· Smert' Ivana Ilyicha
· León Tolstoi [Rusia]
· Primera edición: 1886
· Novela corta
Hacía ya varias semanas que estaba enfermo; decían que
su enfermedad era incurable. Había conservado su puesto, pero se decía que en
caso de morir sería reemplazado por Alexeiv y éste por Vinnicov o Stabel. Por
eso, al tener el convencimiento de la muerte de Iván Ilich, cada uno de los
presentes pensó en seguida qué podría significar ello en el porvenir de los
miembros del tribunal o en sus relaciones.
No puedo decir que no me hayan advertido.
Este libro había surgido en conversación un par de veces, y ambas me dijeron
que estaba “muy enfermo.” Pensé que era una referencia a algo torcido o difícil
de comprender, pero no. La prosa de Tolstoi es una de las cosas más directas y
bien estructuradas que he leído en mi vida (sólo basta leer la cita anterior,
que también muestra lo despiadado que es el autor), pero el libro está enfermo.
Literalmente. Si le pusieras un termómetro encima, marcaría más de 40° C., y
toda la vida se le va en quejarse de un dolor en el costado. Y quizá por eso
leerlo es una experiencia parecida a ver un programa de ciencia forense en la
televisión, o pasar unas horas con un familiar hipocondriaco. No sólo terminas
cansado, sino que comienzas a preguntarte si esa pequeña punzada en tu dedo
gordo del pie izquierdo no conspira para matarte lentamente.
Hay una buena excusa para todo esto, sin
embargo. El narrador ruso siempre creyó en el poder de la literatura cuando se
trataba de mostrarle el camino a la gente, y no hay camino que nos inquiete más
que aquél que termina en la tumba. Iván Ilich es un hombre recto, estudioso,
correcto en todo el sentido de la palabra, si bien un tanto frívolo. Esas características
también suenan a otra cosa, me parece: los círculos altos de la sociedad del
siglo XIX. Ilich no sólo es un hombre común; es el hombre, y por tanto debemos asumir que la querella de Tolstoi no
va simplemente contra un personaje desafortunado, sino contra la forma en que
su patria entera (quizá todo el continente europeo) enfrentaba la vida. Las
conclusiones a las que llega son interesantes, porque si bien se inspira en
valores religiosos para darle forma, desprecia los aspectos vacios del culto
cristiano —la cruz, el vino, el sacerdocio—, quedándose con el esqueleto, la
esencia: la redención del alma a través de una vida verdadera, pero sobre todo,
el temor de no haberla logrado.
“Cayo es un hombre, los hombres son mortales, por lo
tanto Cayo es mortal”, le había parecido toda su vida justo sólo para referirse
a Cayo, pero nunca a él mismo. Aquél era Cayo, un hombre, el hombre en general,
y la cosa era completamente justa; pero él no era Cayo, ni el hombre en
general, sino que siempre había sido completamente distinto de los demás; era
Vania, con su mamá, su papá, con Mitia y Volodia, con sus juguetes, […] con
todas las alegrías, pesares y encantos de la infancia, adolescencia y juventud.
El meollo es simple: Iván está enfermo y a
nadie parece importarle un pepino. La cuestión está en el porqué. En su prisa
por ascender en la escala social, relegó el sentimiento a un segundo plano. Y
eso puede sonar cursi, pero es un problema cuando lo llevas al sentido práctico, porque si eliges una esposa que prácticamente no te importa —sino que
sólo consideras conveniente—, lo más probable es que ella tampoco te dé mucha
importancia a ti. Por muchos años —así lo cuenta el narrador— eso estuvo bien,
como una máquina engrasada, si bien monótona y deslucida. ¿Pero qué pasa cuando
de verdad necesitas a alguien? Cariño, motivación. No están ahí, porque Iván
nunca supo atraerlos hacia su vida, se conformó con la imagen y el artificio
del placer llano. Así es como termina tirado en una cama, rodeado por personas
que no le quieren en demasía —o si lo hacen lo tienen enterrado muy abajo—,
rabiando porque se está muriendo y ellos siguen hablando del ballet como si
nada pasara.
Una de las cosas que se maneja muy bien en el
libro es la personificación de conceptos en personajes. Nunca parece hacerlo de
forma descarada, pero sí logra establecer la presencia claramente. Así como
Iván es el hombre o la sociedad, con todas esas frivolidades que le maniatan,
Prascovia Fedorovna representa el egoísmo, Ivánovich a la indolencia de la
sociedad ante la muerte ajena y —quizá el más importante de todos, al menos en
el ideario Tolstoi— el criado Guerasim representa la misericordia, y tal vez
hasta la justicia divina. Sus palabras son claras: “Usted está enfermo, y yo
debo cuidarlo, porque todos vamos a morir.” En ese sentido, tiene una
honestidad refrescante dentro de todo el baile de máscaras que es la vida en
sociedad, y el protagonista se lo agradece. Hay un momento en que Iván parece
haber hallado en este hombre humilde a un verdadero amigo, lo cual le ayuda a
soportar el tormento. Y vaya que hay tormento. Los capítulos se hacen más
cortos cada vez, como si imitaran a los estertores de la muerte misma, y
asimismo el lenguaje se hace más personal y emotivo. La historia que comienza
contada como desde un palco, lejana, fría, termina casi en un delirio febril,
con lágrimas y jadeos por todos lados.
Ahora les contaré un poco de mi copia. Se
encuentra dentro de una antología titulada Dostoyevsky
y Tolstoy: Novelas y cuentos, que encontré en casa de mis abuelos. Es parte
de una colección que se compró muchos años antes de mi nacimiento y que nadie
se ha dignado a leer, porque las pastas están
perfectas y nadie en la casa jamás me ha hablado de Dostoyevski o
Tolstoi. Lo que quiero comentarles es que, si tienen libros tirados por ahí,
libros que no se les antoja leer por simple desidia, no dejen que ese sentimiento
amodorrado les gane. Lo más probable es que valgan la pena. Aterrizando un poco
la historia de Iván Ilich a nuestros tiempos, uno de los pasos más importantes
para evitar la perdición de nuestras almas es buscar placer en las cosas menos
frívolas que podamos; cosas que de verdad nos muevan, y leer es uno de esos
placeres. No hay que leer mucho sólo para saber cosas, sino para pasarla bien y
estar en mejor compañía. Así como Guerasim levanta las piernas del enfermo a
sus hombros, causándole alivio, la lectura puede cargarnos a través de muchos
pantanos, e incluso cuando la muerte se acerque, llevarnos a rastras hacia la
luz del final —la luz que permanece, solitaria e infinita. Y sí, es un libro
muy enfermo, pero debo decir que me agrada la cura. Salgan y vivan un poco
mejor.
“¿Y la muerte? ¿Dónde está?”
Buscó su miedo anterior acostumbrado y no lo encontró.
¿Dónde está? ¿Qué muerte? No había ningún miedo porque no existía tampoco la
muerte.
En lugar de la muerte había luz.
Múltiples ediciones, múltiples precios. Si una librería no tiene este libro por menos de $100, corran de ahí y no vuelvan más.
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