“Nací en 1928 (el 22 de enero) en Guanajuato, una ciudad de provincia
que era entonces casi un fantasma. Mi padre y mi madre duraron veinte años de
novios y dos de casados. Cuando mi padre murió yo tenía ocho meses y no lo recuerdo.
Por las fotos deduzco que de él heredé las ojeras (...)”
Tratar de describir la seriedad
que esconde el humor de Jorge Ibargüengoitia es como intentar describir a la
mujer que se ama, o a una gota de lluvia impactando en el suelo, no hay forma
de resumirlo ni de explicarlo. Cuando se mencionan a los grandes de la
literatura mexicana encontramos, irremediablemente, a Octavio Paz y Carlos
Fuentes. Merecen el renombre que han obtenido, de eso no hay duda, pero leerlos
no es leer a México. Octavio Paz relata sus múltiples viajes y los enigmas del
ser, se ponía guantes blancos para escribir; Carlos Fuentes se encerraba en su
departamento, lejos del ruido del pueblo. Ibargüengoitia no es así, él crece
con el ruido de la ciudad y el polvo hegemónico que era el PRI en aquel
entonces.
Su papel no estaba en cuartos
silenciosos ni en obras de un lenguaje pomposo, no. La vida de sus novelas se
tiñe y esculpe en tonos coloquiales y rebozos. Pero antes de optar por este
camino tuvo que dar algunos traspiés. Estudió un par de años en la Facultad de
Ingeniería, hasta que se dio cuenta que aquellos rumbos eran mera ociosidad. Se
inscribió entonces en la facultad de Filosofía y Letras, en la carrera de Teoría
y Composición Dramática; irónicamente, tras dedicar diez años de su vida a
escribir teatro, terminaría escribiendo novelas.
“Crecí entre mujeres que me adoraban. Querían que fuera ingeniero:
ellas habían tenido dinero, lo habían perdido y esperaban que yo lo recuperara.
En ese camino estaba cuando un día, a los veintiún años, faltándome dos para
terminar la carrera, decidí abandonarla para dedicarme a escribir. Las mujeres
que había en la casa pasaron quince años lamentando esta decisión ‘lo que
nosotros hubiéramos querido’, decían, ‘es que fueras ingeniero’, más tarde se
acostumbraron.”
Y que bueno que lograron
acostumbrarse, porque la producción de Ibargüengoitia es un verdadero tesoro.
Su actitud no es ajena, a diferencia de muchos escritores que sólo viven del
gusto de que los admiren, Ibargüengoitia vivió del gusto de construir
verdaderas opiniones. Fue un verdadero Jonathan Swift mexicano. Su agudeza y
sus sarcasmos dan como resultado una crítica social necesaria para comprender el
derrumbe inminente de México de entonces, pero también el de ahora. La manera
en que maneja los personajes otorga un colorido folklor, pero una gris
realidad. En obras como Los relámpagos de
Agosto o Los pasos de López humaniza, casi blasfema, contra la historia de
la libertad mexicana. Juega con personajes históricos, hasta mostrarnos sus
miedos y confusiones; no con la tarea de ridiculizar, sino de ponernos al nivel
y ser parte de aquella tradición.
Pero ser un hombre de tradiciones
ha tenido un peso duro en la atención que ha recibido. Sus obras no pueden ser
traducidas, porque perderían toda sazón y elocuencia. Podemos dar traducciones
literales, pero no tendría sentido. Para comprender a Ibargüengoitia es
necesario vivir la realidad mexicana, sentir la corrupción de la policía y el
peso de toda una cultura. Esta barrera del lenguaje me recuerda mucho a los
poetas irlandeses que deciden escribir en irlandés en lugar de inglés limitando
así su círculo al de unos pocos lectores, pero manteniendo y reviviendo la
grandeza de su pasado. Así es como Ibargüengoitia, de alguna manera, se margina
y aleja de los ojos mundiales, para ser silenciosamente querido en su país
natal. Una parte del oro que sobrevivió al Imperio Español. No le guardamos
resentimiento por haberse casado con una pintora inglesa, ni haberse ido a vivir
a París. Su humor no lo convertía en cómico, era un hombre riguroso, de
aquellos que se sientan a escribir hasta que la cena está fría. Escribir hasta
el final.
Ojalá ese final no lo hubiera
alcanzado. Ojalá no hubiera decidido marchar a Colombia, a aquél encuentro de
escritores, –ya lo había dudado mucho, porque no quería abandonar su libro. Pero
decidió tomar aquel vuelo, y su vida culminó como una de sus novelas. Así, sin
más, un error humano. Una calamidad inesperada. Una conclusión llena de
ironías. El 27 de noviembre de 1983 el vuelo 11 de Avianca, con ruta
París-Madrid-Bogotá, colisionó con tres colinas sucesivamente. Entre sus 169
pasajeros, se encontraban personalidades tales como Marta Traba (escritora
Argentina), Ángel Rama (escritor Uruguayo) y, como una novela sin final feliz,
Jorge Ibargüengoitia.
Pero claro, no lo perdimos. Leerlo es viajar con el a provincia y probar el
frescor de una prosa que va más allá del humor.
“Otro
defecto, probablemente el más grave, de los insultos tradicionales consiste en
que no hacen muella en la reputación del insultado. Es decir, nadie va a creer
que un señor es lo que le dijeron. La reputación del insultado depende de su
reacción al insulto, no de la veracidad del mismo.”
Links de interés:
No hay comentarios:
Publicar un comentario