Cuando te das cuenta de
que no entiendes algo, por lo general estás en el camino indicado para entender
toda clase de cosas.
En ocasiones
Wikipedia es más sabia de lo que parece. Antes que novelista o autor, algún
editor anónimo decidió que el título más apropiado para denominar a Jostein
Gaarder (n. Agosto 8, 1952. Oslo, Noruega) era el de intelectual. Y es curioso
que esté de acuerdo con ello. He leído tres libros suyos, ninguno de los cuales
es un serio estudio sociológico, ni un ensayo de filosofía. Los tres son
historias humanas, carnales incluso. Pero Gaarder no tiene un corazón
intempestivo; no se lanza a la escritura como quien busca asolar un pueblo con
la fuerza de la emoción; no considera que una historia linda, fascinante, sea
suficiente para sostener y elevar un libro. En efecto, independientemente de si
es profesor universitario, de si escribe artículos culturales en la prensa,
Gaarder es un intelectual de la narración. Sus mundos no sólo contienen
historias atrapantes, sino que nos revelan, por si lo habíamos olvidado, que
todo en este mundo puede ser una buena excusa para pensar, observar, o incluso
para filosofar.
Quizá, hasta
si son lectores asiduos suyos, se pregunten por qué hemos elegido a un hombre
cerebral para liderar el mes más emotivo —supuestamente— del año. Pero resulta
que nuestro intelectual sabe sentir, y hacer sentir, con una fuerza poética
inimaginable. No teme relatar una historia de amor en apariencia sencilla,
porque sabe que tiene la capacidad para teñirla de matices que no se ven a
menudo. No teme tenderle al amor que crea en sus novelas —amor que es
apasionado, eterno, tal como le gusta leer a los insalvables— una red de
neurosis, errores, celos y muerte. En otras palabras, no teme en narras
historias de amor verdadero, con un parecido tremendo a la vida. Son conexiones
espirituales que nunca se diluyen, que permanecen estoicos enarbolando su
bandera de anhelo y cariño, pero que sufren por los defectos tan propios de la
raza humana, o bien por la fragilidad de la existencia. Todo esto contado no
desde los ojos de un narrador cursi, sino de un escritor inteligente, sensible
pero equilibrado, que sabe cuándo esparcir miel en sus páginas y cuando
pintarlas con una mano de oscuridad.
Nuestras vidas son
parte de una aventura única... Sin embargo, la mayoría de nosotros piensa que
el mundo es ‘norma’, y se la pasa buscando algo anormal —como ángeles o
marcianos. Pero eso es solo porque no vemos que el mundo es un misterio.
Y también hay
un punto en el que los mares, mares que parecerían opuestos, se encuentran. El
amor al conocimiento. Gaarder nunca pasa por alto una oportunidad de enfatizar el
poder de la curiosidad, y recordarnos que el mundo es maravilloso y extraño. No
porque sea maravilloso te lo pinta de rosa —eso no puede ser, simplemente—, muy
al contrario, te hace ver que la maravilla yace en la existencia de la
oscuridad que acompaña a los momentos luminosos. La curiosidad es una llave que
abre innumerables puertas, como si el mundo fuese un pasillo largo, repleto de
habitaciones por explorar; de allí nació la filosofía algún día lejano del
pasado. De algo tan simple. Es por eso que no debemos estar asustados del
conocimiento, de filosofar. Es por eso que no debemos sentir un aroma a
pretensión cuando aparece la palabra ‘intelectual’ en algún sitio, sólo porque
sí. El conocimiento es parte de la esencia humana, es inseparable de nosotros,
y es una forma, quizá la más colorida, de ver el mundo.
Alguien que
sabe cosas y que conserva intacta el hambre por seguir averiguando es también
alguien que puede contar historias exquisitas, sólo como una excusa para
explorar sus inquietudes —para dar un vistazo dentro de lo humano y seguir
conociendo más y más. Es por eso, tal vez, que Gaarder gusta tanto de mezclar
historias dentro de sus historias. Poner nombres reales dentro de mundos
ficticios, inventarse personajes periféricos que alteran la vida de los reales,
revisar y torcer la historia a través de un lente de curiosidad incansable,
imitar al Quijote, burlarse de San Agustín, hablarnos de un joven Carl Sagan en
potencia, ridiculizar a la industria editorial entera, en fin —no es sólo un
contador de historias; es un surtidor de inquietudes. Es alguien que se mete
con nuestra vida y la inyecta de preguntas.
Así es que
bueno, quizá no sea la opción más romántica —aunque nosotros creemos que sí, y
tenemos un libro en especial para mostrarlo. También tenemos otro propósito: el
que no vean a Jostein Gaarder como el autor de El mundo de Sofía. Sí lo es, claro, pero en realidad ese libro es simplemente
un escalón, si bien el más representativo y monolítico, de una interminable
escalera rumbo al conocimiento humano. No al conocimiento estéril, académico, sino
a aquél que no excluye los sentimientos o el alma. Aquél conocimiento que no
observa la vida desde arriba, un microscopio, sino que se considera parte de la
vida, que la ve desde adentro, que siente la sangre correr, el cuerpo palpitar,
y se pregunta por qué y se inventa un cuento para explicarlo. De ese cuento
surgen dos, y se multiplican cual células, formando un mosaico de historias
curiosas. Cada una muestra algo. No me atrevo a decir que lo explica por
completo, pero lo muestra en una nueva luz, siempre emotiva. Puede ser el amor,
la infancia, la compulsión, la cultura, el pasado. Y al final, ya con tantos
libros acumulados en su haber y aún algunos por venir, Jostein Gaarder ha
formado un pequeño cosmos de conocimiento. Sus libros parecen muy distintos.
Uno trata —con nombres y fechas— con la historia de la filosofía, otro cuenta de un amor
inacabable, otro más llega a rozar las fronteras del thriller psicológico. Pero
todos tienen un espíritu: ese que indaga, que sigue andando hacia lo
desconocido siempre, impulsado por un cariño inquieto a preguntar, preguntar a
diario, sólo porque sí. Sólo porque el mundo existe.
Somos como el conejo
blanco que es sacado del sombrero. La única diferencia entre nosotros y el conejo
blanco es que él no tiene idea de que es parte de un gran truco.
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