· The
Call of Cthulhu
· H.
P. Lovecraft
· Primera
edición: 1928
· Cuento
Sospecho que no existe en el universo mayor dicha que
la incapacidad de la mente humana para vincular entre sí todo lo que ella
contiene. Estamos morando en un islote de grata ignorancia, circundados por las
aguas negras del infinito, y nos está predestinado emprender largas travesías.
Esa es una manera muy verbosa de decir que
la ignorancia es una bendición. Pero también es la manera en que abre esta
historia, y toda la mitología subsecuente que surgiría de ella. Desde los
albores de la literatura, es decir desde los clásicos, la humanidad se ha visto
fascinada por todo lo que pueda ser más antiguo que ella. Me atrevo a proponer
que no es enteramente ajeno a este concepto el momento en que alguien decidió inventar
a Dios. Todos queremos saber algo sobre nuestros ancestros, descifrar la
genealogía humana hasta sus primeras raíces, pues ello nos daría claves
inimaginables sobre quiénes somos; esa pregunta eterna que nos persigue como a
ratas todo el tiempo. Podemos decir que nuestros orígenes se dieron bajo el
consentimiento de un ser todopoderoso y benévolo, o bien que nos modelaron
entre varios, usando maíz y algunas otras cosas. Tener un patriarca, algo que
nos preceda, es de inconmensurable importancia para nuestro imaginario
colectivo. ¿Qué pasaría entonces si se tuerce a esa figura paterna?
Y es que para comprender la clave del
terror que vemos en Cthulhu no sólo hay que pensar en sus tentáculos y su
ferocidad; no sólo hay que leer el poema victoriano The Kraken e imaginar olas de 50 metros alzarse a su paso; hay que
pensar sobre la naturaleza de Dios. En un mundo en que Cthulhu fuera real, y
los aborígenes que lo adoran tuviesen pruebas fehacientes de su existencia y
rol en tiempos anteriores a la humanidad, no dudo que los suicidios serían
masivos. Aceptar a los llamados Dioses Antiguos es negar a todos los dioses
convencionales; y Cthulhu, en su ciudad hundida de R’lyeh, representa ese deseo
que en realidad deseamos jamás se cumpla: tener a un Dios tangible y al alcance
de la mano. En efecto, por más que declaremos querer encontrar a Dios, en
realidad no creo que estemos pensando lo que eso implicaría, cosa que H. P.
Lovecraft sí hizo. Encontrar a Dios, literalmente, debajo de una piedra,
implicaría vivir por siempre bajo el poder de su yugo y su voluntad. Implicaría
perder todo el poder que la humanidad había ganado a través de los siglos, y
volver a los tiempos del rito y la barbarie. Más allá de cualquier miedo
personal que sintamos por los calamares o por el océano, creo que el verdadero
terror del cuento yace allí, durmiente, silencioso, como el mismo Cthulhu.
Habló de sus sueños de una forma sorprendentemente
poética, dibujándome con extrema precisión la comarca ciclópea de piedra verdosa
y mohosa —de un diseño absolutamente equívoco, según afirmó— y volví a oír
nuevamente la cavernosa llamada mental con una expectación temerosa: “Cthulhu
fthagn, Cthulhu fthagn.”
Sin embargo, esta no es la historia de una
humanidad que descubre entera la existencia de un Dios, sino de unos cuantos
elegidos (desafortunados) que le quitan el velo al monstruo sólo para volver a
ponérselo —o tratar de hacerlo. Esto es conocimiento hermético, secreto,
prohibido. Desde leer el diario de una hermana hasta husmear archivos
gubernamentales en Wikileaks, es innegable el allure que despierta en nosotros todo lo que no deberíamos estar
viendo. Al dotar a su cuento de facultades un tanto mórbidas a través del recurso
sempiterno del “manuscrito encontrado,” Lovecraft está apelando a esa pare de
todos nosotros que no puede apartar los ojos del todo cuando pasa por un
accidente de tráfico. Al enfocar su anécdota de este modo, el autor no sólo
evoca el horror del monstruo, sino el misterio contenido en el trayecto para
encontrarlo. Evoca el espacio de las bibliotecas, las universidades, las casas
en donde se celebran entrevistas con hombres dementes, y finalmente evoca una
expedición marítima; todo esto repleto con la pasión y curiosidad incontenibles
que, se nos dice, suelen matar a los gatos.
La expedición marítima, he ahí otro punto para
platicar. El mero concepto de encontrar a Cthulhu en la ciudad submarina
olvidada de R’lyeh está torciendo las nociones tradicionales de Dios. En otro
cuento de Lovecraft, La búsqueda soñada
de la oculta Kadath, un personaje parte en un viaje casi interminable para
buscar a otro de estos dioses y su ciudad perdida. Sin embargo, mientras que Kadath se lee casi como una aventura al
estilo de Verne, Cthulhu se ha
convertido en un paradigma del género terrorífico. Esto puede ser porque la
ciudad de Kadath está en una cúspide, y es hermosa. El ir allí significa una ascensión,
y por lo tanto recuerda mucho más a los preceptos normales para la búsqueda de un
Dios. La ciudad de R’lyeh, en cambio, es grotesca y para llegar a ella se debe
bajar —dirigirse, de cierto modo, al fondo del planeta. El proceso de búsqueda,
así como el concepto de la deidad benevolente, está invertido, y eso sume al
lector en la más absoluta confusión y expectación.
Tras
esta expedición, el final de la historia, siguiendo las reglas de la arquitectura
lovecraftiana hallados en casi todos sus relatos, describe ángulos grotescos. Y
es que no es ni abierto ni cerrado: la anécdota concluye, pero nada se ha
resuelto. El cuento ha llegado a su puerto, mas el terror sigue yaciendo dónde
al principio, inamovible, eterno. Es por esta victoria de las tinieblas que la
narración cierra precipitada y con temor en la voz, hablando del futuro de una
forma escasamente coherente y que parece delinear una amenaza. La amenaza no es
particular, pues el narrador teme tanto por él como por todos nosotros. Es
prudente que lo haga, dado que en menos de 30 páginas H. P. Lovecraft ha
violado reglas divinas, naturales y espaciales al por mayor, dejándonos
tambaleantes sobre una cuerda floja de cordura. Es prudente su pregunta, “¿Quién
conoce el fin?”, lanzada hacia el futuro, en la faz de un terror que —como dice
la primera cita— es demasiado para un hombre. No podemos aprehender del todo el
horror enclaustrado en el ser de Cthulhu, y si lo hiciéramos lo más seguro es
que explotáramos. Sin embargo, de la mano de la prosa cargada e inconfundible
de Lovecraft, seguiremos intentando generación tras generación, hasta que los eones
se extingan.
Lo que ha emergido puede hundirse y lo que se ha
hundido puede emerger. Lo satánico aguarda soñando en el fondo del mar, y sobre
las ondulantes ciudades humanas navega el Apocalipsis. Un día llegara…
Múltiples ediciones, múltiples precios, dominio público. Aquí está.
¡Feliz Noche de Brujas!
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