo a Stillman que cuando
empezó a seguirle. Había vivido la vida de Stillman, caminado a su paso, visto
lo que él veía, y la única cosa que percibía ahora era la impenetrabilidad del
hombre.
Según nota el prominente e infravalorado escritor
estadounidense John Barth en su ensayo “The Literature of Replenishment”, la
literatura escrita lleva unos 4000 años de existencia, pero nosotros no podemos
saber lo que esa edad le significa o cuánto pesa sobre sus hombros. En otras
palabras, esa maña que tenemos los críticos de “matar” a la literatura en diversos
modos (y aquí me incluyo porque quien me conoce sabe que soy una maraña de fatalismo) está basada en una percepción intangible y arrogante de nuestra
propia importancia en el esquema cósmico de la cultura humana dentro el tiempo. En
realidad sabemos muy poco. De los textos escritos en el pasado distante muchas
veces nos quedan sólo reportes o fragmentos —eso si bien nos va—. Y peor aún:
si pudiéramos acceder por medio de algún milagro borgiano a cada texto literario
creado desde el albor de la escritura, ello no nos ayudaría en nada a la hora
de imaginar los textos del futuro distante, o incluso los textos del fin de los
tiempos. La literatura, a pesar de ser amante de nuestra especie por más de 40
siglos, aún no ha revelado muchos de sus secretos, y lo más probable es que, si
algún día lo hace, nuestros ojos no lleguen a verlo. No sabemos en qué caverna
se encendió su llama, y menos todavía del soplo que habrá de extinguirla. Lo
único que conocemos a este respecto es que agoreros siempre ha habido, que la
angustia por sentir cercano el fin de la originalidad no es nueva. De hecho, uno
de los textos literarios más antiguos que conservamos, atribuido al escriba
egipcio Jajeperrensenb, ya reza: “Ojalá dispusiera de frases no conocidas, de
expresiones extrañas en algún nuevo lenguaje jamás empleado antes, libre de
repeticiones, de palabras rancias ya desgastadas por los antepasados”.
Bueno, ¿y esto qué? Pues Barth también apunta que,
si bien “matar” a la literatura quizá sea prematuro, su permanencia como medio
vigente no está asegurada, y depende de la capacidad que tengamos de renovarla.
Si el realismo está “agotado”, si los experimentos en subjetividad llevados a
cabo por los modernistas llegaron ya a su conclusión lógica, ¿entonces qué
queda? La renovación, según Barth, consistirá[i] en
nuestra comprensión de que algunos de los modos de escribir literatura con que
contamos están exhaustos, pero aún son capaces de inspirar trabajo original si
uno usa ese agotamiento de la forma para reflexionar sobre las convenciones de
la escritura, y reconfigurarla a aprtir de dicha reflexión. En el caso de Ciudad de cristal, todo comienza con la consideración, con ojos
nuevos, de la novela detectivesca. Las narrativas sobre el crimen y su resolución
han sido popular objeto de análisis en la teoría literaria moderna, pues sus lineamientos
rígidos y bien definidos las hacen ejemplos inmejorables cuando uno habla de
estructura temporal y trama. Misterio, pistas, pistas falsas, epifanía,
resolución. Simple (si bien no sencillo). Explorado y hecho millones de veces.
Quizás, de acuerdo con Barth, exhausto. ¿Pero qué pasa si se ve a ese modo de
hacer literatura de manera renovada? En específico, ¿qué pasa si uno toma los
componentes estructurales de la novela detectivesca, pero rechaza los motivos
usuales para el crimen que la inicia —la pasión, el dinero, etc.— y los
reemplaza con una indagación filosófica extrema sobre Dios y el origen del lenguaje?
¿Qué pasa cuando el misterio conduce al detective, más que a los bajos mundos de
la carne o la sofisticada guarida del supervillano, hacia las más desconcertantes
esferas de la literatura misma, de la metafísica, y hacia el enigma eterno de
su propia identidad humana? He allí Ciudad
de cristal: el género literario volteado contra sí mismo, implotando, y por
ende renovándose ante nuestros ojos.
Quinn se paró a considerar esto. ¿Era «destino»
realmente la palabra que quería usar? Parecía una elección demasiado fuerte y
anticuada. Y sin embargo, cuando la examinó más a fondo, descubrió que era
precisamente lo que quería decir. O, si no precisamente, se acercaba más que
ningún otro término que se le ocurriera. Destino en el sentido de lo que era,
de lo que resultaba ser. Era algo parecido al sujeto tácito de la frase «está
lloviendo» o «es de noche». Quinn nunca
había sabido a qué se refería ese «ser» o «estar».
Ciudad de
cristal es la historia de Daniel
Quinn, escritor decepcionado, quien cierta noche recibe una llamada telefónica
de apariencia urgente. El problema es que no lo están buscando a él, sino a un
detective de nombre… Paul Auster. Ahora, no sé ustedes, pero cuando a mí me
llama alguien que busca a otra persona, no me meto. A diferencia de Quinn, yo
no escribo novelas de detectives, claro. ¿Aburrimiento? ¿Destino? Lo que sea,
el caso es que Quinn termina por pretender que en verdad es este dichoso
detective Auster, y se involucra en el caso de un tal Peter Stillman, quien
dice que su padre, del mismo nombre, ha sido liberado de un internamiento
psiquiátrico y ahora viene a matarlo.
Mas la cosa no es que lo diga, sino cómo lo dice. El
discurso de Peter Stillman Jr., del cual tanto Quinn como el lector tienen que
discernir la naturaleza del crimen, no es ni lineal ni tan siquiera coherente
en el sentido convencional: “Soy Peter Stillman. Digo esto libremente. Sí. Ése
no es mi verdadero nombre. No. Por supuesto, mi mente no es todo lo que debiera
ser. Pero nada se puede hacer respecto a eso. No. Respecto a eso. No, no. Ya no”.
El discurso fragmentario de Stillman se debe al abuso del que
fue víctima, a manos de su padre, en la infancia. Si en Quinn ya tenemos una
subversión del género detectivesco, en cuanto a que es sólo un escritor
pretendiendo ser detective, el crimen de Stillman Sr. también le cambia la cara
a las convenciones de la escritura, pues sus motivaciones no son pasionales ni
monetarias, sino filosóficas y lingüísticas, y por tanto sus consecuencias son
lo mismo. Bordeando por la periferia de la trama, que no quiero arruinar,
puedo adelantarles un poco sobre la naturaleza del crimen: piensen en la
historia de la Torre de Babel. Ahora piensen sobre ella un poco más. Verán, hay
una implicación oculta en que Dios decidiera esparcir las conciencias de los
hombres en millares de idiomas: la existencia del idioma Uno, el idioma original. Si tuviésemos acceso a ese idioma,
endémico a la humanidad desde nuestra creación, lo más lógico sería que
recobrásemos el poder de comunicarnos con lo divino. ¿Pero cómo recuperar el
acceso? ¿Cómo descontaminar —desaculturar—
la mente de alguien?
Bueno, pues el crimen con el que Stillman Sr. busca
lograr esta hazaña, apasionante como es, tan sólo compone el pasado de Ciudad de cristal. En el presente, Quinn
se da a la tarea de seguirle la pista a este académico desquiciado, de averiguar
qué trama ahora que se encuentra en libertad de nuevo, mas se encuentra con una
pared infranqueable, y que termina por derruir todavía más las apaleadas
murallas del género detectivesco: las acciones del sospechoso no tienen sentido aparente. Stillman Sr.
no deja pistas ni falsas ni verdaderas, y parece dedicar sus días a perder el
tiempo de manera deliberada antes de desaparecer inusitadamente. Ciudad de
cristal es parte de un ciclo conocido como La trilogía de Nueva York, y si
algo distingue a las tres obras,[ii]
además de la ciudad y el uso torcido de la estructura detectivesca, es el
escalamiento paradójico de la tensión por medio de la inacción. Los personajes
en estas tres obras caen en situaciones de congelamiento, de parálisis; quedan
atrapados en la red metafísica que Auster les teje; persiguen fantasmas; se
encuentran con sus dobles, o los dobles de alguien más, y no saben qué hacer o
a quién seguir; observan con obsesión al apartamento de enfrente, donde nunca
sucede nada; y poco a poco, por efecto de esta inacción, terminan por perder su
conexión con sus vidas anteriores. Se deshacen de su dinero, de sus familias,
de sus expectativas, y finalmente se dirigen hacia la nada como Quijotes (y
aquí vale la pena pensar en las iniciales de Daniel Quinn…) que hubieran leído
a Derrida en vez del Amadís. La
literatura detectivesca, normalmente campo fértil para los arquetipos —el
villano, el antihéroe, el mentor, la seductora—, queda en Auster reducida (¿o
expandida?) a un área de difusa ambigüedad en donde ni siquiera la existencia
de los seres como tales es definitiva.
Cerremos en términos más mundanos. ¿Deben leer Ciudad de cristal? Sí, y de hecho diría
que deben leer toda la Trilogía de Nueva York cuando tengan tiempo (que no les
asuste el nombre “Trilogía”, son alrededor de 300 páginas en total). La prosa
de Auster es fluida, erudita, disfrutable, y culmina cada pocas páginas en momentos de soberbia
lucidez ante lo abstracto. Piensen en Murakami con mejor pluma y una trama más
definida, pero también con algo de la obsesión libresca de Borges, esa noción
de la intertextualidad como laberinto infinito, monstruoso, irresistible. Pero
tampoco puedo decir que sea un libro que cualquiera pueda apreciar en cualquier
momento de su andar literario, precisamente porque es, ante todo, un trabajo de
metaliteratura que se precia de referenciar libros uno tras otro, de manera
tanto explícita como oculta, y sin importar que el libro en cuestión exista o
no. Yo diría que hay tres pilares con los que uno debe familiarizase para poder
amar Ciudad de cristal como se merece,
y estos son, en orden de importancia: 1) la estética noir de lo detectivesco surgida tanto en cine como en las novelas
de Raymond Chandler y co., 2) la tradición de literatura utópica religiosa,
cuyas mayores expresiones llegaron en la obra renacentista de Tomás Moro y
Francis Bacon, y 3) la filosofía reciente sobre la diseminación de la identidad
y su dependencia de nuestros espacios, usualmente citadinos, confusos y
heterogéneos. Y esa conjunción de formas y etapas de la escritura es, de cierto
modo, algo hermoso también; la argamasa de tradiciones, abarcando desde lo bíblico hasta lo posmoderno, que Auster logra moldear en sus manos nos regresa
al ensayo de John Barth y sus lecciones. Ese es el poder del gran escritor,
pareciera: la capacidad de tomar lo usado, lo viejo, lo ya despojado de poder
expresivo por los años y el cinismo, y esbozar de sus cenizas una fabulación
que nos haga verlo todo, de nuevo, con el impacto de la vez primera.
Y luego, lo más importante de todo: recordar
quién soy. Recordar quién se supone que soy. No creo que esto sea un juego. Por
otra parte, nada está claro. Por ejemplo: ¿Quién eres tú? Y si crees que lo
sabes, ¿por qué insistes en mentir al respecto? No tengo ninguna respuesta. Lo
único que puedo decir es esto: Escúchame. Mi nombre es Paul Auster. Ése no es
mi verdadero nombre.
[i] El ensayo de Barth fue escrito
en 1979. Esto sólo es 6 años antes que Ciudad
de cristal, pero a nosotros ya nos separan de él otros 30 más. Sin embargo,
frecuentemente se le sigue citando al hablar de desarrollos futuros de la
literatura. ¿Estancamiento?
[ii] Las otras dos se titulan Ghosts y The Locked Room.
Para completar:
Auster, Paul. Ghosts.
________. The Locked Room.
Poe, Edgar Allan. "La carta robada".
Borges, J. L. "La biblioteca de Babel".
Lefebvre, Henri. La producción del espacio.
Creo que es la mejor reseña que he leído en mi vida. Nunca he leído a Auster, pero ahora muero por hacerlo. Escribes muy muy bien.
ResponderEliminarSiempre me he preguntado por qué hay tan pocas reseñas de novelas de Auster en la blogosfera. Gracias por aportar con una más.
ResponderEliminarA leer se ha dicho, nada menos q agregar
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