Prefiero a los médicos, a los abogados, a las
parteras. . . A cualquier cosa antes que a los escritores, son la cosa más
narcisista que existe.
[Boston, EE.UU., 27 de octubre de 1932 – Primrose Hill, Londres, Reino Unido 11 de febrero de 1963] Mayo es el mes elegido para celebrar a las madres: a esas nobles y buenas mártires a las que les
arruinamos la figura y a las que después enclaustramos en la cocina. También
mayo es buen mes para hablar de una madre que paulatinamente se volvió la imagen
de la mártir de la literatura del siglo XX… y de paso culminó su vida en la
cocina. Entonces es mayo el mes de Sylvia Plath, aquella discreta pelirroja
(rubia en algún momento) desposada con –y más tarde divorciada de–Ted Hughes y
dedicada a una poesía francamente muy abstracta. Ahora bien, si nunca han leído
ningún poema de su autoría y no saben ni quién es, les recomiendo que corran a cualquier página de
internet (en inglés o en español) y rebusquen en sus poemas antes de leer la semblanza. Esto se debe a que Plath es de aquellas escritoras que
revolvieron su vida fieramente con sus poemas, a tal grado que a veces es
difícil separar la voz poética de su propia voz. Quizá no parezca algo malo,
pero siempre es preferible darle una ojeada a los poemas sin tener el yugo de
sus penas personales presionando en la interpretación –le da un poco más de
libertad a la lectura-.
Ahora bien, si ya han
mandado al diablo mi consejo, entremos en tema. Sylvia Plath nació en Boston,
en el barrio Jamaica Plain, el 27 de octubre de 1932. Se diría que llevó una de
aquellas vidas bastante corrientes de éxito temprano. Su primer poema fue
publicado cuando tenía sólo ocho años, según dice Internet. Una parte de su infancia transcurrió en orden hasta que su padre murió en 1940; este fue el primer gran bache en su camino, al menos en su fuero interno y después vendrían muchos otros. El hecho
es que a Sylvia Plath la conocemos más por su depresión que por su obra en sí,
porque de una nace la otra. Fue una mujer dedicada a la
perfección y a la eterna condena propia. Sus esfuerzos y arduo estudio la
llevaron al Smith College, donde conseguiría becas y el apoyo de una "protectora": Olive Higgins. Sus primeros poemas empezaron a fluir aquí, pero no
como el agua. Plath no pertenece a aquel círculo de escritores que dejan que
los dedos y el inconsciente hagan el trabajo, los poemas eran escritos bajo un
estricto horario y con ayuda de un diccionario de términos afines que había
pertenecido a su padre. Muchas de sus obras iniciales se respaldaban en meticulosas investigaciones y un
cuidadoso uso de la palabra, debe ser por eso que seguirle el ritmo es tan
complicado. La manicura final de estos poemas le permitió ser publicada en revistas locales, pero siempre con dificultades en el camino. Con
el paso del tiempo, en 1952, ganó un premio en efectivo con la revista Madeimoselle y en ese mismo verano tres
de sus poemas fueron pagados por Harper’s
Magazine. Sería este el inicio de sus primeras ganancias como profesional,
pero no el inicio de una mejor salud mental.
Tanto trabajando, leyendo,
pensando, viviendo para hacer. El curso de la vida no es suficientemente largo.
La presión a la que se
sometía Plath era muy notable para sus amigos. Parece que desde el principio
supo que moriría joven, que la vida no
le iba a alcanzar para sacar todas esas ideas de su cabeza y poner su mundo por
fin en orden. Sus ansias por escribir y publicar eran tan claras que, en
palabras de una amiga cercana, parecía que no podía aguardar a la vida. Corría hacia
ella y hacía que las cosas sucediesen. Con esta presión encima no es de
extrañar que fuera en sus años universitarios donde atentó contra su vida por
primera vez, al menos la primera registrada. Tras el intento fue internada en
un hospital psiquiátrico, con tratamiento de psicoterapia y electroshocks –comunes
en una época donde aún se pretendía curar a las mujeres de la “histeria”-. A su
salida regresó a la universidad, probablemente no mejor de lo que había
entrado, y se graduó en 1955. Al año siguiente, en Cambridge, conoció a quien sería su marido, el poeta Ted Hughes. Muchos son de
la opinión de que Hughes no fue el compañero ideal (tuvo varias aventuras de por medio), pero sinceramente debió ser difícil
la convivencia con una mujer como Sylvia. Para este momento ella ya tenía
planeado lo que sería su primer y único libro, The Bell Jar (La campana de cristal), y el cual puede leerse como una
autobiografía novelada. En realidad, todo lo que les pongo ahora, proviene de mi edición de la novela, la cual, al parecer, fue una tortura escribir, publicar y hasta leer. Para una mujer tan exigente como ella, tan estricta en sus
horarios y espacios, la vida hogareña le sentó como una calamidad: le era imposible
escribir la novela con un niño que cuidar (Frieda) –y posteriormente otro en
camino (Nicholas).
Semejante era su ansiedad
que aplicó dos veces para la beca Eugene F. Saxton Memorial Fellowship, la
primera en 1958 y la segunda en 1961. La idea de esta ayuda es la de financiar
cierto tiempo de escritura a posibles mentes brillantes. Su primer intento fue
rechazado con las corteses palabras de “no nos interesa financiarle la idea”. Como
rematando la tristeza de estas negativas, también se encuentra el hecho de que
su poemario, The Colossus, no hallaba
dónde publicarse. Para el segundo intento,
Plath ya llevaba gran parte del libro hecho borrador, por lo que sólo pedía
dinero para contratar una niñera y rentar un piso privado donde poder escribir.
A estas alturas su poemario ya había sido publicado, y tal vez esto inspiró a
los donantes para aceptarla en el programa. Pero al recibir la beca, Plath
entró en sus antiguas restricciones universitarias: tenía un horario fijo para
escribir y cada cierto tiempo enviaba cartas a la asociación para reportar que
sus progresos iban de acuerdo a su agenda, comía y dormía poco, descuidó su salud y su vida familiar. El transcurso de la escritura de
este libro fue bastante truculento y casi oscuro. Dio a luz a su segundo hijo
durante el proceso y además comenzó a escribir un nuevo poemario, Ariel, el cual se caracteriza por
estar muy alejado del primero, ya que abandonó el diccionario y se inclinó por un estilo más libre, rozando el flujo de consciencia. Aunado a este desgaste físico se encontraba uno peor: el
mental. The Bell Jar incluye mucho de
la vida privada de la autora, tanto así que cada personaje resultó ser una tortura
para la madre de Plath, debido a que todos estaban inspirados en personas habían rodeado y muchas veces ayudado a
Sylvia.
Plath terminó la novela y la
reacción de la asociación fue poco menos que cruel. El jurado se sentía
decepcionado por el libro, la clasificaron como “infantil y exaltado”, y su publicación tuvo mucho de conflictiva. Los
críticos tampoco tuvieron corazón para hablar de ella, alguno dijo que,
bajo el manto de estrés y dolor, podría haber una buena escritora. Se
publicó en 1963, y un mes después, en octubre, Sylvia fue hallada muerta en la
cocina de su casa. Quizá fueron las críticas, quizá su reciente separación con
Ted o tal vez, simplemente, tras la publicación de la novela, sintió que había
terminado su trabajo en este mundo. El descanso que su mente siempre buscó pudo
haberlo encontrado en aquellas páginas, y tras la evacuación de ideas encontró su muerte. O tal vez no pudo aceptar el fracaso. Sin importar lo
que pasó por su mente, el hecho es que meter la cabeza en el horno y dejar
abierto el gas (con todo y los niños dentro de la casa, aunque protegidos del
olor) le dio todo un giro a la novela. Con la noticia de su suicidio los
lectores se volcaron a leerla buscando las huellas biográficas de su autora. Su voz amateur, casi infantil, junto con la honestidad del contenido, le dieron un giro único al texto, volviéndolo un icono popular de la novela americana, el símbolo de la angustia adolescente. Al final, la joven pasó a la historia de la literatura de forma definitiva, aunque poco convencional. Su poesía puede considerarse menor, pero su libro es una pieza única, dolorosa, pero también muy bella.
Le hablo a dios pero el cielo está
vacío.
[Como dato
adicional les comento que los reclamos a Sylvia no terminaron ni con su muerte.
Planear un suicidio espectacular es importante para cualquiera que se precie de
tener una mente insana, y eso fue lo que pasó con Plath y su mejor amiga, Anne
Sexton. Ambas mujeres pasaron mucho de su tiempo juntas discutiendo acerca de cuál
sería la mejor forma de terminar con sus vidas, y la idea de la cabeza en el
horno era de Anne. Era, porque Plath le robó y tal vez ganó, siendo que casi
nadie conoce a Sexton, quien se suicidó de manera similar diez años después.
Junto con la posible oración fúnebre de la amiga, existe un poema llamado “Sylvia’s
Death” donde… bueno… básicamente le reclama su muerte y le llama ladrona.]
Links de interés:
-Poema, Anne Sexton, "Sylvia's Death"
-"Last Letter", por Ted Huhghes. Poema
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