lunes, 2 de abril de 2012

El traje nuevo del emperador


·  Keiserens nye Klæder
·  Hans Christian Andersen [Dinamarca]
·  Primera Edición: 1837
·  Cuento


Él tenía un abrigo para cada hora del día, y así como se dice de un rey “Está en su corte”, de él se decía “El Emperador está en el guardarropa.”

Creo que, a estas alturas todos conocemos por lo menos una persona vacía. Hay casos en que es injusto pensar que alguien no tiene mucho intelecto simplemente porque no ha leído a Nietzche —ya Saramago, en el célebre discurso disponible en nuestro apartado “Algo para Visitar”, loa la inocencia de sus abuelos, gente rural que no ha leído gran cosa—, pero no hablo de gente que no ha tocado la cultura. Hablo de gente civilizada, de moral alzada y ropas refinadas, que prefieren, sólo porque sí, abrigarse en la ignorancia y la banalidad. Abrigarse, sí, como si de ropajes brillantes se trataran.

El Traje Nuevo del Emperador nos confronta apenas con una pizca de personajes, y una anécdota deliciosamente simple, pero lo que puede leerse entre líneas es de una riqueza aún más suculenta. A pesar de lidiar más que nada con un emperador, el juicio de valor que Andersen hace en el texto se aplica a todo aquél que viva en una sociedad moderna; con publicidad y fama; con renombre y prestigio; y con treinta marcas diferentes de yogurt en el refrigerador del supermercado. Por obvias razones temporales, el autor no vivió para ver tal debacle en una escala tan desmedida, pero parece intuirla con agudeza —quizá ayudado por fenómenos que sí vieron sus ojos, como la sumisión de una corte a los designios de un rey sin importar la inutilidad de los sesos de éste.

El otro día, en clase, nos relataron la ingeniosa estratagema de Calles para mantener el control sobre México en los 30’s, la cual apela al deseo de poder que todo hombre tiene: tomó a todos los caudillos que podían amenazarlo, y los hizo senadores. En efecto, hay varias formas de gobernar y mantener el gobierno; pero la espada se gasta más rápido que la pluma. Y además de perdurar más, vivir bajo un mandatario que no utiliza la violencia, sino la palabra, crea una raza de hombres serviles que sólo quieren mantener sus privilegios. Así son los hombres del séquito de nuestro emperador —gente sin duda honesta, pero rastrera y mediocre: totalmente apegada a las moronas de poder que tienen, y con un miedo atroz a caer en la escala social, y ser un ridículo público.

Toda la gente de la ciudad sabía el poder peculiar que la tela poseía, y estaban ansiosos por ver cuán malvados o estúpidos eran sus vecinos.

La historia la hemos leído todos en una u otra versión, por lo que hacer un sumario detenido sería perder el tiempo. Sólo para aclarar detalles que se hayan difuminado en la mente de algunos, diré que la trama de Andersen involucra a dos excelsos ladrones que llegan a la corte de un emperador con la proclama de ser capaces de tejer una tela preciosísima, pero que además no puede ser vista más que por gente digna. Por supuesto, todos y cada uno de los personajes allegados al soberano dicen haber visto la tela, y sus colores y patrones exquisitos. Él mismo, cegado (resulta irónico el uso de esta palabra en circunstancias donde no había nada que ver) por la vanidad y el temor de ser menos digno que quienes dicen ver la tela, accede a ponérsela en público. No se nos dice nada más de los ladrones, pero asumimos que huyen impunes con los bolsillos llenos del oro y la seda que nunca tejieron.

Pero entonces, al final, Andersen da una de las vueltas de tuerca más reveladoras y hermosas de su literatura. Enaltece el poder de la inocencia, poniendo la verdad en los labios de un niño cualquiera; un niño del pueblo. Bien dicen que los niños y los borrachos siempre dicen la verdad. Es así, con el toque de un infante, como se derruyen todos los artilugios vanos que la gente “culturizada” y elegante creó para sobrevivir. Pero incluso entonces, cuando ya todo ha sido revelado y todos van abriendo los ojos, el emperador se mantiene empecinado en la farsa, si bien no porque crea en ella, porque cree que es su deber continuar con la vergonzosa marcha hasta el final.

Lo que en verdad es escalofriante acerca de la multitud que se congrega a ver la procesión real es su completa complicidad con la mentira hasta el momento en que aparece el niño —libre, sin ataduras morales— a gritar lo que es a todas luces obvio. Todos, como parte de la sociedad, tienen algo que defender, y esqueletos peligrosos sacudiendo las puertas del closet. Quizá (ahora que estamos en época de elecciones) debamos adoptar una actitud más somera ante el poder. No lejana e indiferente, sino menos obnubilada por tanta televisión y tantas opiniones ajenas de quienes dicen ser expertos. Debemos recordar que, casi en todos los casos, ellos quieren defender su tajada. Somos nosotros, los externos, en quienes recae la tarea de ver al emperador a los ojos y burlarnos de su desnudez. De lo contrario seguiremos bajo el yugo de palabras que se nos ha impuesto, y nos enredaremos en él como si fuesen los hilos inexistentes de este traje mítico.

Nadie dejaba que se percibiera que no veía nada, pues probaría su indignidad o estupidez. Y así, ningún traje del emperador tuvo éxito comparable a este.

Se encuentra en distintas editoriales, a distintos precios, y el texto es del dominio público.

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