· Keiserens
nye Klæder
· Hans Christian Andersen [Dinamarca]
· Primera Edición: 1837
· Cuento
Él tenía un abrigo para cada hora del día, y así como
se dice de un rey “Está en su corte”, de él se decía “El Emperador está en el
guardarropa.”
Creo que, a estas alturas todos conocemos
por lo menos una persona vacía. Hay casos en que es injusto pensar que alguien
no tiene mucho intelecto simplemente porque no ha leído a Nietzche —ya Saramago,
en el célebre discurso disponible en nuestro apartado “Algo para Visitar”, loa
la inocencia de sus abuelos, gente rural que no ha leído gran cosa—, pero no
hablo de gente que no ha tocado la cultura. Hablo de gente civilizada, de moral
alzada y ropas refinadas, que prefieren, sólo porque sí, abrigarse en la ignorancia
y la banalidad. Abrigarse, sí, como si de ropajes brillantes se trataran.
El
Traje Nuevo del Emperador nos confronta apenas con
una pizca de personajes, y una anécdota deliciosamente simple, pero lo que
puede leerse entre líneas es de una riqueza aún más suculenta. A pesar de
lidiar más que nada con un emperador, el juicio de valor que Andersen hace en
el texto se aplica a todo aquél que viva en una sociedad moderna; con
publicidad y fama; con renombre y prestigio; y con treinta marcas diferentes de
yogurt en el refrigerador del supermercado. Por obvias razones temporales, el
autor no vivió para ver tal debacle en una escala tan desmedida, pero parece
intuirla con agudeza —quizá ayudado por fenómenos que sí vieron sus ojos, como
la sumisión de una corte a los designios de un rey sin importar la inutilidad
de los sesos de éste.
El otro día, en clase, nos relataron la
ingeniosa estratagema de Calles para mantener el control sobre México en los 30’s,
la cual apela al deseo de poder que todo hombre tiene: tomó a todos los
caudillos que podían amenazarlo, y los hizo senadores. En efecto, hay varias
formas de gobernar y mantener el gobierno; pero la espada se gasta más rápido
que la pluma. Y además de perdurar más, vivir bajo un mandatario que no utiliza
la violencia, sino la palabra, crea una raza de hombres serviles que sólo
quieren mantener sus privilegios. Así son los hombres del séquito de nuestro
emperador —gente sin duda honesta, pero rastrera y mediocre: totalmente apegada
a las moronas de poder que tienen, y con un miedo atroz a caer en la escala
social, y ser un ridículo público.
Toda la gente de la ciudad sabía el poder peculiar que
la tela poseía, y estaban ansiosos por ver cuán malvados o estúpidos eran sus
vecinos.
La historia la hemos leído todos en una u
otra versión, por lo que hacer un sumario detenido sería perder el tiempo. Sólo
para aclarar detalles que se hayan difuminado en la mente de algunos, diré que
la trama de Andersen involucra a dos excelsos ladrones que llegan a la corte de
un emperador con la proclama de ser capaces de tejer una tela preciosísima, pero
que además no puede ser vista más que por gente digna. Por supuesto, todos y
cada uno de los personajes allegados al soberano dicen haber visto la tela, y
sus colores y patrones exquisitos. Él mismo, cegado (resulta irónico el uso de
esta palabra en circunstancias donde no había nada que ver) por la vanidad y el temor de ser menos digno que
quienes dicen ver la tela, accede a ponérsela en público. No se nos dice nada
más de los ladrones, pero asumimos que huyen impunes con los bolsillos llenos
del oro y la seda que nunca tejieron.
Pero entonces, al final, Andersen da una
de las vueltas de tuerca más reveladoras y hermosas de su literatura. Enaltece
el poder de la inocencia, poniendo la verdad en los labios de un niño
cualquiera; un niño del pueblo. Bien dicen que los niños y los borrachos
siempre dicen la verdad. Es así, con el toque de un infante, como se derruyen
todos los artilugios vanos que la gente “culturizada” y elegante creó para
sobrevivir. Pero incluso entonces, cuando ya todo ha sido revelado y todos van
abriendo los ojos, el emperador se mantiene empecinado en la farsa, si bien no
porque crea en ella, porque cree que es su deber continuar con la vergonzosa
marcha hasta el final.
Lo que en verdad es escalofriante acerca
de la multitud que se congrega a ver la procesión real es su completa
complicidad con la mentira hasta el momento en que aparece el niño —libre, sin
ataduras morales— a gritar lo que es a todas luces obvio. Todos, como parte de
la sociedad, tienen algo que defender, y esqueletos peligrosos sacudiendo las
puertas del closet. Quizá (ahora que estamos en época de elecciones) debamos
adoptar una actitud más somera ante el poder. No lejana e indiferente, sino
menos obnubilada por tanta televisión y tantas opiniones ajenas de quienes
dicen ser expertos. Debemos recordar que, casi en todos los casos, ellos
quieren defender su tajada. Somos nosotros, los externos, en quienes recae la
tarea de ver al emperador a los ojos y burlarnos de su desnudez. De lo
contrario seguiremos bajo el yugo de palabras que se nos ha impuesto, y nos enredaremos
en él como si fuesen los hilos inexistentes de este traje mítico.
Nadie dejaba que se percibiera que no veía nada, pues
probaría su indignidad o estupidez. Y así, ningún traje del emperador tuvo
éxito comparable a este.
Se encuentra en distintas editoriales, a distintos precios, y el texto es del dominio público.
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