miércoles, 31 de octubre de 2012

La llamada de Cthulhu


·  The Call of Cthulhu
·  H. P. Lovecraft
·  Primera edición: 1928
·  Cuento


Sospecho que no existe en el universo mayor dicha que la incapacidad de la mente humana para vincular entre sí todo lo que ella contiene. Estamos morando en un islote de grata ignorancia, circundados por las aguas negras del infinito, y nos está predestinado emprender largas travesías.

Esa es una manera muy verbosa de decir que la ignorancia es una bendición. Pero también es la manera en que abre esta historia, y toda la mitología subsecuente que surgiría de ella. Desde los albores de la literatura, es decir desde los clásicos, la humanidad se ha visto fascinada por todo lo que pueda ser más antiguo que ella. Me atrevo a proponer que no es enteramente ajeno a este concepto el momento en que alguien decidió inventar a Dios. Todos queremos saber algo sobre nuestros ancestros, descifrar la genealogía humana hasta sus primeras raíces, pues ello nos daría claves inimaginables sobre quiénes somos; esa pregunta eterna que nos persigue como a ratas todo el tiempo. Podemos decir que nuestros orígenes se dieron bajo el consentimiento de un ser todopoderoso y benévolo, o bien que nos modelaron entre varios, usando maíz y algunas otras cosas. Tener un patriarca, algo que nos preceda, es de inconmensurable importancia para nuestro imaginario colectivo. ¿Qué pasaría entonces si se tuerce a esa figura paterna?

Y es que para comprender la clave del terror que vemos en Cthulhu no sólo hay que pensar en sus tentáculos y su ferocidad; no sólo hay que leer el poema victoriano The Kraken e imaginar olas de 50 metros alzarse a su paso; hay que pensar sobre la naturaleza de Dios. En un mundo en que Cthulhu fuera real, y los aborígenes que lo adoran tuviesen pruebas fehacientes de su existencia y rol en tiempos anteriores a la humanidad, no dudo que los suicidios serían masivos. Aceptar a los llamados Dioses Antiguos es negar a todos los dioses convencionales; y Cthulhu, en su ciudad hundida de R’lyeh, representa ese deseo que en realidad deseamos jamás se cumpla: tener a un Dios tangible y al alcance de la mano. En efecto, por más que declaremos querer encontrar a Dios, en realidad no creo que estemos pensando lo que eso implicaría, cosa que H. P. Lovecraft sí hizo. Encontrar a Dios, literalmente, debajo de una piedra, implicaría vivir por siempre bajo el poder de su yugo y su voluntad. Implicaría perder todo el poder que la humanidad había ganado a través de los siglos, y volver a los tiempos del rito y la barbarie. Más allá de cualquier miedo personal que sintamos por los calamares o por el océano, creo que el verdadero terror del cuento yace allí, durmiente, silencioso, como el mismo Cthulhu.

Habló de sus sueños de una forma sorprendentemente poética, dibujándome con extrema precisión la comarca ciclópea de piedra verdosa y mohosa —de un diseño absolutamente equívoco, según afirmó— y volví a oír nuevamente la cavernosa llamada mental con una expectación temerosa: “Cthulhu fthagn, Cthulhu fthagn.”

Sin embargo, esta no es la historia de una humanidad que descubre entera la existencia de un Dios, sino de unos cuantos elegidos (desafortunados) que le quitan el velo al monstruo sólo para volver a ponérselo —o tratar de hacerlo. Esto es conocimiento hermético, secreto, prohibido. Desde leer el diario de una hermana hasta husmear archivos gubernamentales en Wikileaks, es innegable el allure que despierta en nosotros todo lo que no deberíamos estar viendo. Al dotar a su cuento de facultades un tanto mórbidas a través del recurso sempiterno del “manuscrito encontrado,” Lovecraft está apelando a esa pare de todos nosotros que no puede apartar los ojos del todo cuando pasa por un accidente de tráfico. Al enfocar su anécdota de este modo, el autor no sólo evoca el horror del monstruo, sino el misterio contenido en el trayecto para encontrarlo. Evoca el espacio de las bibliotecas, las universidades, las casas en donde se celebran entrevistas con hombres dementes, y finalmente evoca una expedición marítima; todo esto repleto con la pasión y curiosidad incontenibles que, se nos dice, suelen matar a los gatos.

La expedición marítima, he ahí otro punto para platicar. El mero concepto de encontrar a Cthulhu en la ciudad submarina olvidada de R’lyeh está torciendo las nociones tradicionales de Dios. En otro cuento de Lovecraft, La búsqueda soñada de la oculta Kadath, un personaje parte en un viaje casi interminable para buscar a otro de estos dioses y su ciudad perdida. Sin embargo, mientras que Kadath se lee casi como una aventura al estilo de Verne, Cthulhu se ha convertido en un paradigma del género terrorífico. Esto puede ser porque la ciudad de Kadath está en una cúspide, y es hermosa. El ir allí significa una ascensión, y por lo tanto recuerda mucho más a los preceptos normales para la búsqueda de un Dios. La ciudad de R’lyeh, en cambio, es grotesca y para llegar a ella se debe bajar —dirigirse, de cierto modo, al fondo del planeta. El proceso de búsqueda, así como el concepto de la deidad benevolente, está invertido, y eso sume al lector en la más absoluta confusión y expectación.

Tras esta expedición, el final de la historia, siguiendo las reglas de la arquitectura lovecraftiana hallados en casi todos sus relatos, describe ángulos grotescos. Y es que no es ni abierto ni cerrado: la anécdota concluye, pero nada se ha resuelto. El cuento ha llegado a su puerto, mas el terror sigue yaciendo dónde al principio, inamovible, eterno. Es por esta victoria de las tinieblas que la narración cierra precipitada y con temor en la voz, hablando del futuro de una forma escasamente coherente y que parece delinear una amenaza. La amenaza no es particular, pues el narrador teme tanto por él como por todos nosotros. Es prudente que lo haga, dado que en menos de 30 páginas H. P. Lovecraft ha violado reglas divinas, naturales y espaciales al por mayor, dejándonos tambaleantes sobre una cuerda floja de cordura. Es prudente su pregunta, “¿Quién conoce el fin?”, lanzada hacia el futuro, en la faz de un terror que —como dice la primera cita— es demasiado para un hombre. No podemos aprehender del todo el horror enclaustrado en el ser de Cthulhu, y si lo hiciéramos lo más seguro es que explotáramos. Sin embargo, de la mano de la prosa cargada e inconfundible de Lovecraft, seguiremos intentando generación tras generación, hasta que los eones se extingan.

Lo que ha emergido puede hundirse y lo que se ha hundido puede emerger. Lo satánico aguarda soñando en el fondo del mar, y sobre las ondulantes ciudades humanas navega el Apocalipsis. Un día llegara…

Múltiples ediciones, múltiples precios, dominio público. Aquí está.

¡Feliz Noche de Brujas!

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