martes, 30 de abril de 2013

Peter Pan


  • Peter Pan & Wendy
  • J. M. Barrie [Escocia]
  • Primera edición: 1911
  • Novela

Todos los niños, menos uno, se hacen mayores.
[…] Todos nos enteramos de estas cosas poco después de cumplir los dos años. Los dos años son el principio del fin.

Juramos no crecer jamás. Lo pusimos en canciones que se volvieron himnos, y las gritamos hasta destrozarnos la garganta. Dijimos y decimos ser unos inmaduros, no tomar nada en serio, ser siempre los mismos. Prometimos creer siempre, ¿creer en qué? En todo, en casi todo. En ciudades no descubiertas y que debían ser exploradas, en mundos apare donde seríamos bien recibidos; en hadas, gnomos, duendes y gigantes; en apariciones, fantasmas, vampiros y momias; en los amigos, en la familia… en Bugs Bunny jugando basquetbol con Jordan y hasta en Pikachu… hasta en el amor. Decir que éramos unos crédulos sería injusto, pero es bien conocido lo magníficos que somos al negar lo que fuimos. Reímos diciendo “mis niñerías” y damos vuelta a la página, dejando atrás las aventuras que vivimos en una sola tarde y los secretos que nos contaron los ratones. Tal vez seamos inmaduros, es cierto,  pero inmadurez no es sinónimos de infancia, ni mucho menos.

Aquella época que compone nuestros primeros años de vida son los más serios, seguramente los más sinceros. Entonces no teníamos necesidad de actuar inmaduros, ni siquiera de decir que lo éramos. Bastaba con llegar por las noches a la merienda para contar que habíamos bailado con princesas, y que no teníamos hambre por haber almorzado un pollo entero con el rey, o que habíamos golpeado al más grandote de la clase. Aunado a todo esto, las cosas sí que nos importaban. Nos importaba si mamá lloraba o si papá gritaba –y viceversa–, nos importaba el perro hambriento que rondaba los edificios, o el árbol marchito que moría en algún rincón del jardín. A veces decíamos ser mayores, pedíamos que nuestras penas fueran tomadas en serio, porque eso es lo que la edad adulta amerita. Sin embargo, podíamos cambiar de opinión; podíamos dejar de ser mayores en cualquier momento del día con tan sólo devolver el saco prestado al armario. Por las noches podíamos volar de nuevo, lejos, muy lejos. Y en la lejanía, mientras viajábamos, jurábamos no cambiar jamás, no cambiar jamás, no cambiar jamás. Era casi un conjuro. 

–Está muerta –dijo nervioso–. Puede que le asuste estar muerta.
Estuvo a punto de alejarse dando saltitos hasta perderla de vista, y no volverse a acercar por allí en su vida. De haberlo hecho, todos lo hubieran seguido encantados.

Tengo dos problemas para hablar de este libro. El primero es, como habrán notado, mi desconfianza para poner los pies en el suelo y empezar con el libro en sí. El segundo tiene que ver con los trabajos  de adaptación cinematográfica hechos. Si tienen en mente al niño de sombrero gracioso, dulce y juguetón de Walt Disney, por favor sáquenselo de la cabeza. Si por otra parte, tienen la versión más reciente del 2003, Peter Pan, la gran aventura, con el fondo de Peter y Wendy bailando a la luz de las hadas, también olvídenlo. Peter Pan no tiene tintes para una historia de amor a ese nivel. Tampoco es el resurgimiento de la inocencia infantil soñada, aquel estado puro y acaramelado donde no podríamos ser capaces de lastimar a una mosca. Peter Pan nos envuelve en aventuras, pero de un talante letal. Los Niños Perdidos mueren a manos de los piratas y los piratas a manos de los pieles rojas y los pieles rojas a manos de los animales salvajes. Peter Pan puede atravesar a un enemigo con el filo del puñal y dejarlo abandonado a mitad del bosque. ¿Por qué? Porque es un niño en todo el sentido de la palabra.

Yo no creo que infancia sea sinónimo de dulzura, y tampoco Barrie parecía creerlo. En su demostración tenemos tres diferentes clases de niños, todos ellos llegados a Nunca Jamás por diferentes razones y todos ellos mostrando diferentes grados de malicia. En principio tenemos el hogar de los Darling, con los tres niños que lo habitan. Wendy, John y Michael parecen representar el triunfo burgués, la máxima felicidad de una familia estable. Respetuosos con su padre, adorables con su madre y obedientes con su niñera… aunque sea un gran perro. Pero igual se van una noche por la ventana, así nada más, sin siquiera dejar una nota o dar un beso de despedida. Al llegar a aquel lugar que sólo habían podido encontrar en sus sueños, el olvido los nubla. Michael es el primero en dejar ir el hogar paterno, John menosprecia aquella cama con rasgos de prisión, mientras que Wendy parece decidida a mantener el recuerdo de sus padres, aunque ni ella este muy segura de cómo eran.

No obstante, es Wendy quien liga al hogar con aquella isla perdida en las estrellas, lleva encima el calor maternal suficiente como para guiarlos a todos de vuelta. Su inocencia se reduce a querer ser la madre de todos siendo consciente de no poder serlo de verdad, y es  ella, junto con la señora Darling, un personaje de verdad dulce, pero no por su infancia, sino por su condición femenina. Su infancia la orilla a saltar por la ventana y dejar atrás a sus desolados padres; la orilla a preparar comidas falsas y dejarse seducir por las promesas de las sirenas. En medio de todo esto tenemos a un segundo grupo, a los famosos Niños Perdidos: Tootles, Nibs, Slightly, Curly y los gemelos. Ahora es cuando hay que dejar en claro el primer gesto macabro del libro: los nombres varían porque no siempre son los mismos niños, su estadía depende del humor de Peter y se dice que más de uno a muerto bajo su mando. No pueden saber más cosas que su líder, ni corregirlo o complicarlo, mucho menos crecer. Sometidos a estas reglas, los Niños Perdidos han llegado a la isla por un descuido de la niñera, que los dejó caer en el parque Kensington. Puede que las hadas los guíen hasta Nunca Jamás, y ya llevan tanto tiempo en la isla que la nostalgia por sus madres se ha desvanecido, sin embargo quieren a Wendy por el mero hecho de ser una novedad.

–Pan, ¿quién eres? ¿Qué eres? –exclamó roncamente.
–Soy la juventud, soy la alegría –contesto Peter, sin pensárselo mucho–. Soy un pajarillo que acaba de romper el cascaron.

Al final de la lista está Peter Pan, el niño más especial que jamás existió… porque el mismo lo cree. A diferencia de los Niños Perdidos, Peter jamás tuvo una madre. ¿De dónde salió?, se preguntarán. Aquí se juega una lógica cruel. La señora Darling dice que el rostro de Peter recuerda al rostro que tienen los bebes imaginarios de las mujeres que jamás fueron madres. Y Barrie aseguró alguna vez que, como todos los niños eran aves antes de llegar a su destino, Peter jamás llegó a su destino por miedo a los planes que sus padres hacían para el futuro. Las ventanas abiertas son peligrosas. Aquel pajarillo, aquel niño maravilloso, no nació nunca. Decidió marcharse a Nunca Jamás incluso antes de estar en brazos del amor materno. Peter es un misterio, desde su origen hasta su nombre. La ausencia de una madre es lo que lo vuelve único, por no decir despiadado. Una aventura reemplaza a la siguiente en un ciclo infinito donde no importa nada, porque nadie parece poder atraparlo jamás, o casi. No existe el remordimiento ni la nostalgia, no valen para nada si nadie te puede reprochar por eso. Es el último grado de la gama de colores, el más puro o el más oscuro, no lo sé aún.

Lo que Barrie presenta es una inocencia primitiva vista desde tres niveles, una inocencia de la cual fuimos víctimas alguna vez aunque cueste recordarlo. Al final, no podríamos desear ser como Peter Pan, porque las aventuras que vivimos alguna vez se guardan en nuestra memoria con dulzura, mientras que en él son sólo recortes pasajeros. Incluso el Capitán Garfio, aquel terrible enemigo que torturó a Barbacoa y que está completamente obsesionado con los buenos modales –aunque pensar en los buenos modales sea de gente de malos modales–, incluso él queda relegado al olvido en cuanto la aventura termina. El tic-tac del reloj nos puede perseguir y cazar, pero no a Peter. A lo único a lo que parece sometido es al poder de la palabra, porque es así como llega a Wendy: por sus cuentos. Sometido a una mujer, pero no encadenado a ella, porque jamás ha estado encadenado a nada. No importa si la ventana se mantiene abierta y la cama aireada, él no va a entrar.

¿Recuerdan el conjuro que no nos haría cambiar? Pareciera que no funcionó. La escuela nos explicó gradualmente que crecer no dependía de nuestros deseos, pero creo que lo que nos mantenía apegados a la infancia era una suerte de inmortalidad. La muerte no parece posible siendo tan jóvenes, las aventuras no dan tiempo a uno para dejarse morir. Peter Pan no puede temerle al cuchillo de Garfio, porque al siguiente momento en que la puñalada lo atraviese él estará por los aires de nuevo. Pero cuando crecemos y las ocupaciones diarias dan tiempo para pensar en la muerte, entonces dejamos la infancia por los temores, los pillajes por la seguridad. A pesar de esta nota pesimista, Peter Pan, como El Principito, se ha vuelto un cuento necesario para la vida por el mero hecho de hacernos ver hacia atrás, retroceder lo suficiente como para recuperar algo de nuestros primeros principios. Porque los tuvimos. Algunos dicen que tenemos la edad que queremos tener; pero lo cierto es que a mis veinte años no puedo seguir entrando en los juegos de pelotas sin recibir una regañina. Aunque me quite el saco que tomé del armario igual algo cambio para siempre. Cambiamos sin notarlo, que tal vez sea lo más triste de todo esto. No sólo fue algo físico, sino una purga interna que nos obligó a ver el mundo tal y como era; a ver nuevos intereses y nuevas responsabilidades –entre que sujetamos una y otra cosa fuimos soltando, sin proponérnoslo, aquello que nos ataba al jamás, a Nunca Jamás, a las hadas que nacieron de nuestra propia risa, a los vuelos, a la magia, a las sirenas, a Peter Pan. Y la pregunta que llega a todo esto es: ¿nos traicionamos? No lo creo, no mientras no olvidemos, ni nos neguemos. No mientras no soltemos un bufido y digamos “mis niñerías”.

–¡Qué tiempos aquellos cuando sabía volar!
–¿Y por qué ya no sabes volar, mamá?
–Porque ya soy mayor, hija mía. Los mayores se olvidan de esas cosas.
–¿Y por qué se olvidan?
–Porque ya no son alegres, inocentes e insensatos. Sólo quienes son alegres, inocentes e insensatos consiguen volar.


Existen diferentes ediciones y precios, también hay algunos PDF por ahí.
Recomiendo la edición de Alfaguara, trae ilustraciones.


Tengamos la edad que tengamos, por lo que somos o lo que fuimos, o por lo que dejamos de ser, no importa.
Feliz Día del Niño.

No hay comentarios:

Publicar un comentario