jueves, 20 de diciembre de 2012

Los muertos



  • The Dead
  • James Joyce [Irlanda]
  • Primera edición: 1914
  • Cuento / Novela  corta

Él diría, respecto a sus tías Julia y Mary Kate: "Señoras y señores, la generación que ahora decae entre nosotros quizá haya tenido sus errores, pero por mi parte creo que poseían ciertas cualidades de hospitalidad, de carácter, de humanidad, que la nueva, extremadamente seria e hipereducada generación que crece alrededor de nosotros parece no tener." Eso estaba muy bien. [...] ¿A quién le importaba que sus tías sólo fuesen un par de señoras viejas e ignorantes?

James Joyce es un escritor al que le tengo miedo. Tanto Ulises como Finnegan's Wake son novelas que, en teoría, yo debería alabar como clásicos de la literatura moderna. Pero cada que investigo un poco sobre ellas o las hojeo en la biblioteca, salgo con un paladar terriblemente asustado. Sus oraciones suelen deslizarse por páginas enteras, o bien estar cortadas en lugares en los que nadie pensaría en cortarlas. Sus narraciones suelen insertar pedazos de lo que el personaje ve en la calle, mientras camina, a mitad del argumento principal, cosa indescifrable sin tres libros de crítica literaria y un buen profesor. También gustaba de inventar palabras, o escribir fonéticamente, haciendo que lo que estaba impreso en el papel se convirtiera en una serie de jeroglíficos hasta que se le leía en voz alta. Pero esta vez no, afortunadamente; esta vez sólo contó una historia, manteniendo sus juegos intelectuales al mínimo y permitiéndose un ejercicio en sentimiento. El cuento está enmarcado en una de las tradiciones más arraigadas de estas fechas --la reunión familiar inevitable. ¿Ya comenzaron a preparar la cena?

Ahora, el que no esté tratando de engañarnos o sorprendernos con experimentos textuales intrincados no significa que Joyce no sea Joyce. La historia sigue estando tejida con el hilo distintivo de un hombre inteligente, y el sentimiento que invoca en sus personajes es eminentemente restringido, incluso doloroso. La obra trata, a grandes rasgos, sobre los recuerdos que ciertas fechas --como estas, decembrinas-- y ciertas situaciones pueden despertar en nosotros. Pero todo esta recordado con un matiz de pena, resentimiento y humor, como sólo los irlandeses saben recordar. Mas eso no significa que el cuento no signifique nada si no se es irlandés: Joyce logra hacer un retrato de una familia que es, ante todo, humana. La tía parlanchina, la tía gruñona, el primo sangrón, las cortesías inacabables, los invitados incómodos, el licor que se integra a las venas mediante el paso de las horas, y allí, en medio de todo eso, un protagonista confundido sobre sus sentimientos hacia Irlanda, hacia el resto de los allí reunidos, hacia su papel en este inmenso mundo. Suena a demasiado para ser sólo una cena de Navidad o de Reyes. No lo es; Joyce sabe exactamente dónde colocar cada coma, cada letra.

Se quedó parado en la oscuridad del pasillo, tratando de atrapar la melodía que la voz cantaba, y observando a su esposa allí arriba. Había gracia y misterio en su actitud, como si ella fuera un símbolo de algo. Se preguntó a sí mismo de qué podría ser símbolo una mujer parada en las escaleras, en la sombra, escuchando música a lo lejos. Sí fuera pintor, así es como la pintaría. Su sombrero de fieltro azul haría resaltar el bronce de su cabello contra la oscuridad, y los pliegues oscuros de su falda resaltarían los iluminados. "Música distante" se habría llamado, si él fuera pintor.

La tía Julia y la tía Mary Kate hacen un baile/cena cada año, el cual es muy popular entre familiares y amigos. Nadie tiene permitido faltar. Ellas, junto con una sobrina menor, son las maestras de música más renombradas de la ciudad, y acorde a ello, la velada va de la mano con acompañamiento musical exquisito. Es una de estas canciones que amenizan la velada --aunque ésta ya no es oída más que por unos cuantos, pues ya era tarde-- la que despierta en la esposa de Gabriel Conroy un recuerdo desgarrador. La noche transcurre, ellos se marchan de la casa bajo una tersa nevada, mientras Gabriel recuerda su vida junto a ella, Gretta, y lo hermosa que se veía escuchando la música distante bajo la escalera. La desea. Ella, sin embargo, va pensando en cosas muy distintas, enraizadas en el pasado. Cosas que no pueden renacer, que están muertas, y que a pesar de ello gustan de regresar etéreas a nosotros, de vez en cuando. Quizá lo hacen para molestar, pero quizá lo hacen para recordarnos quiénes somos en verdad.

Parecería ser, al momento de la revelación final, que la cena fue tan sólo una excusa para que nos encariñáramos con los personajes. Que fue algo separado del verdadero significado del relato. No creo que sea así. Para empezar, este no es un cuento que trate sobre algo, sino sobre alguien. Todos nosotros, y nuestras pequeñas o grandes cuestiones existenciales, encarnadas en Gabriel. Como tal, la trama y los escenarios son irrelevantes ya de por sí, y la cena tiene un lugar en la historia como podría tenerlo cualquier otro lugar; pero hay otra --una que en verdad justifica su presencia. ¿Dónde si no en la cena navideña podemos interactuar con otras generaciones de nuestra familia de un modo tan descarado, nutritivo, extenso? Es en ese momento, que no sucede sino en estas fechas, en donde nos encontramos con el pasado de frente, y hasta lo hacemos nuestro por un instante. Es ese un espejo, no, más que un espejo, algo que refleja quienes somos, pero también de donde venimos. Esas conversaciones con los abuelos y tíos no sólo pasan el rato en lo que llega el pavo, sino que establecen nuestro lugar en el cosmos familiar. Nos definen.

Del mismo modo, la nieve en este cuento hace más que sólo recordarnos que es temporada de fiestas y villancicos. La nieve (a riesgo de sonar terriblemente obvio) enfría. Eso crea un colchón de clima frío que contrasta con los sentimientos pasionales de Gabriel y Gretta. Pero el invierno también es metáfora para el desenlace de la vida; de nuevo, la nostalgia y el pasado que dejamos aparece. Nos recuerda que todo el amor, rencor, arrepentimiento que sentimos en nuestras vidas es, a fin de cuentas, un preludio a la muerte que nos envolverá por siempre. Pero la muerte, nos enseña la historia, no siempre significa olvido. Podemos vivir de otros modos, en los corazones que nos recuerden. Nosotros también podemos, cuando el invierno pase, convertirnos en "símbolos de algo". Aunque la muerte, la nieve, nos llegue a todos por igual, la vida sigue significando mucho, pues lo que hacemos con ella deja recuerdos de nobleza en amigos y familiares. Ese pensamiento no constituye una mala forma de vivir, y ciertamente ayuda a hacer estas fechas un poco más especiales. Cada momento cuenta, para todos nosotros.

Sí, los periódicos tenían razón: la nieve caía sobre toda Irlanda. Caía sobre cada parte del oscuro altiplano central, sobre las colinas desarboladas, suavemente caía sobre el pantano de Allen y, más al oeste, caía suavemente sobre las olas rebeldes del río Shannon. [...] Su alma desfalleció poco a poco mientras escuchaba la nieve caer débilmente a través del universo y caer débilmente, como el descenso de su fin último, sobre todos los vivos y los muertos.

Como parte de "Dublineses":
Fontamara: $140
Losada: $180
Oxford University Press (inglés): $150
Edición individual:
Gandhi: $35
Axial: $40
Disponible en: 
-Gandhi
-El Sótano
-Porrúa
-FCE
-El Péndulo

2 comentarios:

  1. Hubieras hablado de todo "Dublineses"

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  2. Entiendo que hayan preferido hacer la reseña de sólo Los Muertos. Yo personalmente no veía algo notorio en el libro hasta que llegué a este cuento. Hay, ciertamente, más cuentos buenos, pero no pensaba que el libro pasara a la lista de los libros que revisitar hasta que leí éste. Excelente reseña.

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