· Odin
den Ivana Denisovischa
· Alexander
Solzhenitzin [URSS/Rusia]
· Primera
edición: 1962
· Novela
El aire helado y tenebroso cortaba la respiración. Dos
grandes reflectores, enfocados desde las lejanas atalayas de las esquinas, cruzaban
sus haces de luz en la zona de seguridad. Estaban encendidas las luces de la
zona y las de dentro del campo. Eran tan numerosas que opacaban enteramente las
estrellas.
Normalmente me tomo mi tiempo. Espero a
llegar a mi casa y estar cómodo o algo. Sí suelo leer en el tren, pero nada más
allá de eso o esperas largas. Si siento que no voy a terminar un capítulo,
prefiero no sacar el libro que llevo. Pero con este sentí un deber, más allá
del mero gusto. Después de todo, si estas 180 páginas relatan lo acontecido en
tan sólo un día cualquiera en la brutalidad de los campos/prisiones siberianos,
¿con qué cara podría yo pausar la lectura? No, si estos hombres iban a trabajar
desde las 5 de la mañana, cuando un martillo golpeaba un pedazo de riel oxidado
para despertarlos, yo iba a leerlos al mismo ritmo. Me tomó 2 días, algo así. Y
la mayoría fue leída en una sola sentada; una kilométrica, en la fila para la
fotografía de la credencial de elector. Fue increíblemente adecuado. Era uno de
los últimos días para realizar el trámite, por lo que hube de formarme desde
las 6 de la mañana, cuando aún estaba oscuro. Una señora vendía café y
cigarrillos, paseando por la fila con un carrito que cargaba un anafre. El
fuego relucía bajo las sombras de los arboles, crispado por el frío. No quiero
ser indulgente ni aburrirlos con descripciones sobre mi vida; sólo creo que fue
muy adecuado. El ambiente que se respiraba allí era comunal, oscuro, callado,
perfecto.
Este no es un libro para leerse en un
silloncito de Starbucks, definitivamente. Es demasiado crudo como para sentarte
allí, ante un vaso de caramel macchiatto venti deslactosado, y sentir que tu
humanidad sigue intacta o que tienes derecho a tales lujos. Primero que nada,
no crean que Solzhenitzin imaginó todo esto. El día tal y como lo cuenta puede
no haber sucedido, y los nombres quizá sean ficticios, pero él vivió el horror
de Siberia en piel propia. Incluso mi edición de Archipielago Gulag, una novela posterior de su autoría, trae en la
contraportada una fotografía de él rapado y escuálido —evidencia de su condena
servida. Como dice A. Tvardovski en el breve prólogo (otro de los aspectos de
la vida soviética que más me aterra es esa manía por suprimir el primer
nombre), el autor no busca ni por asomo el entretenimiento. Busca el retrato de
la vida más dura que un humano pueda llevar. Un retrato que necesitaba ser
pintado, sea cual fuere la consecuencia.
¡Qué cosas! Parecía mentira: la estepa desnuda, la
zona de trabajo abandonada, la nieve refulgiendo bajo la luna, los soldados de
la escolta con las armas aprestadas, a diez pasos de distancia unos de los
otros, un rebaño negro de reclusos y, con un tabardo igual a todos y el número
SCH-311, un hombre que se había pasado la vida usando entorchados dorados, que
había tenido trato con un almirante inglés, y que ahora acarreaba angarillas de
mezcla.
En cuanto al lenguaje y la historia, la
mejor palabra que se me ocurre para describirlos es minimalista. Las palabras
son utilitarias, como una herramienta para un constructor. No puedo decir
cuántas veces me encontré la palabra ‘guantelete’ o ‘ladrillo’. Es casi obscena
la forma en que estas repeticiones siguen y siguen apareciendo. Pero cada una
sirve un fin; ninguna es sólo ineptitud narrativa. Lo único obsceno es la
fragilidad de la vida allí; lo único repetitivo es el frío, la brutalidad, la
muerte. Leer este libro te lleva a cuestionar muchas cosas. Por supuesto, si
uno rasga sólo la superficie, lo único que hay es un ‘Gracias a Dios que no
vivo en la URSS.’ ¿Pero y las prisiones nacionales qué? Quizá no son pesadillas
invernales, pero tienen una planeación terrible, y consiste uno de los mayores
desperdicios de vida que he conocido. No hay rehabilitación alguna; sólo un
separatismo social, un estigma. Es como si el ritmo frenético de nuestro mundo
nos quitara el tiempo necesario para cuidar de esos a quienes hemos refundido
allí, en esas tumbas de olvido anticipado.
En las prisiones de mi país no hay gente
que se muera de hambre, pero no hay problema, se mueren por otras cosas. Se
matan entre ellos, por ejemplo. Turbas enardecidas se levantan a medianoche y
matan a cuarenta personas de los eslabones más débiles. Nadie dice nada. Y no
se trabaja. Los hombres retratados en la novela viven un infierno, sí, pero lo
pasan en comunidad, se ayudan unos a otros en sus desmedidas tareas, y logran
levantar un muro entero en tan sólo una tarde. Aquí no hay nada de eso. No hay
un antiguo soldado conviviendo con quienes fueron obreros; no hay un equipo de
hombres desafortunados —hay que recordar que muchos de los prisioneros
soviéticos fueron atrapados por cuestiones políticas o ideológicas— tratando de
hacer que el miembro nuevo se adapte. Ellos, por pequeños que resulten sus
esfuerzos ante el vasto remolino blanco —o más bien gris ceniza— de Siberia, su
unen y sobreviven juntos. Nosotros, y en este punto no hablo sólo de las
cárceles, parecemos ir a extremos descabellados con tal de odiar al de junto,
desprestigiarlo, incluso herirlo.
¿De verdad necesitamos tales extremos para
unirnos? Espero que no, de verdad, porque vivo en un lugar cálido; no pienso
soportar una guerra o una edad de oscurantismo para que logremos un entendimiento.
Pero dejando eso de lado, el libro también retrata la soledad. Esa soledad que
sólo sucede cuando se está rodeado de gente. Incluso puede ser gente —como en
este caso— apreciada, pero a cada uno de ellos les han quitado algo, lo que más
necesitan para ser hombres completos: la libertad y el espíritu. Sin estos, van
simplemente vagando por las estepas como entes nostálgicos. Personas cuya
identidad se diluye en la nieve y en el sudor derramado. Lamento que ésta
reseña haya sido tan amarga, no la planeé así, pero debí verlo venir. El libro
no tiene momentos excesivamente tristes porque es solo la imagen de un día
normal. Pero eso es lo más terrible, la sucesión de días así parece no acabar
nunca, y para muchos no lo hace. Así que, si quieren verle un aspecto positivo,
tómense como prerrogativa no necesitar de los extremos para ver por el bien
real, el bien del prójimo. Agradezcan un poco su suerte, la edad en la que les
tocó vivir, y, como corolario, habrán leído un muy buen libro. Recuerden leerlo rápido.
En silencio Shújov miraba el techo. Ni él mismo habría
podido decir ya si ansiaba la libertad o no. Al principio, sí: todas las noches
contaba los días que habían pasado y los que le quedaban. Pero luego se cansó.
Además, se empezó a saber que a los presos los dejaban en libertad, pero no
volver a su tierra. ¡Y quién sabía si sería la vida mejor allá que aquí!
Tusquets Editores: $289
Vintage International (inglés): $179
Disponible en:
- Gandhi
- El Sótano
(Hay múltiples ediciones en librerías de viejo a precios menos prohibitivos.)
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