domingo, 5 de agosto de 2012

La muerte de Iván Ilich


·  Smert' Ivana  Ilyicha
·  León Tolstoi [Rusia]
·  Primera edición: 1886
·  Novela  corta

Hacía ya varias semanas que estaba enfermo; decían que su enfermedad era incurable. Había conservado su puesto, pero se decía que en caso de morir sería reemplazado por Alexeiv y éste por Vinnicov o Stabel. Por eso, al tener el convencimiento de la muerte de Iván Ilich, cada uno de los presentes pensó en seguida qué podría significar ello en el porvenir de los miembros del tribunal o en sus relaciones.

No puedo decir que no me hayan advertido. Este libro había surgido en conversación un par de veces, y ambas me dijeron que estaba “muy enfermo.” Pensé que era una referencia a algo torcido o difícil de comprender, pero no. La prosa de Tolstoi es una de las cosas más directas y bien estructuradas que he leído en mi vida (sólo basta leer la cita anterior, que también muestra lo despiadado que es el autor), pero el libro está enfermo. Literalmente. Si le pusieras un termómetro encima, marcaría más de 40° C., y toda la vida se le va en quejarse de un dolor en el costado. Y quizá por eso leerlo es una experiencia parecida a ver un programa de ciencia forense en la televisión, o pasar unas horas con un familiar hipocondriaco. No sólo terminas cansado, sino que comienzas a preguntarte si esa pequeña punzada en tu dedo gordo del pie izquierdo no conspira para matarte lentamente.

Hay una buena excusa para todo esto, sin embargo. El narrador ruso siempre creyó en el poder de la literatura cuando se trataba de mostrarle el camino a la gente, y no hay camino que nos inquiete más que aquél que termina en la tumba. Iván Ilich es un hombre recto, estudioso, correcto en todo el sentido de la palabra, si bien un tanto frívolo. Esas características también suenan a otra cosa, me parece: los círculos altos de la sociedad del siglo XIX. Ilich no sólo es un hombre común; es el hombre, y por tanto debemos asumir que la querella de Tolstoi no va simplemente contra un personaje desafortunado, sino contra la forma en que su patria entera (quizá todo el continente europeo) enfrentaba la vida. Las conclusiones a las que llega son interesantes, porque si bien se inspira en valores religiosos para darle forma, desprecia los aspectos vacios del culto cristiano —la cruz, el vino, el sacerdocio—, quedándose con el esqueleto, la esencia: la redención del alma a través de una vida verdadera, pero sobre todo, el temor de no haberla logrado.

“Cayo es un hombre, los hombres son mortales, por lo tanto Cayo es mortal”, le había parecido toda su vida justo sólo para referirse a Cayo, pero nunca a él mismo. Aquél era Cayo, un hombre, el hombre en general, y la cosa era completamente justa; pero él no era Cayo, ni el hombre en general, sino que siempre había sido completamente distinto de los demás; era Vania, con su mamá, su papá, con Mitia y Volodia, con sus juguetes, […] con todas las alegrías, pesares y encantos de la infancia, adolescencia y juventud.

El meollo es simple: Iván está enfermo y a nadie parece importarle un pepino. La cuestión está en el porqué. En su prisa por ascender en la escala social, relegó el sentimiento a un segundo plano. Y eso puede sonar cursi, pero es un problema cuando lo llevas al sentido práctico, porque si eliges una esposa que prácticamente no te importa —sino que sólo consideras conveniente—, lo más probable es que ella tampoco te dé mucha importancia a ti. Por muchos años —así lo cuenta el narrador— eso estuvo bien, como una máquina engrasada, si bien monótona y deslucida. ¿Pero qué pasa cuando de verdad necesitas a alguien? Cariño, motivación. No están ahí, porque Iván nunca supo atraerlos hacia su vida, se conformó con la imagen y el artificio del placer llano. Así es como termina tirado en una cama, rodeado por personas que no le quieren en demasía —o si lo hacen lo tienen enterrado muy abajo—, rabiando porque se está muriendo y ellos siguen hablando del ballet como si nada pasara.

Una de las cosas que se maneja muy bien en el libro es la personificación de conceptos en personajes. Nunca parece hacerlo de forma descarada, pero sí logra establecer la presencia claramente. Así como Iván es el hombre o la sociedad, con todas esas frivolidades que le maniatan, Prascovia Fedorovna representa el egoísmo, Ivánovich a la indolencia de la sociedad ante la muerte ajena y —quizá el más importante de todos, al menos en el ideario Tolstoi— el criado Guerasim representa la misericordia, y tal vez hasta la justicia divina. Sus palabras son claras: “Usted está enfermo, y yo debo cuidarlo, porque todos vamos a morir.” En ese sentido, tiene una honestidad refrescante dentro de todo el baile de máscaras que es la vida en sociedad, y el protagonista se lo agradece. Hay un momento en que Iván parece haber hallado en este hombre humilde a un verdadero amigo, lo cual le ayuda a soportar el tormento. Y vaya que hay tormento. Los capítulos se hacen más cortos cada vez, como si imitaran a los estertores de la muerte misma, y asimismo el lenguaje se hace más personal y emotivo. La historia que comienza contada como desde un palco, lejana, fría, termina casi en un delirio febril, con lágrimas y jadeos por todos lados.

Ahora les contaré un poco de mi copia. Se encuentra dentro de una antología titulada Dostoyevsky y Tolstoy: Novelas y cuentos, que encontré en casa de mis abuelos. Es parte de una colección que se compró muchos años antes de mi nacimiento y que nadie se ha dignado a leer, porque las pastas están  perfectas y nadie en la casa jamás me ha hablado de Dostoyevski o Tolstoi. Lo que quiero comentarles es que, si tienen libros tirados por ahí, libros que no se les antoja leer por simple desidia, no dejen que ese sentimiento amodorrado les gane. Lo más probable es que valgan la pena. Aterrizando un poco la historia de Iván Ilich a nuestros tiempos, uno de los pasos más importantes para evitar la perdición de nuestras almas es buscar placer en las cosas menos frívolas que podamos; cosas que de verdad nos muevan, y leer es uno de esos placeres. No hay que leer mucho sólo para saber cosas, sino para pasarla bien y estar en mejor compañía. Así como Guerasim levanta las piernas del enfermo a sus hombros, causándole alivio, la lectura puede cargarnos a través de muchos pantanos, e incluso cuando la muerte se acerque, llevarnos a rastras hacia la luz del final —la luz que permanece, solitaria e infinita. Y sí, es un libro muy enfermo, pero debo decir que me agrada la cura. Salgan y vivan un poco mejor.

“¿Y la muerte? ¿Dónde está?”
Buscó su miedo anterior acostumbrado y no lo encontró. ¿Dónde está? ¿Qué muerte? No había ningún miedo porque no existía tampoco la muerte.
En lugar de la muerte había luz.

Múltiples ediciones, múltiples precios. Si una librería no tiene este libro por menos de $100, corran de ahí y no vuelvan más.

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