Mi felicidad consiste en que sé apreciar lo que tengo y no deseo con exceso lo que no tengo.
Para escribir algo como Guerra y paz, todos estaremos de acuerdo en que se necesita algo más que la idea y la habilidad; se necesitan tiempo y espacio. Lev Nikolayevich Tolstoy nació en una holgada villa familiar, enmarcada en jardines exquisitos de los cuales uno no tiene más que ver en fotografía para sentir el aire limpio y las aves. Miembro de un antiguo linaje real ruso, se le procuró —a pesar de la prematura muerte de sus padres— la educación que quiso y también los placeres. Así pues, el tiempo y el espacio ya los tenía desde el principio. Entonces, ¿es acaso su obra producto del ocio de un príncipe? Precisamente lo contrario. Antes de ser escritor, decidió ser un hombre íntegro, y se apartó momentáneamente de la comodidad encontrada en la cuna para ganarse el derecho de producir sus obras magnas.
El camino que decidió tomar no sería sencillo, ni uno libre de enemigos. El favorecimiento que mostró hacia las clases bajas, llegando a construir escuelas para los hijos de sus propios siervos, le ganó la animadversión del mismísimo zar. Y eso es sin mencionar su servicio militar. Las meras palabras “militar” y “Rusia” deberían ser indicativas de que no era ningún chiste; pero Lev acrecentó aún más su significado al pedir que se le trasladara al frente de la guerra de Crimea. Allí, y en su anterior aventura militar en el Cáucaso, descubrió las cosas que lo llevarían de noble intrépido a hombre de profundo razonamiento: la falsedad de muchas estructuras sociales y morales de su tierra, y la vida ascética, rodeada de trabajo honesto y naturaleza, como una salvación a tales predicamentos éticos. Nunca se convirtió en un ermitaño, pero sí abandonó la máscara de riqueza vana para convertirse en un hombre de acción y consecuencia, con su persona sumida no sólo en el más profundo pensamiento moral y filosófico, sino en reflexión práctica sobre el mundo y, sobre todo, su madre Rusia.
Antes de dar al pueblo sacerdotes, soldados y maestros, sería oportuno saber si no se está muriendo de hambre.
También muy entreverado con su transformación en modo de vida, está su rechazo de la fe ortodoxa, predominante en su patria. Elige creer en la salvación a través de la misericordia y el ascetismo, no necesariamente mediante los protocolos de la iglesia, a la cual considera corrupta. Se rebela contra los sacerdotes opulentos y también contra los profesores sofistas, como lo evidencia la frase arriba citada. Basta con comparar sus fotografías de joven y de viejo para comprobar su carácter —el de un hombre de cambios, y sin miedo al entorno. Por supuesto, es innegable que su linaje le ayudó a no ser mandado a Siberia. No en balde otros escritores rusos —ya saben, de esos que no tienen una villa familiar en el campo— probaron la desazón de la estepa nevada y el trabajo forzado. La oposición ideológica nunca ha sido algo seguro en esa vasta tierra, pero quizá Tolstoi sabía que si los miembros de las clases bajas no tenían la fuerza para impulsar un cambio o siquiera hablar de ello, él sí lo haría.
Hablando ya de literatura, su huella es inenarrable. No en balde el pueblo de Astapovo, donde murió, fue renombrado en su honor. Hace unos días revisaba reseñas de sus libros en un sitio web, y alguien comparaba el decir que Tolstoi es tu escritor favorito con decir que The Beatles es tu banda preferida: quizá algunos piensen que es trillado, o hasta cliché, pero nadie podrá cuestionarte, y aquellos quienes de verdad hayan hecho un esfuerzo por comprender la obra del artista en cuestión se encontrarán inevitablemente de acuerdo contigo. Cualquiera hubiera dedicado una vida a escribir Guerra y paz o Ana Karenina, mientras que él completó ambas y se dio el tiempo para ficciones más cortas de no menor calidad —como La sonata Kreutzer o La muerte de Iván Ilich—, panfletos sobre temas varios y una multitud de ensayos críticos.
En estos últimos hay una curiosidad que seguramente causará un poco de polémica en sus fueros internos. Sí recuerdan a nuestro último autor del mes, ¿verdad? Pues Tolstoi lo despreciaba con una pasión inaudita. George Orwell quizá haya logrado desentrañar la razón de este odio: Tolstoi es un escritor serio, cuya idea del arte incluye congruencia entre las ideas del escritor y las expresadas en la obra, y el fin social de toda expresión estética. Usando la analogía del novelista y ensayista inglés, Tolstoi siente por Shakespeare lo mismo que un hombre viejo por un chiquillo estridente que no deja de saltar en un sillón. El dramaturgo a quien dedicamos nuestro pasado mes es un poeta incomparable, pero muestra una pasión por los sentidos y la vida terrenal que no complace al sobrio ruso, quien no busca entretener, sino decir algo, sin cuidarse tanto de la belleza del lenguaje en sí.
Estemos de acuerdo o no con sus ideas literarias o artísticas en general, Lev Tolstoy —León Tolstoi para los hispanoparlantes— es una referencia obligada en la narrativa, donde demuestra un inconmensurable talento para tejer historias sobre personajes (a veces demasiados personajes al mismo tiempo) imperfectos y profundamente humanos. Sin embargo, también es una referencia obligada si buscamos un punto de vista agudo y controversial sobre la religión, la moral y la sociedad con todo lo que ésta implica. Por eso es que sus personajes están tan bien delineados y han sobrevivido hasta nuestros días a pesar de provenir de tierras tan lejanas a las nuestras. Al querer explorar al hombre ruso, Tolstoi ha logrado dilucidar cosas que aplican para los ricos, los pobres, los bellos y los no tan agraciados de cualquier parte del mundo. Así pues, a pesar de su estatus polémico, es un hombre que logró su meta: decir algo. Y debemos agradecérselo no sólo por su enorme obra, sino porque el mundo siempre se enriquece cuando un príncipe se atreve a mirar más allá de los tesoros.
No hay más que una manera de ser feliz: vivir para los demás.
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