martes, 13 de marzo de 2012

Misha

  • Milkweed
  • Jerry Spinelli [E.U.]
  • Primera edición: 2003
  • Novela 

“Corro.
Es lo primero que recuerdo. Correr. Llevo algo que rodeo con el brazo y que aprieto contra mi pecho. Pan, naturalmente. Alguien me persigue.” 

El seudónimo con el que firmo mis entradas de Blogger es engañoso. Misha es un nombre masculino, pero yo soy mujer, y esto ha ocasionado confusiones seguido. Lo tomé prestado de este libro aún sabiendo que podría ser problemático, y mis razones nunca fueron claras. Supongo que me gustó cómo sonaba, desde el primer momento tuvo mucho eco en mi cabeza (a veces me sorprendía escribiéndolo en la esquina de algún cuaderno), pero su aparición en mi vida no fue emblemática ni sobresaliente. Lo encontré en un mercado de libros de la calle de Donceles, en la Ciudad de México, durante un tradicional "voy-a-gastar-todo-mi-dinero-a-lo-estúpido-y-no-comer-una-semana".  de rutina  La verdad no cuenta con una portada muy vistosa, el autor no me resultaba conocido, la temática no aparecía por ningún lado y, para colmo, ya no tenía dinero. Lo único que se resolvió rápido fue el último problema, el vendedor me lo rebajo bastante -siempre he tenido suerte con eso, supongo que me veo desesperada-. Fue el último libro que compré aquel día y el primero que comencé, y Misha Pilsudski, su personaje central, me acompaña desde entonces. 

La historia no es novedosa, pues hablamos de un niño atrapado a mitad de una guerra, sin ninguna idea de lo que está pasando. Él no sabe de dónde viene, ni a dónde va. Su familia y su nombre no son ni un vago recuerdo. Sólo sabe que debe correr, debe escapar, debe robar un pan, saltar un muro y esconderse de nuevo; sus dedos pulgares son lo único que lo distingue de un ratón. Cuando Uri aparece las cosas cambian, pues alguien reconoce su existencia y lo humaniza. Este muchacho, apenas más grande que él, se encarga de regalarle una historia, de inventarle un pasado para que pueda sentirse completo, ser parte de algo. Así, Misha ya no es una criatura que corre, sino un descendiente de gitanos, un habitante de tierras mágicas y despobladas:

“El primer día que la luz se apagó, Uri me dijo:
—Vale, éste es quien eres. Tu nombre es Misha Pilsudski.
Y entonces me lo contó todo…” 

Al recibir un nombre y una identidad, Misha adquiere un sentido de pertenencia y realidad, se vuelve una persona completa y no teme gritarlo a los cuatro vientos. Una y otra vez repite ¡Misha Pilsuski!, ¡Misha Pilsudski!, y asegura que no es un ladrón, no es una sabandija, es un gitano. Tal vez no sea esta la mejor idea, pero tampoco es que alguien pueda explicarle que declararse gitano a media invasión alemana es de las peores ideas que puedes tener. Lo grita con orgullo, lo grita la los llamados "Botas", corre por las calles de una fría Varsovia nazi, escapando y gritando a todo pulmón que es un gitano. A su alrededor encontramos, corriendo y hurtando, niños de todas edades y colores que comparten una única identidad: la pobreza. La mayoría son huérfanos que no cuentan con documentos o brazaletes, en un momento en el que un simple papel puede hacer la diferencia entre vivir o morir. Son un blanco fácil para los policías que rodean el gueto y una carga para una comunidad dividida que no tiene tiempo para ver problemas de derechos infantiles. Estos niños ya no tienen inocencia ni ganas de creer, han desarrollado un método para significar el mundo el cual consiste en negar la existencia de todo aquello que no pueden ver. Así, no hay oportunidad para creer en los ángeles, ni en el bien o la bondad, tampoco hay espacio para creer en las madres o en las naranjas, ¿quién ha visto una? Conocen sobre la dureza y el hambre, distinguen bien el ruido de las armas y los mejores sitios para refugiarse durante una redada, todas ellas habilidades que pueden salvarles la vida y mantenerlos juntos. Sí, sí es una típica historia relacionada con la Segunda Guerra y el Holocausto donde las cosas pasan de mal a peor en cuestión de segundos, pero tiene pequeños detalles que te recuerdan que no todo es tan terrible si no sabes lo que está pasando a tu alrededor. 

Misha quiere creer en todo aquello que nunca ha visto, y parte de esta esperanza es lo que amortigua lo pavoroso de su relato. Los ángeles y las madres no le son ideas descabelladas, pues Uri le asegura que en su momento tuvo a la segunda, y se parecía a la primera. Su búsqueda para acreditarse como individuo y formar parte de una familia lo llevan a arriesgar su vida en más de una ocasión, pero también a conocer nuevas formas de amar y existir. Eventualmente conoce a Janina, una niña más pequeña que él que necesita de la misma compañía e incomprensión del mundo para sobrevivir el frío y el hambre. Misha pasa a judío, porque así puede ser familia de Janina y su padre, convertirse en el hijo y hermano de alguien, lo cual vale diez veces más que ser un simple gitano pero también es cincuenta veces más nocivo para el momento en el que vive. La idea de Jerry Spinelli en todo esto es ir colocando a su personaje en escenarios más y más lúgubres donde, como lectores, lo vemos más y más feliz, pues se acerca a algún tipo de realización personal que escapa al contexto destructor que le rodea. 

No hace falta mucha imaginación para saber que todo esto termina mal, en realidad basta con ir a cualquier libro de historia.  El libro no goza de una gran fama, y es eso lo que lo hace aún más especial. Misha es una historia oculta que pide ser descubierta en pequeñas partes, un secreto que no necesita revelarse del todo. Es una historia infantil que intenta abrir vías de comprensión sobre el Holocausto a un público joven, pero que también puede darle un par de lecciones a viejos lobos de mar que conocen el episodio como la palma de su mano. En un primer momento, a Misha lo mantiene vivo su mero instinto de supervivencia, pero entre más se relaciona con las personas y adquiere conocimiento del mundo, su vida deja de depender se robar pan y un segundo instinto nace: el de proteger a los demás, el de proteger la vida que está aprendiendo a vivir. La violencia, la agresión y un cierto primitivismo hosco están siempre rodeando estos intentos, burlando la ingenuidad de un muchacho que no le debe nada a nadie pero igual le cobrarán factura. Igual esto no le impide darse la oportunidad de creer en las madres y darse una identidad, ya sea como gitano, como judío, como hijo, hermano o amigo, nada le impide inventarse un pasado feliz.

“Las que siempre estaban cantando eran las moscas. Los días eran templados, los cuerpos estaban fríos, y las moscas cantaban y bebían de los ojos y de las pústulas de los niños. […] A mí me parecía ver ángeles acechando detrás de los ojos de los vivos, esperando. Los ángeles y los cuervos se cruzaban, unos marchándose, los otros llegando.” 


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