- Caligula
- Albert Camus [Francia]
- Primera representación: 1945
- Teatro
Calígula:
Cierto. Pero hasta ahora no lo sabía. Ahora lo sé. No soporto este mundo. No me
gusta tal como es. Por lo tanto, necesito la luna, o la felicidad, o la
inmortalidad, algo que, por demencial que parezca, no sea de este mundo.
Helicón:
El razonamiento tiene su coherencia. Pero, en términos generales, no puede
llevarse hasta sus últimas consecuencias.
Calígula: Qué sabrás tú. Precisamente por no llevarlo hasta sus últimas consecuencias nunca se logra nada. […] ¡Cuánto lío por la muerte de una mujer! No, no tiene nada que ver con ella. Creo recordar, es cierto, que hace unos días murió una mujer a la que yo amaba. Pero ¿qué es el amor? Poca cosa. Esta muerte no supone nada para mí, te lo juro; simplemente me indica una verdad, una verdad que me lleva a desear la luna. […] Los hombres mueren y no son felices.
La historia nos ha
demostrado que tenemos cierta obsesión con los tiranos. Llamarle a aquello
cariño sonaría arriesgado, pero es difícil negar que nos atraen esos déspotas
recubiertos de poder y locura. Hombres, y contadas mujeres, que caminaron en
pos del desquicio y terminaron desquiciando todo aquello que los rodeaba. Los
emperadores romanos son especialmente buenos para este tipo de derroche mental,
y quizá han sido ellos los que han llegado más lejos en su afán por ser
deidades. Desde quemar toda una ciudad o acotarse con su madre, hasta intentar
exterminar a todo el pueblo en una noche; es Roma, el caído y podrido imperio,
el hogar de estos primeros villanos de la historia universal. Primeros y los
más grandes, si se me permite, pues si bien es cierto que hoy en día contamos
con una gran variedad de dictadores y tiranos, también es cierto que ninguno de
ellos tiene la ambición y cinismo de aquellos emperadores: son ellos quienes
perfeccionaron el arte de lo absurdo, lo ridículo y lo sangriento.
Incidentalmente, Calígula
es de los primeros en esta lista de tiranos –en los que probablemente pensaron
por las alusiones anteriores. En orden de sucesión en el trono tenemos a
Tiberio, después a Calígula, seguido por Claudio I y más tarde por Nerón. Lo
sé, una época terrible para Roma, casi un mal chiste: débil y enfermizo;
asesino y sociópata; consentidor y templado; loco de atar. (Con semejante
sucesión no es raro que el imperio haya caído.) En los papeles históricos Calígula
es conocido como César Augusto Germánico, hijo de Agripina y Claudio I y
gobernante de Roma desde el año 37 hasta el año 41. Los primeros años de su
gobierno fueron exitosos para el Imperio por su relación con el Senado y con el
pueblo, sus planes se hallaban llenos de juventud y el funcionamiento de las
cosas marchó de maravilla. Después, a los veinticinco años… se perdió. Un buen
día le dio por decapitar a todas las estatuas de los dioses romanos y sustituir
las obras con su rostro, al siguiente intenta implantar una monarquía oriental.
Así que cuando las demás figuras de poder notaron que el emperador ya había
agotado su cuota permitida de excentricismo, se le dio el final más común: fue
asesinado.
Tercer
patricio: ¡Ya sabemos cómo es! ¡Es el más demente de los tiranos!
Quereas: Eso no está tan claro. Sabemos de sobra lo que es un emperador loco. Pero éste no está lo bastante loco. Si algo detesto de él, es que sabe lo que quiere.
Quereas: Eso no está tan claro. Sabemos de sobra lo que es un emperador loco. Pero éste no está lo bastante loco. Si algo detesto de él, es que sabe lo que quiere.
Todo esto viene a cuento
para no dejarlos desamparados en las profundidades de la historia. No es
ninguna forma de arruinarles la lectura de esta obra de teatro creada por
Camus, al contrario, les ayudará a comprender un poco mejor el escenario que se
nos plantea. Para cuando empieza el primer acto nosotros ya hemos llegado
tarde: Roma está ya paralizada. El emperador no aparece por ninguna parte y los
habitantes del palacio se encuentran en suspenso. Una mujer ha muerto, la
hermana del emperador, su sangre, y su amante. El cuerpo inerte de Drusila es
el responsable de la confusión; claro que no se puede acusar al poder máximo de
Roma de mantener una relación incestuosa, aunque las evidencias no puedan ser
más claras. Pero nosotros no vemos la muerte de ella ni las lágrimas de él,
sólo vemos incertidumbre. Después el dolor se vuelve público, acompañado no de
lamentos, sino de pasiones y cinismos. El hombre viejo pero conocido, el
emperador de mano de temple, comienza una lucha con aquel nuevo ser que ha
engendrado el dolor. A su alrededor, sus más allegados consejeros y su
(segunda) más querida amante ven emerger la chispa de la ruina. Ellos validan
su derrota interna, su desquicio final, porque en un principio validaron –con su
lealtad– al buen hombre que hubo antes de la muerte.
La trama que nos plantea
Camus es bastante sencilla a primera vista. En cuatro actos el duelo por
Drusila se convierte en una penuria nacional: los patricios se ven
repentinamente arrebatados de su zona de confort, los nobles se ven amenazados
en sus poderes y todos son rebajados a las humillaciones del emperador; fuera,
el pueblo que no clama pero suspira, muere de pestes y hambruna. Nada de eso
importa. Calígula quiere la luna, quiere la felicidad, quiere la inmortalidad,
quiere la muerte de cualquiera que no la merezca, y de nuevo quiere la luna. Imaginen
una fila de consejeros reales enumerando las escaleras que deben usarse para el
proyecto. Porque el proyecto se realizará, no cabe duda de eso, ¿o es que
alguien tiene el poder de detener al dios mismo? En todo caso, el emperador
loco resulta cuerdo pero necio, y peor aún: lleno de poder e ideales. Con más
de mil años de diferencia, Calígula representa dos grandes figuras que marcaron
nuestro siglo XX –nuestro, porque una parte de la inocencia mundial se fue con
él, y nosotros a su lado. Dos figuras: Hitler y Mussolini. Ambos se levantan en
nuestros libros de historia y en nuestras pláticas diarias como algo menos que
mascotas cotidianas; sin embargo, su peso radica en el mismo peso que lleva
nuestro emperador enlunado a lo largo de sus actos: el ideal. Algún filósofo
argumentó que todas las acciones humanas aspiran al bien, y es ese el caso de
Calígula y sus paralelos ya mencionados. Los tres, juntos pero no revueltos,
aspiran al bien máximo de su nación, pero a través de un ideal propio. El
emperador quiere que los hombres mueran siendo felices y su conclusión de
felicidad radica en la luna. ¿Por qué? Porque es la luna el símbolo de la
mujer, de su protectora, de su Drusila, de la Drusila de todos los que mueren
de hambre en las afueras del palacio, a manos de un emperador que les niega las
últimas semillas de la cosecha, de la Drusila que es ya la única idea que
carcome sus entrañas.
Sin embargo el discurso
político es repetido una y otra vez: el tirano sabe lo que hace. Sus incoherencias
llevan una meticulosa consciencia de planificación. Es impredecible y es
absurdo, pero no es ilógico. Cuando el sabio pelea con el estúpido el único
resultado posible son dos estúpidos gritando, y eso es justo lo que pasa entre
el mar de venganzas que se comienza a gestionar alrededor de Calígula. Los más
grandes sabios y los más sensibles poetas se ven rebajados al caprichoso
discurso de aquel hombre que no entiende la estética y no tiene por qué entenderla:
puede crear la propia. Se ha vuelto un dios de papel y todos a su alrededor se
vuelven tan o más absurdos que él. Ya sólo es la muerte lo que aguarda y a la
muerte se conduce para ser divinidad. Casi tan traicionado como Julio César,
siendo el punto central de miles de complots, Calígula desplaza a todos sus
enemigos como fichas de ajedrez. Los vuelve iguales a él: seguidores y fanáticos
de un mismo ideal. De nuevo los ecos del discurso europeo durante la ocupación
nazista hacen una entrada aquí; a final de cuentas muchos de aquellos alemanes
fueron más nazis que Hitler. Era el ideal el que guiaba y cegaba a todas esas
masas. El ideal vuelve tiranos a los justos y victima al tirano, Calígula ha
logrado bajar la luna transgiversando el orden natural y por consiguiente el
social. Ha logrado que el odio se extienda cual plaga y obsesión. Todo eso en
cuatro actos. Sí, es una obra aparentemente simple, pero la apariencia puede
ser reemplazada por una última imagen fatal. La muerte, la violación y el abuso
son algunas de las muchas acciones humanas que aspiran al bien.
Calígula:
Es curioso. Cuando no mato, me siento solo. Los vivos no bastan para poblar el
universo y ahuyentar el hastío. Cuando estáis todos aquí, me hacéis sentir un
vacío infinito que no puedo mirar. Sólo estoy bien entre mis muertos. Ellos sí
son auténticos. Son como yo. Me esperan y me acucian. Sostengo largos diálogos
con aquellos que me pedían clemencia y a quienes hice cortar la lengua.
Alianza Editorial: $167-$185
(Existe una edición de Losada, pero es muy incompleto)
Disponible en:
-El Sótano
-FCE
-El Péndulo
-Porrúa
-Gandhi (Losada)
-Porrúa
-Gandhi (Losada)
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