jueves, 7 de junio de 2012

Un día en la vida de Iván Denisovich



·  Odin den Ivana Denisovischa
·  Alexander Solzhenitzin [URSS/Rusia]
·  Primera edición: 1962
·  Novela

El aire helado y tenebroso cortaba la respiración. Dos grandes reflectores, enfocados desde las lejanas atalayas de las esquinas, cruzaban sus haces de luz en la zona de seguridad. Estaban encendidas las luces de la zona y las de dentro del campo. Eran tan numerosas que opacaban enteramente las estrellas.

Normalmente me tomo mi tiempo. Espero a llegar a mi casa y estar cómodo o algo. Sí suelo leer en el tren, pero nada más allá de eso o esperas largas. Si siento que no voy a terminar un capítulo, prefiero no sacar el libro que llevo. Pero con este sentí un deber, más allá del mero gusto. Después de todo, si estas 180 páginas relatan lo acontecido en tan sólo un día cualquiera en la brutalidad de los campos/prisiones siberianos, ¿con qué cara podría yo pausar la lectura? No, si estos hombres iban a trabajar desde las 5 de la mañana, cuando un martillo golpeaba un pedazo de riel oxidado para despertarlos, yo iba a leerlos al mismo ritmo. Me tomó 2 días, algo así. Y la mayoría fue leída en una sola sentada; una kilométrica, en la fila para la fotografía de la credencial de elector. Fue increíblemente adecuado. Era uno de los últimos días para realizar el trámite, por lo que hube de formarme desde las 6 de la mañana, cuando aún estaba oscuro. Una señora vendía café y cigarrillos, paseando por la fila con un carrito que cargaba un anafre. El fuego relucía bajo las sombras de los arboles, crispado por el frío. No quiero ser indulgente ni aburrirlos con descripciones sobre mi vida; sólo creo que fue muy adecuado. El ambiente que se respiraba allí era comunal, oscuro, callado, perfecto.

Este no es un libro para leerse en un silloncito de Starbucks, definitivamente. Es demasiado crudo como para sentarte allí, ante un vaso de caramel macchiatto venti deslactosado, y sentir que tu humanidad sigue intacta o que tienes derecho a tales lujos. Primero que nada, no crean que Solzhenitzin imaginó todo esto. El día tal y como lo cuenta puede no haber sucedido, y los nombres quizá sean ficticios, pero él vivió el horror de Siberia en piel propia. Incluso mi edición de Archipielago Gulag, una novela posterior de su autoría, trae en la contraportada una fotografía de él rapado y escuálido —evidencia de su condena servida. Como dice A. Tvardovski en el breve prólogo (otro de los aspectos de la vida soviética que más me aterra es esa manía por suprimir el primer nombre), el autor no busca ni por asomo el entretenimiento. Busca el retrato de la vida más dura que un humano pueda llevar. Un retrato que necesitaba ser pintado, sea cual fuere la consecuencia.

¡Qué cosas! Parecía mentira: la estepa desnuda, la zona de trabajo abandonada, la nieve refulgiendo bajo la luna, los soldados de la escolta con las armas aprestadas, a diez pasos de distancia unos de los otros, un rebaño negro de reclusos y, con un tabardo igual a todos y el número SCH-311, un hombre que se había pasado la vida usando entorchados dorados, que había tenido trato con un almirante inglés, y que ahora acarreaba angarillas de mezcla.

En cuanto al lenguaje y la historia, la mejor palabra que se me ocurre para describirlos es minimalista. Las palabras son utilitarias, como una herramienta para un constructor. No puedo decir cuántas veces me encontré la palabra ‘guantelete’ o ‘ladrillo’. Es casi obscena la forma en que estas repeticiones siguen y siguen apareciendo. Pero cada una sirve un fin; ninguna es sólo ineptitud narrativa. Lo único obsceno es la fragilidad de la vida allí; lo único repetitivo es el frío, la brutalidad, la muerte. Leer este libro te lleva a cuestionar muchas cosas. Por supuesto, si uno rasga sólo la superficie, lo único que hay es un ‘Gracias a Dios que no vivo en la URSS.’ ¿Pero y las prisiones nacionales qué? Quizá no son pesadillas invernales, pero tienen una planeación terrible, y consiste uno de los mayores desperdicios de vida que he conocido. No hay rehabilitación alguna; sólo un separatismo social, un estigma. Es como si el ritmo frenético de nuestro mundo nos quitara el tiempo necesario para cuidar de esos a quienes hemos refundido allí, en esas tumbas de olvido anticipado.

En las prisiones de mi país no hay gente que se muera de hambre, pero no hay problema, se mueren por otras cosas. Se matan entre ellos, por ejemplo. Turbas enardecidas se levantan a medianoche y matan a cuarenta personas de los eslabones más débiles. Nadie dice nada. Y no se trabaja. Los hombres retratados en la novela viven un infierno, sí, pero lo pasan en comunidad, se ayudan unos a otros en sus desmedidas tareas, y logran levantar un muro entero en tan sólo una tarde. Aquí no hay nada de eso. No hay un antiguo soldado conviviendo con quienes fueron obreros; no hay un equipo de hombres desafortunados —hay que recordar que muchos de los prisioneros soviéticos fueron atrapados por cuestiones políticas o ideológicas— tratando de hacer que el miembro nuevo se adapte. Ellos, por pequeños que resulten sus esfuerzos ante el vasto remolino blanco —o más bien gris ceniza— de Siberia, su unen y sobreviven juntos. Nosotros, y en este punto no hablo sólo de las cárceles, parecemos ir a extremos descabellados con tal de odiar al de junto, desprestigiarlo, incluso herirlo.

¿De verdad necesitamos tales extremos para unirnos? Espero que no, de verdad, porque vivo en un lugar cálido; no pienso soportar una guerra o una edad de oscurantismo para que logremos un entendimiento. Pero dejando eso de lado, el libro también retrata la soledad. Esa soledad que sólo sucede cuando se está rodeado de gente. Incluso puede ser gente —como en este caso— apreciada, pero a cada uno de ellos les han quitado algo, lo que más necesitan para ser hombres completos: la libertad y el espíritu. Sin estos, van simplemente vagando por las estepas como entes nostálgicos. Personas cuya identidad se diluye en la nieve y en el sudor derramado. Lamento que ésta reseña haya sido tan amarga, no la planeé así, pero debí verlo venir. El libro no tiene momentos excesivamente tristes porque es solo la imagen de un día normal. Pero eso es lo más terrible, la sucesión de días así parece no acabar nunca, y para muchos no lo hace. Así que, si quieren verle un aspecto positivo, tómense como prerrogativa no necesitar de los extremos para ver por el bien real, el bien del prójimo. Agradezcan un poco su suerte, la edad en la que les tocó vivir, y, como corolario, habrán leído un muy buen libro. Recuerden leerlo rápido.

En silencio Shújov miraba el techo. Ni él mismo habría podido decir ya si ansiaba la libertad o no. Al principio, sí: todas las noches contaba los días que habían pasado y los que le quedaban. Pero luego se cansó. Además, se empezó a saber que a los presos los dejaban en libertad, pero no volver a su tierra. ¡Y quién sabía si sería la vida mejor allá que aquí!

Tusquets Editores: $289
Vintage International (inglés): $179
Disponible en:
- Gandhi
- El Sótano

(Hay múltiples ediciones en librerías de viejo a precios menos prohibitivos.)

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