- Bartleby, the Scrivener
- Herman Melville [E.U]
- Primera edición (Putnam's Magazine): 1853
- Historia… cuento… novelita… cosa incomprensible...
De otros copistas yo podría escribir biografías completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. No hay material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre. Es una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es indagable, salvo en las fuentes originales: en este caso, exiguas.
Sinceramente, preferiría no hacer esta reseña. Me arrastran, nos arrastran, las responsabilidades. Tareas, comidas, relaciones, y hasta el esparcimiento, exigen una pizca de decisión. Bien podríamos jactarnos de no hacer nada, de dejarlo todo, pero a final de cuentas lo dejamos para después y lo terminamos haciendo. Carecemos de un último esfuerzo para decir sencillamente que no, que preferimos no hacerlo. Tenemos una naturaleza extraña, no cabe duda. Por la Biblia sabemos que estamos malditos a ganarnos el pan con el sudor de la frente, y henos aquí llevándolo a cabo al pie de la letra. “Trabajar como burros para ganar una miseria”, se escucha en casi todos los hogares, pero la comida es comida a final de cuentas. Calamar el hambre no es opcional, nos debemos a un cuerpo delicado, que se agota, cansa, desgasta, y acaba sin más. Por eso Bartleby es uno de esos seres de quienes nada indagable, porque, bueno… prefirió no hacerlo.
Es curioso el curso de la historia literaria. A Melville lo tenemos más que etiquetado por temas propiamente marítimos, Moby Dick lo dice todo. A Kafka, por otro lado y unos años más tarde, lo conocemos por reducidos espacios de oficina. Sin embargo, el tema de la burocracia no fue inaugurado del todo por este último y traumado hombre de insectos gigantes. Melville decidió dejar por un momento la casa de ballenas, las sirenas de Ulises y los suspiros de tabaco para dar espacio a la burocracia. Wall Street es el escenario de esta corta historia, el hábitat de muchos hombres de traje, miradas serias y mentes centradas. Hombres que buscan la sencillez en los procesos diarios, la cotidianidad en cada uno de sus actos. Volvamos la mirada al inicio de la reseña y encontremos que la fecha es 1853, las cosas no cambian demasiado. Las corbatas siguen escociendo cuellos y los portafolios se llenan de casi lo mismo; la frialdad de los procesos burocráticos genera las mismas caras largas y quizá el giro más innovador sea el de las copiadoras. Pero antes de esos hermosos aparatos que nos han agilizado la vida, antes teníamos manos humanas llevando a cabo la tediosa labor de pasar y pasar folios: los escribientes.
Me quedé un rato en silencio perfecto, ordenando mis atónitas facultades. Primero, se me ocurrió que mis oídos me engañaban o que Bartleby no había entendido mis palabras. Repetí la orden con la mayor claridad posible; pero con claridad se repitió la respuesta:
-Preferiría no hacerlo.
A Gutenberg le reconocemos la imprenta y, consecuentemente, la revolución editorial, pero tras esas glorias (no tan precisas) tenemos a hombres con menor reconocimiento. Tampoco es de esperarse a un monumento a quienes dedicaron sus noches a transcribir actas legales y otros muchos trámites, pero sus minucias ameritaron un número de historias. La labor es descrita por Melville: transcribir y revisar, transcribir y revisar. Cada oficina requiere de, al menos, dos copistas y algún ayudante extra que a la larga aprenderá el oficio. Pero burocracia y circo no deben ser antónimos, al menos no en Bartleby. Desde el principio nos encontramos con un jefe pasivo, un hombre que es bueno porque eso le evita problemas; a su mando hay dos copistas: Turkey y Nippers, uno rompe tinteros por la mañana y otro vuelca mesas por las tardes, y un aprendiz que les compra galletas a todos. La calma de esta dulce oficina se quiebra a la llegada de Bartleby, un copista nuevo, trabajador, callado, eficaz. Hombres buenos llevando vidas tranquilas, ganándose el pan con el sudor de la frente, hasta que el equilibrio se rompe y el pan no se gana. Y no se gana porque Bartleby prefiere no ganarlo.
El problema va más lejos de las dimensiones bíblicas. Vean el lado personal, ¿qué hacen ustedes, buenos hombres blancos y trabajadores, con un trabajador que prefiere no hacer el trabajo? No hablamos de una negación violenta, sino de una amable negativa. Prefiero no hacerlo, no ahora, no mañana, no sé cuándo ni porqué… sólo no hacerlo. Bartleby es una historia desconcertante, casi llega a lo absurdo. No querer hacer aquello a lo que nos obliga la naturaleza, la inercia, la culpa, la sociedad o cualquier otra cosa. La historia nos habla sobre este extraño escribiente, sin casa ni familia, que prefiere no salir de la oficina ni vivir con el jefe ni comer en prisión. Pero también nos habla de un bueno hombre blanco y trabajador que muchos años después de su retiro no puede olvidar a aquél escribiente, quizá porque representaba todo lo que hubiera querido ser: una negativa. O quizá porque semejante episodio es inolvidable en sí. Por eso me gusta este texto: puede explorarse desde profundas manifestaciones de la naturaleza humana donde hacemos lo que odiamos e intentamos integrar a quienes no quieren hacerlo por nuestro propio bien; o como el sujeto que lleva a cuestas la flojera del mundo; o como una crítica a la burocracia, a las corbatas o a las oficinas; o como la publicación de un hombre que necesitaba dinero. Eso sí, preferiría que lo leyeran, al menos no se sentirán solos en la indecisión de hacer el trabajo diario.
Extrañamente acurrucado al pie del muro, con las rodillas levantadas, de lado, con la cabeza tocando las frías piedras, vi al consumido Bartleby. Pero no se movió. Me detuve, luego me acerqué; me incliné, y vi que sus vagos ojos estaban abiertos; por lo demás, parecía profundamente dormido. Algo me impulsó a tocarlo. Al sentir su mano, un escalofrío me corrió por el brazo y por la médula hasta los pies.
Gracias por la opinión acerca del libro, donde creo que la recomendación me cae como anillo al dedo, ya que me encuentro en un estancamiento donde despertarme, desayunar ir al tren, bajar, subir al metrobus de buenavista, bajar en la estación de Alvaro Obregón, caminar al trabajo, salir a las tres, verme con mi novio, llegar alrededor de las 8pm a casa de mis padres. Y esto se repite diariamente donde pareciera que se hacen las cosas automáticamente ajenos de cualquier cosa, y hacer las cosas solo por cumplir un deber en la sociedad dejando totalmente de lado nuestro intereses .A demás que en la descripción que das remonta a pensar en el "Laberinto de la Soledad" de Octavio Paz,Lo que llamamos identidad y que antes, con mayor propiedad, se llamaba el carácter, el alma o el genio de los pueblos, no es una cosa que se pueda tener, perder o recobrar.
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