· Tom
Stoppard [Reino Unido/Checoslovaquia]
· Primera
edición: 1967
· Teatro
(tragicomedia-absurdo)
Guildenstern: […] La ecuanimidad de un
lanzador de monedas cualquiera depende
de una ley, más bien una tendencia, o digamos una probabilidad, pero de
cualquier modo una posibilidad matemáticamente calculable, asegurando que nadie
se enojara por perder demasiado ni enojara al oponente ganando demasiado. Esto
creaba una cierta armonía y confianza. Unía lo fortuito y lo ordenado en una
relación cómoda que conocíamos como naturaleza. El sol bajaba casi tanto como
ascendía, y a la larga, una moneda caía en cara casi tanto como en cruz. Luego
vino un mensajero. Nos habían llamado. Nada más pasó. […]
Rosencrantz: Otro curioso fenómeno
científico es que las uñas siguen creciendo después de la muerte. Y también la
barba.
Sigo pensando que le estoy dando una
mordida a un platillo demasiado grande para mí al hacer esta reseña. La obra es
virtualmente desconocida en países hispanohablantes, a excepción de una notable
prominencia en círculos de amantes del teatro, y en algunos de cinéfilos,
gracias a una versión para la pantalla protagonizada por Gary Oldman y Tim
Roth. Así pues, no me intimida la fama de la obra, ni echarme un ejército de
fanboys encima si digo algo mal. Lo que me tiene un tanto vacilante es el texto
en sí, porque no sólo transita el territorio emocional ambiguo de la
tragicomedia, sino que revuelve nuestros sesos con cuestiones existenciales y
literarias del más alto calibre. El intercambio reproducido allá arriba sucede
después de que los personajes lanzan una moneda, y ésta cae en cara… por 92°
vez consecutiva. Algo va mal, las memorias parecen estarse desvaneciendo, y
mientras uno de ellos se aferra a la razón, el otro deambula por el mundo
desdibujado y absurdo como quien se pasea por su patio trasero.
Por supuesto, para desatar el nudo, los
personajes mismos deben remitirse a sus orígenes. Como muchos saben, este par
son personajes secundarios en Hamlet;
amigos de la infancia del melancólico príncipe danés, para ser más precisos. Su
muerte a manos de ingleses es anunciada al final de la obra, con las exactas
palabras que dan título a ésta otra. Nadie pone atención a ella. Quizá están
distraídos por los cuerpos que están sangrando en la alfombra para preocuparse
por los que yacen en otro país, pero hasta eso nos dice algo: Shakespeare no
les concedió la gracia de una muerte con parlamentos, o siquiera en el
escenario. Fueron concebidos con un fin —fallar en su misión, y desaparecer.
¿Pero qué hay más allá del abismo para dos personajes de poca monta? ¿Qué representa
la muerte dentro de un mundo literario? ¿Acaso un dramaturgo tiene derecho de
jugar con vidas de esa manera?
Guil: ¿Alguna vez te ha pasado
que no tienes la menor idea de cómo escribir la palabra “esposa”—o “casa”—porque
cuando las escribes no puedes recordar haber visto las letras en ese orden
antes?
Ros: Recuerdo—
Guil: ¿Sí?
Ros: Recuerdo cuando no había
preguntas.
El tiempo en que no había preguntas es,
por supuesto, la vida, o en términos teatrales, la obra original, Hamlet. Nada era cuestionado, al menos
de su parte, porque el curso de vida para un personajes menor suele ser así:
con objetivo claro y un arco simple. Ellos no hicieron preguntas cuando
pudieron porque no tenían la fuerza ni la razón dramática para hacerlo. Sólo
debían subirse a ese barco con Hamlet y cumplir su fatal destino. Debían adular
a los miembros de la nobleza, comportarse en todo momento un escalafón debajo
de los protagonistas de la obra, dejarlos que se desenvolvieran cómodamente. El
problema fue que el protagonista se aprovechó de esta condición para ganarles
el paso, y matarlos. Lo que Stoppard desarrolla, con impecable humor y
arrolladora imaginación lingüística, es un hipotético después, en donde parece
existir un limbo. No hay ni cielo ni infierno, sólo una versión torcida del
mundo en donde ellos se ven condenados a vagar hasta que comprendan su muerte,
o bien se desvanezcan en el intento.
Otro de los temas desarrollados es, por
obvias razones, la metaficción. No sólo tratamos con personajes extraídos de
Shakespeare, sino que esta misma obra resucita aquí en forma de recuerdos, y
para colmo tenemos una obra más, representada por una pandilla de actores
ambulantes que hallan al dúo en su camino. Esto, claro, hace eco a la
metaficción existente dentro de la obra original; La ratonera, la obra planeada por Hamlet para desenmascarar la
culpa de su tío Claudio. Sin embargo, aquí la obra no sirve de mucho. Nuestros
personajes fallan al buscar significado. La obra de los actores ambulantes es
una reminiscencia a la muerte teatral de Rosencrantz Y Guildenstern, pero ellos
no logran recordarlo. Quizá sus mentes están demasiado inmersas en confusión, o
quizá no pueden obtener conocimiento entero de su tragedia, pues eso rompería
la comedia de la obra. ¿Por qué querríamos un par de Edipos sacándose los ojos
cuando podemos tenerlos haciendo juegos de palabras y bamboleando entre la
ciencia y el sentimiento, entre el realismo y la fantasía, entre el siglo XX y
el XVI, por más de cien páginas?
En la reseña de Hamlet mencionamos que esta obra es mucho mejor que aquella de la
cual se concibió. Ahora, ese es un juicio subjetivo, por supuesto que la poesía
empleada en la obra Shakesperiana es incomparable, pero eso no significa que
retiremos la opinión. La lectura de Rosencrantz
& Guildenstern are Dead es mucho más placentera que la de su obra raíz,
al menos para un apreciador actual. El lenguaje es enredado, y debe ser un
texto infernal para traducir más allá de unas líneas, pero aún así se siente
cercano a nosotros, quizá tan influidos por el auge del pensamiento existencial
de la primera mitad del siglo XX. O tal vez no tenemos que diseccionar tales
teorías, simplemente será suficiente con
hurgar un poco en algunas de las inquietudes que siempre hemos tenido, como
personas y como lectores.
Del lado personal, se trata con la predestinación
y la vida después de la muerte. Nada es más importante para nosotros que la
trascendencia, y el deambular de estos dos a través de ese mundo sin azar y sin
meta produce el mismo efecto que el monólogo de Macbeth, en donde proclama que
la vida es sólo una sombra vaga, una vela que se apaga sin dejar huella en
nadie. Otra figura empleada en esas líneas inmortales para describir la vida es
la de “un pobre cómico que se pavonea sobre las tablas de un teatro.” Y es que
en el universo Shakesperiano al que esta obra pertenece por asociación, todo es
teatro. La intrascendencia que nosotros sentimos por nuestras propias vidas se
identifica, en paralelo, con la intrascendencia de nuestros desdichados
protagonistas. Sus vidas sirvieron al fin de la obra más representada de todos
los tiempos, pero es en la muerte en donde, retomados por Stoppard, sirven a un
propósito más grande por ellos mismos. Quizá ellos estén atrapados en el
absurdo y no puedan encontrar un propósito ni un final adecuado a sus
tribulaciones, pero el viaje no ha sido en vano. Es difícil leer un personaje
secundario de la misma forma tras esta obra. Todos parecen tener un poco más de
alma, y sus entradas y salidas de escena parecen un tanto más desoladoras, y
acaso injustas. Pero como insinúan los actores ambulantes, Tom Stoppard y el
mismo William Shakespeare, ni siquiera las tragedias deben tomarse tan en
serio, pues todo es un espectáculo, si bien con sabores crueles.
Actor: ¡Muertes de todos tamaños
y sabores! ¡Muertes por suspensión, convulsión, combustión, incisión,
ejecución, sofocación y malnutrición…! ¡Violencia extática, por veneno o por
espada…! Duelos con muertes dobles…! ¡Espectáculo!
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