lunes, 4 de marzo de 2013

Trece hombres que miran

-Mario Benedetti [Uruguay]
-Primera edición en Poemas de otros: 1974
-Poesía


ojalá que la espera
                   no desgaste mis sueños
ojalá que la niebla 
                   no llegue a mis pulmones
y que vos muchachita
emerjas de ella
como un lindo recuerdo
                 que se convierte en rostro 

Los “Trece hombres que miran” pertenecen a la primera sección de Poemas de otros. Quizá se pregunten por qué decido hablar sobre una sola parte en lugar de todo el libro o por qué no sólo hablo de un poema, como ya había hecho con Auden. La razón es simple pragmatismo: es imposible hablar de todo el libro, porque son muchos los temas que se tocan, y es ingrato querer reducirlo a un solo poema. Benedetti es sinónimo de conjunto. No puedo separar a los trece hombres que miran de la misma forma en que no puedo separar a los personajes (que corresponden a la segunda sección). Si me decido por estas primeras páginas en concreto, se debe a que –a mi gusto– son las que tienen mayor unidad de tema. Los trece hombres bien podrían ser uno: son diversas facetas. 

Alguno mira a través de la niebla, otro mira al techo, éste a su patria, aquél a su hijo, ése a otro hombre y uno más al cielo. Pero todos miran las mismas promesas desvanecidas, los mismos miedos, el mismo exilio, la misma cárcel, la misma incertidumbre y a la misma muchachita, a diferente tiempo. Un hombre que se ha hecho viejo de puro mirar o de mirar mal –como el que mira sin anteojos. Un hombre que no fue ajeno al problema, pero a quien la vida lo ha alcanzado y ya no le da tiempo para una solución. Hombres que recuerdan los años en que el marxismo trató de alzarse en Uruguay y el ejército se encargó de sujetarlos por los talones. Recuerda las patadas y el miedo a morir de vergüenza o debilidad, recuerda a su hijo llorando del otro lado de los barrotes. Todo puedo soportar, excepto sucumbir de rodillas o traicionar. Pareciera que da cuenta de sus memorias: enlista sus derrotas, sus angustias y las veces que renegó de la luna para hacer el amor como Dios sugiere; pero también habla del confort, de la incómoda serenidad, de una muchacha y de la árida tierra. 

querría que en mi amor vieras todo eso
y que vos muchachita
con paciencia y cautela
sin herirme ni herirte
rescataras de allí la luna el río
los emblemas rituales
los proyectos de besos o de adioses
el corazón que aguarda pese a todo 

Aquella “muchachita” resulta importante. Aunque no aparece en todos los poemas, se puede contar como un destinatario. Si digo que los trece hombres parecen uno solo es, precisamente, porque todos parecen dirigirse a ella. Incluso el hombre que mira a su hijo podría estar viéndola a ella al mismo tiempo. La muchacha se presenta como lo lozano que ha perdido, pero también como la estabilidad que añora. Cuando se dirige a ella directamente, lo hacen para pedirle que los salve, que los sostenga o que los espere. La imagen de esa joven, quien parece desconocer las violencias del mundo, se presenta como una piedra de toque, un punto estático dentro del caos. La marcha y la acción necesitan una mirada conocida en medio del paisaje ensangrentado. Ella ha evolucionado a su paso, ha estado desde que mira al cielo hasta que mira a otro hombre, a veces en presencia y a veces en recuerdo. Ella es quien, sin herirlo ni herirse, aguarda en el corazón. 

Aún con tanta profunda reflexión, he de admitir que no lo sé todo y no lo intuyo todo. Desconozco porque son trece hombres. El razonamiento más obvio refiere al poder del número en sí. El trece es temido hasta por los edificios (muchos elevadores pasan del piso doce al catorce), su cuenta augura mala suerte. Podrían ser trece facetas de mala fortuna en las cuales no progresó. Todas mantiene un halo de dolor, angustia o desdén, no existe un verdadero avance, ya que nunca deja el encierro. Algunas veces es la patria pobre y dolorida, otras es el amor de la muchacha o su amor propio, pero no rebaza esos límites. Sus trece facetas son consecuencia siempre de la anterior. Cuando desdeñó a la luna para hacer el amor, tuvo un hijo a quien le tuvo que decir que jamás traicionó. Que olvido los números y con ello los teléfonos, olvidó las palabras y las direcciones. Cuando dio la vuelta al álbum pudo ver la sombra de aquel policía que insistía en conocer sus cicatrices. 

Entonces, podría ser el trece fatídico, pero también dirigirse hacia un catorce –que se relaciona con el siete. El siete es un número al que se le atribuyen –junto con el tres– poderes en casi toda la cultura Oriental. No son sólo los siete libros de Harry Potter o los siete enanos de Blanca Nieves, sino los siete pecados capitales, los siete días de la creación y las siete edades según Shakespeare. Me esfuerzo por relacionar éste último con los poemas. Shakespeare dice que las siete edades son: infancia, niñez, amante, soldado, adulto, edad avanzada y senilidad. En Benedetti, los trece hombres parecen adaptarse de diversas formas a estas etapas, pero en dos ocasiones. La de amante, por ejemplo, podría verse cuando mira a la muchacha, pero también cuando mira a su patria desde el exilio. La de soldado se parecía cuando mira a la niebla o cuando insulta al tira que lo sigue. El hombre que se serena mirando al techo y más allá de sus narices podría ir con la edad avanzada. Pero, la última, la de senilidad, sólo tiene una pareja: el hombre que mira sin anteojos se encuentra confuso y asustado, pero su cordura regresa al ponérselos. Quizá falte un último poema, una que concluya con su segunda senilidad, cuando los anteojos no bastan. Pero estas, claro, son conjeturas mías. Las siete edades del poeta inglés pueden haber sido ignoradas por el cándido uruguayo, o tomadas sin saberlo. 

y jugué por ejemplo a los ladrones
y los ladrones eran policías
y jugué por ejemplo a la escondida
y si te descubrían te mataban
y jugué a la mancha
y era de sangre

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