jueves, 23 de febrero de 2017

Bringing It All Back Home

- Bob Dylan [EE.UU.]
- 1965
- Álbum

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But though the masters make the rules
For the wise men and the fools,
I got nothing, Ma, to live up to.

Bueno, supongo que primero debería explicarme. Cuando iniciamos este ciclo de reseñas, Bob Dylan era el tema del momento en virtud de su recepción del Premio Nobel de Literatura: ahora que llegamos al final, el tema ya no lo es tanto, por lo cual algunos de ustedes quizá consideren este artículo irrelevante. Están en todo su derecho, y no pretenderé que era mi intención desde el principio que ustedes se vieran obligados a esperar tanto para leer estas líneas, todo lo contrario, mas puede ser que con un poco de optimismo podamos transformar esa tardanza en una dosis de ventajosa perspectiva.

Por un lado, nos permite hablar con la cabeza fría y dimensionar apropiadamente lo que hace unos meses nos tenía con las venas saltadas y la sangre hervida. ¿Ven cómo no se ha desatado el apocalipsis literario? Nadie le ha dado el Príncipe de Asturias a Beyoncé ni hubo actos de terrorismo suicida en la ceremonia de premiación celebrada en Estocolmo, como insinuaran en su momento los más reaccionarios de entre los comentaristas culturales del medio, tanto amateurs como profesionales. La interposición de unos cuantos meses entre el evento y nosotros permite apreciar un poco mejor los aciertos y los deslices dentro de la nutrida gama de reacciones que desbordaron el cuadrante en aquellos días, conformada, entre otras cosas, por congratulaciones, llamadas a la sanidad, análisis traductológicos y la más que ocasional pataleta desesperada del purista quien pareciera preferir encadenarse a una máquina de imprenta y hacer huelga de hambre antes que admitir que la música también puede estar compuesta de palabras. Como espectáculo estuvo bastante bien.

Sin embargo, hasta donde he podido ver, poca tinta ha corrido acerca de la relación lógica entre el reconocimiento de la Academia Sueca (que, como he dicho antes, fue otorgado a los logros de Dylan en el campo de la canción, y no a sus libros Crónicas y Tarántula) y el formato del álbum de música. Pues si el establishment literario ve bien el asociarse con una figura como Dylan e incluso catalogar su obra lírica como “poesía”, así sin más, ¿entonces no estaría implicado que los álbumes de alguien como él, como Cohen o como Van Morrison son algo así como poemarios y que pueden ser analizados o reseñados como tales? A riesgo de provocar la consabida sorna de los fetichistas hardcore del papel, pienso que suena razonable, aunque, como he de admitir, la frase “algo así como un poemario” lleva su acento y lo llevará siempre en el “algo así”. Asociar sin igualar: es esta una de las pocas leyes en el anárquico páramo de la literatura comparada.

Pero resulta que aun así no he terminado de explicarme. ¿Por qué Bringing It All Back Home? ¿Por qué no The Freewheelin’ Bob Dylan o The Times They Are A’Changin, esas condensaciones oportunas e irrefutables de un momento de ebullición social sin par, o bien Highway 61 Revisited o Blonde on Blonde, sus más obvias y ambiciosas obras maestras, conjunciones apabullantes de lo social, lo privado, lo universal y lo absurdo? Primero que nada, porque no soy más que una persona con preferencias privadas y este es el disco de Dylan que más suelo escuchar, con la posible excepción de Freewheelin’…. Pero hay factores más interesantes. El primero es que, allí donde sus discos de protesta u otra de sus obras maestras posteriores, Blood on the Tracks, son reductibles con facilidad a un momento o árbol temático, Bringing It All Back Home es una de las obras más ambiguas y ambivalentes de Dylan. Es eléctrico y es acústico; es folk y es rock; es crítica social y juego de lenguaje asociativo. Y además es de 1965: es en muchos sentidos el álbum que precede y da pie a esas obras maestras quizá un poco más definitivas en la conciencia colectiva que vendrían uno o dos años después, por no mencionar lo influyente que resultó en la transición cultural del folk puro al folk rock y en la evolución del sonido de los Beatles, a quienes Dylan conoció por aquellos meses. Es el disco donde su autor se muestra por primera vez como el forajido, el iconoclasta, el hombre escurridizo e irreductible que no se debe nunca por absoluto a nada: ni a sus enemigos ni a sus admiradores.

Better stay away from those that carry around a fire hose,
Keep a clean nose, watch the plainclothes,
You don't need a weather man to know which way the wind blows.

Puede ser que uno de los mayores nodos de significado y literaturidad en el álbum sea la célebre explosión de sus primeros dos minutos, “Subterranean Homesick Blues”. Para muchos, “Homesick Blues” es una canción divertida y de gran vibra pero que no dice mucho, o más bien dice puro sinsentido. Es innegable que dicho efecto absurdista es deliberado e inevitable ante la velocidad y la inercia de la música e incluso el carácter juguetón de su acompañamiento audiovisual más famoso: el videoclip de Dylan mostrando y tirando tarjetas con partes de la letra. Y sin embargo, es por allí que la hebra comienza a desenredarse, pues, ¿quién es el hombre calvo que aparece detrás de Dylan en el videoclip? Nada menos que Allen Ginsberg. ¿Qué es, en este contexto, la palabra “subterranean” si no una alusión al mismo Ginsberg, quien nombrara de ese modo a la generación literaria que hoy conocemos como los beats, o bien la la novela Los subterráneos de Kerouac? ¿Y qué es “Subterranean Homesick Blues” en términos de forma —el ritmo desgarbado, los versos largos y desproporcionados, el uso connotativo de slang— si no una creación literaria en consonancia con la poesía beat, en específico y de nuevo con la de Ginsberg, quien alguna vez excusara sus versos interminables diciendo que para él un verso equivalía a una respiración y que sus pulmones eran muy amplios? [1] Y eso sin discutir el o los temas de la canción, que definitivamente los tiene. “Homesick Blues” funciona a manera de lista de consejos por parte de un narrador más o menos experimentado hacia un joven que apenas comienza a navegar los bajos fondos de la vida urbana. Muchas de las frases que solemos descartar como balbuceos ininteligibles son en realidad slang ahora en desuso acerca de las drogas, la policía y el sexo casual. En conjunto, la canción presenta la vida en la ciudad como un mosaico de estrés y sufrimiento, una jungla atiborrada de predadores que sólo buscan una mínima excusa para robarte, matarte o refundirte en una celda. Y luego el giro de tuerca irónico: la última estrofa de la canción toma varias palabras y el esquema de rima que éstas conforman (sandals, candles, scandals, handles) de “Up at a Villa—Down in the City”, poema de Robert Browning donde un supuesto habitante del campo idealiza y añora vivir en la selva de asfalto. Sí, cómo no.

Es difícil encontrar un escrito sobre Bringing It All Back Home que no mencione el momento de ruptura representado por el álbum. Es aquí donde Dylan decide abandonar el folk tradicional y acompañarse con instrumentación eléctrica, todo mundo dice. Lo que muchas veces no se menciona es cómo esa ruptura, así como el enojo que causó entre los puristas de la canción de protesta, influye en los temas líricos del álbum. Bringing It All Back Home puede leerse como una serie de persecuciones y paranoias, comenzando por la que ya escudriñamos en “Subterranean Homesick Blues” y siguiendo en cortes como “Outlaw Blues”, la hilarante “On the Road Again”, la seminal “Maggie’s Farm” (frecuentemente caracterizada como su manifiesto de inconformidad con el movimiento de la canción de protesta)[2] o “Bob Dylan’s 115th Dream”, que —además de ser una delirante parodia del descubrimiento de América— constituye por medio de su trama picaresca una crítica al arbitrario sistema penal de EE.UU. y la hipocresía de sus bienpensantes (“Well, I rapped upon a house with the US flag upon display / I said, ‘Could you help me out […]?’ / The man says, ‘Get out of here, I'll tear you limb from limb’”).

Todo a lo largo de la primera mitad del álbum, la mitad eléctrica, Dylan se coloca una y otra vez en el rol del criminal, el rebelde o el despreciado. Quizá el ejemplo más claro, aunque no el más poderoso, sea “Outlaw Blues”, donde Dylan se compara con los bandidos Robert Ford y Jesse James antes de ofrecer un breve comentario sobre las leyes raciales sureñas que entonces solían prohibir el matrimonio interracial.[3] Incluso en “She Belongs to Me” y “Love Minus Zero/No Limit”, que algunos simplemente califican de “bellas canciones de amor”, no hay que esforzarse mucho para detectar una tensión turgente entre la libertad y la esclavitud, el cariño y la culpa, como si amar a alguien invariablemente terminara por enredarnos en una red de pesca invisible —o peor aún, convirtiéndonos en crueles pescadores: (“My love she’s like some raven at my window / With a broken wing”).

Tanto músical como líricamente, la primera mitad de Bringing It All Back Home es una corretiza sin descanso. Un juego de matar o morir, de gato y ratón, en donde el individuo apenas y tiene tiempo para la introspección bajo el peso acuciante de lo mundano y de su lodazal. ¿Pero qué pasa cuando el individuo encuentra dicho tiempo, dicho respiro? ¿Qué pasa cuando la persona trasciende su condición de gente?

Take me disappearing through the smoke rings of my mind
Down the foggy ruins of time
Far past the frozen leaves
The haunted frightened trees
Out to the windy bench
Far from the twisted reach of crazy sorrow

Allí donde la mitad eléctrica del álbum se configura a partir de pequeñas viñetas casi siempre disparatadas y humorísticas, la mitad acústica no sólo está compuesta por cuatro canciones mucho más largas, en promedio, que sus antecesoras, sino que lidian con las ataduras socioculturales que constriñen al individuo de maneras mucho más generales y de altos vuelos que cosas como la policía o los malentendidos interpersonales. Las cuatro canciones acústicas tratan, en concreto, sobre religión, conformismo, el culto al dinero y el largo camino del artista hacia la inspiración. Es en este punto donde me veo en la penosa necesidad de escribir algunas líneas sobre “Mr. Tambourine Man”. Penosa porque mis palabras son irrelevantes ante una obra que no sólo es una de las canciones más conocidas del siglo XX, sino también una gema completamente autocontenida y autojustificada. No hay mucho que se pueda decir sobre “Mr. Tambourine Man” sin arruinar de alguna manera u otra la extraña y difusa magia de sus versos. Comparada con el resto de las composiciones del álbum, es por mucho la canción más opaca y difícil de descifrar en términos de mensaje, dado que incluso “Gates of Eden”, la cual es más esotérica, revela su historia con tal que uno sepa sobre el libro de Génesis, Paradise Lost y William Blake. Las únicas referencias externas que detecto en “Mr. Tambourine Man”, aunque son más algo así como ecos distantes y sutiles, son a la historia del flautista de Hamelin y a la alegoría de la caverna de Platón. La primera en tanto que nos muestra el poder de un artista superdotado, cuya aura es literalmente un hechizo que obliga a los escuchas a seguirle (“Cast your dancing spell my way, I promise to go under it”). La segunda referencia aparece, si es que puede llamársele aparición, en la penúltima estrofa:

And if you hear vague traces of skipping reels of rhyme
To your tambourine in time
It's just a ragged clown behind
I wouldn't pay it any mind
It's just a shadow you're seeing that he's chasing

En esta imagen, el artista descubre que sus seguidores también están tratando de hacer arte; en específico, de acompañar su música con palabras. Sin embargo, las palabras del “payaso maltrecho” no pueden compararse ante el cariz semidivino de la canción del pandero: es un intento por aprehender lo que en realidad es, ya de suyo, una sombra. El arte absoluto, “ideal” en términos platónicos, es inalcanzable (así como la verdad religiosa según “Gates of Eden”), pero algunos están más cerca de otros. El payaso, quien podría ser el propio Dylan, se encuentra todavía un nivel más lejos del mundo de las ideas que el hombre del pandero. Todo esto, la verdad, importa poco, puesto que “Mr. Tambourine Man” es una obra totalmente redonda en tanto que logra —por medio de rima, melodía, ritmo e imagen poética— ahogar a su escucha en un profundo ensueño al mismo tiempo que habla sobre eso mismo, el profundo ensueño de la música.

Y esto es lo aterrador: ni siquiera es la mejor canción del disco. O al menos no es definitivo.

Si me preguntan a mí, dicho honor pertenece a “It’s Alright Ma (I’m Only Bleeding)”, la pieza más larga del álbum y uno de los mayores ejemplos —tal vez el mejor— de la cualidad desbocada e irrefrenable que a veces llamo inercia dylanesca. Propias de la inercia dylanesca son tres características: aceleración, repetición y duración. La aceleración va de la mano con algo que ya observamos en “Subterranean Homesick Blues”: la extensión libre y desproporcionada de los versos. No es tanto que las palabras no encajen con la música sino que apenas encajan, sin dejar espacio ni para respirar, por lo que hacia el final de cada estrofa Dylan parece recitar a velocidades inusitadas, como las últimas brazadas de alguien que nada desesperado hacia la superficie desde las profundidades del mar abierto. La exigencia física que canciones como éstas imponen al cantante se encuentra, a su vez, enlazada a la repetición como estructura: no es inusual que tras algunas cuantas estrofas de aceleración ininterrumpida, Dylan introduzca un refrán o unas notas de armónica más lentas, más que nada para tomar aliento. En “It’s Alright Ma”, la estructura se repite 5 veces, para un total de 670 palabras (o sea, como “Stairway to Heaven”… dos veces). La estructura incesante y sin evolución aparente da la impresión de que, salvo por el número de pesares terrenales que la canción sea capaz de enlistar, ésta podría continuar por siempre; su desenlace es un vago capricho de la gravedad, algo así una roca que va a 100 km/h y simplemente llega al fin de la ladera y cae al río.

¿Y de qué trata “It’s Alright Ma”? Pues de todo. Todos y cada uno de los males y las convenciones sociales opresivas que el disco ha mencionado hasta ahora quedan representados y diseccionados por la cuchilla de Dylan, la cual está más afilada que nunca: una versión más madura y cínica del mismo hombre consciente y furioso que escribiera “With God on Our Side” y “Masters of War”. Mientras que su obra anterior fue escrita a través de los ojos de un militante utópico, Bringing It All Back Home lo encuentra convertido en un realista. No duda en acusar a los “amos” que “arreglan el juego”, pero también sabe que, al final, lo más noble y propositivo que uno puede hacer bajo dichas circunstancias es ser uno mismo, con todos los matices y la soledad que ello implique, y no una caricatura ideológica entre miles: “You lose yourself, you reappear / You suddenly find you got nothing to fear / Alone you stand with nobody near”. Y al final en esa nota nos deja el álbum, con un artista convencido de encontrar una voz propia más allá de las tradiciones y las ideas que lo vieron nacer, esto tanto en la oscuramente esperanzadora parte final de “It’s Alright Ma” (“Say okay, I have had enough, what else can you show me?”) como en la lacrimógena cerradora “It’s All Over Now, Baby Blue”.

“Baby Blue”, a comparación de otras piezas, resulta un ejercicio lírico casi transparente. La ruptura que durante casi todo el disco tuvo sabor a confrontación y a paranoia aquí se convierte en una completa y plácida aceptación. Como rezan las primeras líneas de la canción, no todo lo viejo debe ser descartado (“You must leave now, take what you need, you think will last / But whatever you wish to keep, you better grab it fast”); el Dylan que emerge renovado de su trayecto no es un ente cien por ciento desconectado de su anterior encarnación, pero sí es alguien con la voluntad de ir hacia adelante cuando los demás se quedan dando vueltas en círculos. Y con la libertad viene una falta de certeza: tanto el cielo como el suelo desaparecen y dejan al personaje de Baby Blue —una de las tantas caras de Dylan— flotando en un espacio indefinido, primordial y lleno de posibilidades. No en balde la última imagen del disco —“Strike another match, go start anew”— remite a la niña cerillera de H. C. Andersen, para quien cada cerillo representaba una visión del futuro, una fantasía. Cada una de las antorchas ideológicas mediante las cuales iluminamos, bien o mal, nuestro camino tiene su fecha de caducidad, parece decir Dylan. Hemos de tener la valentía para reinventarnos y emerger de la profunda oscuridad habiendo hecho un acopio del aprendizaje previo, pero sin mirar atrás. Acarreando el botín a una nueva casa.

No sé si Dylan haya desnudado y prefigurado su trayectoria tan bien en algún otro verso como lo hace en esa penúltima línea de “Baby Blue”. Crear. Hartarse. Reflexionar. Y crear de nuevo.

Que los puristas se traguen sus decálogos de reglas y ojalá les hagan provecho. En Bringing It All Back Home, Bob Dylan no sólo se reinventa a sí mismo, sino que reinventa las posibilidades y fronteras expresivas para todo cantautor con conciencia social. Mira que hemos de ser densos para que después de semejante hazaña, semejante parvada de versos arrebatados del éter más claro, todavía estemos discutiendo que si el papel o el libro o no sé qué. Nada: la verdad es lo que uno siente dentro. Y en mi fuero interno, al menos, si Bringing It All Back Home no es poesía, nada lo es.


NOTAS

[1] En efecto, uno de los rasgos más distintivos de la literatura beat es su aliento largo y constante omisión de la pausa o la puntuación. Este desarrollo, sin duda ayudado en su concepción por el antecedente de la prosa modernista temprana, también debe mucho al que los beats hayan tomado como una importante imperativa de su arte transmitir el sentimiento y la técnica de los instrumentalistas del jazz libre. No es raro leer a Kerouac, por instancia, lanzarse en una disertación maravillada ante la visceralidad y la incansabilidad que demuestran un saxofonista o un pianista. Creo que esos dos pilares, la visceralidad y la incansabilidad, son gran parte de lo que Dylan quiere demostrar en términos formales con “Homesick Blues”.

[2] El título de “Maggie’s Farm” es un juego de palabras entre el nombre Maggie y el apellido de Silas Magee, dueño de una granja de algodón en Mississippi donde Dylan, en 1963, interpretara “Only a Pawn in Their Game” de The Times, They Are A-Changing como parte de una protesta por los derechos civiles. “Maggie’s Farm” reimagina a Dylan como el peón referenciado en “Only a Pawn…” y transforma la granja en un campo de trabajos forzados donde él se rebela ante autoridades que oprimen su dignidad y espíritu creativo, tal como él se sintiera confinado por los límites del movimiento folk después de 1964.


[3] Los versos en cuestión, “I got a woman in Jackson / I ain’t gonna say her name [x2] / She’s a brown-skinned woman / But I love her just the same”, tienen al menos dos lecturas interesantes. La primera: en junio de 1963, un hombre llamado Byron de la Beckwith asesinó por la espalda al activista negro Medgar Evers en la ciudad de Jackson; el atentado tuvo mucho que ver en la serie de protestas registradas en el estado durante los siguientes meses, incluyendo aquella realizada en la granja de Silas Magee (ver nota 2). Por lo tanto, el guiño de Dylan hacia Jackson puede verse como una rama de olivo: Puede ser que haya abandonado la canción de protesta tradicional, pareciera implicar el autor, pero no me he olvidado de ustedes. Y la segunda: la ciudad de Jackson, capital de su estado, yace a unas cuantas millas al sureste de la región conocida como el Delta del Misisipi. Por lo tanto, es un lugar importantísimo para el desarrollo del blues y el jazz, algo así como la Meca del llamado Delta blues, del cual emergieran figuras como Son House y Robert Johnson. Para los años cincuenta y principio de los sesenta, se había vuelto un lugar común que los músicos negros tocaban blues en guitarras eléctricas y los blancos folk en guitarras acústicas, convención que Dylan rompe en Bringing It All Back Home. Por lo tanto, pudiera ser que la mujer de piel morena y oriunda de Jackson que Dylan dice amar fuera nada menos que la tradición del blues. Así, al tender lazos culturales entre razas, Dylan hace patente el absurdo de las leyes de segregación racial.

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