- Peter Pan & Wendy
- J. M. Barrie [Escocia]
- Primera edición: 1911
- Novela
Todos los niños, menos uno, se hacen
mayores.
[…] Todos nos enteramos de estas cosas poco después de cumplir los dos años. Los dos años son el principio del fin.
[…] Todos nos enteramos de estas cosas poco después de cumplir los dos años. Los dos años son el principio del fin.
Juramos no crecer jamás. Lo
pusimos en canciones que se volvieron himnos, y las gritamos hasta destrozarnos
la garganta. Dijimos y decimos ser unos inmaduros, no tomar nada en serio, ser
siempre los mismos. Prometimos creer siempre, ¿creer en qué? En todo, en casi
todo. En ciudades no descubiertas y que debían ser exploradas, en mundos apare
donde seríamos bien recibidos; en hadas, gnomos, duendes y gigantes; en
apariciones, fantasmas, vampiros y momias; en los amigos, en la familia… en
Bugs Bunny jugando basquetbol con Jordan y hasta en Pikachu… hasta en el amor. Decir
que éramos unos crédulos sería injusto, pero es bien conocido lo magníficos que
somos al negar lo que fuimos. Reímos diciendo “mis niñerías” y damos vuelta a
la página, dejando atrás las aventuras que vivimos en una sola tarde y los secretos
que nos contaron los ratones. Tal vez seamos inmaduros, es cierto, pero inmadurez no es sinónimos de infancia,
ni mucho menos.
Aquella época que compone
nuestros primeros años de vida son los más serios, seguramente los más
sinceros. Entonces no teníamos necesidad de actuar inmaduros, ni siquiera de
decir que lo éramos. Bastaba con llegar por las noches a la merienda para
contar que habíamos bailado con princesas, y que no teníamos hambre por haber
almorzado un pollo entero con el rey, o que habíamos golpeado al más grandote
de la clase. Aunado a todo esto, las cosas sí que nos importaban. Nos importaba
si mamá lloraba o si papá gritaba –y viceversa–, nos importaba el perro
hambriento que rondaba los edificios, o el árbol marchito que moría en algún rincón
del jardín. A veces decíamos ser mayores, pedíamos que nuestras penas fueran
tomadas en serio, porque eso es lo que la edad adulta amerita. Sin embargo,
podíamos cambiar de opinión; podíamos dejar de ser mayores en cualquier momento
del día con tan sólo devolver el saco prestado al armario. Por las noches
podíamos volar de nuevo, lejos, muy lejos. Y en la lejanía, mientras
viajábamos, jurábamos no cambiar jamás, no cambiar jamás, no cambiar jamás. Era
casi un conjuro.
–Está muerta –dijo nervioso–. Puede
que le asuste estar muerta.
Estuvo a punto de alejarse dando
saltitos hasta perderla de vista, y no volverse a acercar por allí en su vida.
De haberlo hecho, todos lo hubieran seguido encantados.
Tengo dos problemas para
hablar de este libro. El primero es, como habrán notado, mi desconfianza para
poner los pies en el suelo y empezar con el libro en sí. El segundo tiene que
ver con los trabajos de adaptación cinematográfica
hechos. Si tienen en mente al niño de sombrero gracioso, dulce y juguetón de
Walt Disney, por favor sáquenselo de la cabeza. Si por otra parte, tienen la
versión más reciente del 2003, Peter Pan,
la gran aventura, con el fondo de Peter y Wendy bailando a la luz de las
hadas, también olvídenlo. Peter Pan no
tiene tintes para una historia de amor a ese nivel. Tampoco es el resurgimiento
de la inocencia infantil soñada, aquel estado puro y acaramelado donde no
podríamos ser capaces de lastimar a una mosca. Peter Pan nos envuelve en aventuras, pero de un talante letal. Los Niños
Perdidos mueren a manos de los piratas y los piratas a manos de los pieles
rojas y los pieles rojas a manos de los animales salvajes. Peter Pan puede
atravesar a un enemigo con el filo del puñal y dejarlo abandonado a mitad del
bosque. ¿Por qué? Porque es un niño en todo el sentido de la palabra.
Yo no
creo que infancia sea sinónimo de dulzura, y tampoco Barrie parecía creerlo. En
su demostración tenemos tres diferentes clases de niños, todos ellos llegados a
Nunca Jamás por diferentes razones y todos ellos mostrando diferentes grados de
malicia. En principio tenemos el hogar de los Darling, con los tres niños que
lo habitan. Wendy, John y Michael parecen representar el triunfo burgués, la
máxima felicidad de una familia estable. Respetuosos con su padre, adorables
con su madre y obedientes con su niñera… aunque sea un gran perro. Pero igual
se van una noche por la ventana, así nada más, sin siquiera dejar una nota o
dar un beso de despedida. Al llegar a aquel lugar que sólo habían podido
encontrar en sus sueños, el olvido los nubla. Michael es el primero en dejar ir
el hogar paterno, John menosprecia aquella cama con rasgos de prisión, mientras
que Wendy parece decidida a mantener el recuerdo de sus padres, aunque ni ella
este muy segura de cómo eran.
No
obstante, es Wendy quien liga al hogar con aquella isla perdida en las
estrellas, lleva encima el calor maternal suficiente como para guiarlos a todos
de vuelta. Su inocencia se reduce a querer ser la madre de todos siendo consciente
de no poder serlo de verdad, y es ella,
junto con la señora Darling, un personaje de verdad dulce, pero no por su
infancia, sino por su condición femenina. Su infancia la orilla a saltar por la
ventana y dejar atrás a sus desolados padres; la orilla a preparar comidas
falsas y dejarse seducir por las promesas de las sirenas. En medio de todo esto
tenemos a un segundo grupo, a los famosos Niños Perdidos: Tootles, Nibs,
Slightly, Curly y los gemelos. Ahora es cuando hay que dejar en claro el primer
gesto macabro del libro: los nombres varían porque no siempre son los mismos
niños, su estadía depende del humor de Peter y se dice que más de uno a muerto
bajo su mando. No pueden saber más cosas que su líder, ni corregirlo o
complicarlo, mucho menos crecer. Sometidos a estas reglas, los Niños Perdidos
han llegado a la isla por un descuido de la niñera, que los dejó caer en el
parque Kensington. Puede que las hadas los guíen hasta Nunca Jamás, y ya llevan
tanto tiempo en la isla que la nostalgia por sus madres se ha desvanecido, sin
embargo quieren a Wendy por el mero hecho de ser una novedad.
–Pan, ¿quién
eres? ¿Qué eres? –exclamó roncamente.
–Soy la
juventud, soy la alegría –contesto Peter, sin pensárselo mucho–. Soy un
pajarillo que acaba de romper el cascaron.
Al final
de la lista está Peter Pan, el niño más especial que jamás existió… porque el
mismo lo cree. A diferencia de los Niños Perdidos, Peter jamás tuvo una madre.
¿De dónde salió?, se preguntarán. Aquí se juega una lógica cruel. La señora
Darling dice que el rostro de Peter recuerda al rostro que tienen los bebes
imaginarios de las mujeres que jamás fueron madres. Y Barrie aseguró alguna vez
que, como todos los niños eran aves antes de llegar a su destino, Peter jamás
llegó a su destino por miedo a los planes que sus padres hacían para el futuro.
Las ventanas abiertas son peligrosas. Aquel pajarillo, aquel niño maravilloso,
no nació nunca. Decidió marcharse a Nunca Jamás incluso antes de estar en
brazos del amor materno. Peter es un misterio, desde su origen hasta su nombre.
La ausencia de una madre es lo que lo vuelve único, por no decir despiadado. Una
aventura reemplaza a la siguiente en un ciclo infinito donde no importa nada,
porque nadie parece poder atraparlo jamás, o casi. No existe el remordimiento
ni la nostalgia, no valen para nada si nadie te puede reprochar por eso. Es el
último grado de la gama de colores, el más puro o el más oscuro, no lo sé aún.
Lo que
Barrie presenta es una inocencia primitiva vista desde tres niveles, una
inocencia de la cual fuimos víctimas alguna vez aunque cueste recordarlo. Al final,
no podríamos desear ser como Peter Pan, porque las aventuras que vivimos alguna
vez se guardan en nuestra memoria con dulzura, mientras que en él son sólo
recortes pasajeros. Incluso el Capitán Garfio, aquel terrible enemigo que
torturó a Barbacoa y que está completamente obsesionado con los buenos modales –aunque
pensar en los buenos modales sea de gente de malos modales–, incluso él queda
relegado al olvido en cuanto la aventura termina. El tic-tac del reloj nos
puede perseguir y cazar, pero no a Peter. A lo único a lo que parece sometido
es al poder de la palabra, porque es así como llega a Wendy: por sus cuentos. Sometido
a una mujer, pero no encadenado a ella, porque jamás ha estado encadenado a
nada. No importa si la ventana se mantiene abierta y la cama aireada, él no va
a entrar.
¿Recuerdan el conjuro que
no nos haría cambiar? Pareciera que no funcionó. La escuela nos explicó
gradualmente que crecer no dependía de nuestros deseos, pero creo que lo que
nos mantenía apegados a la infancia era una suerte de inmortalidad. La muerte
no parece posible siendo tan jóvenes, las aventuras no dan tiempo a uno para
dejarse morir. Peter Pan no puede temerle al cuchillo de Garfio, porque al
siguiente momento en que la puñalada lo atraviese él estará por los aires de
nuevo. Pero cuando crecemos y las ocupaciones diarias dan tiempo para pensar en
la muerte, entonces dejamos la infancia por los temores, los pillajes por la
seguridad. A pesar de esta nota pesimista, Peter
Pan, como El Principito, se ha
vuelto un cuento necesario para la vida por el mero hecho de hacernos ver hacia
atrás, retroceder lo suficiente como para recuperar algo de nuestros primeros
principios. Porque los tuvimos. Algunos dicen que tenemos la edad que queremos
tener; pero lo cierto es que a mis veinte años no puedo seguir entrando en los
juegos de pelotas sin recibir una regañina. Aunque me quite el saco que tomé del
armario igual algo cambio para siempre. Cambiamos sin notarlo, que tal vez sea
lo más triste de todo esto. No sólo fue algo físico, sino una purga interna que
nos obligó a ver el mundo tal y como era; a ver nuevos intereses y nuevas
responsabilidades –entre que sujetamos una y otra cosa fuimos soltando, sin proponérnoslo,
aquello que nos ataba al jamás, a Nunca Jamás, a las hadas que nacieron de
nuestra propia risa, a los vuelos, a la magia, a las sirenas, a Peter Pan. Y la
pregunta que llega a todo esto es: ¿nos traicionamos? No lo creo, no mientras
no olvidemos, ni nos neguemos. No mientras no soltemos un bufido y digamos “mis
niñerías”.
–¡Qué tiempos
aquellos cuando sabía volar!
–¿Y por qué ya no sabes volar, mamá?
–Porque ya soy mayor, hija mía. Los mayores se olvidan de esas cosas.
–¿Y por qué se olvidan?
–Porque ya no son alegres, inocentes e insensatos. Sólo quienes son alegres, inocentes e insensatos consiguen volar.
–¿Y por qué ya no sabes volar, mamá?
–Porque ya soy mayor, hija mía. Los mayores se olvidan de esas cosas.
–¿Y por qué se olvidan?
–Porque ya no son alegres, inocentes e insensatos. Sólo quienes son alegres, inocentes e insensatos consiguen volar.
Recomiendo la edición de Alfaguara, trae ilustraciones.
Feliz Día del Niño.
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