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En un instante, al fijar el uno en el otro sus ojos somnolientos, ninguno de los dos supo a dónde dirigir la mirada. Saeko volvió la vista hacia el cuarto entarimado contiguo al vestíbulo y, como si mencionara un tema intocable, dijo:
—Me equivoqué.
—¿En qué? —replicó Shun’ichi con miedo
—En todo.
No es secreto que nuestra cultura tiene un crush enorme con los japoneses, y que éste parece ir para largo. ¿De dónde puede estar surgiendo? Si tuviera que responderlo, diría que admiramos el que puedan ser ellos mismos a pesar de haberse adaptado al mundo occidental. Pueden construir celulares y televisores a nivel mundial y seguir conservando su alma colectiva intacta. No se desmoronaron moralmente al contacto con ideas externas, como los rusos del siglo XIX o como los indígenas americanos. De acuerdo a ello, uno siempre sabe cuándo se enfrenta con arte japonés: uno sabe que habrá pausa, cuidado, sutileza. Y aun así, a veces se las arreglan para sorprender con la delicadeza de sus trazos artísticos, que parecerían siluetas hechas por un plumín que cae de un ave al suelo. Alguna vez leí de un recurso específico en el arte oriental según el cual una narrativa alterna escenas intensas con pequeñas viñetas de vida cotidiana que bajan la tensión y construyen atmósfera. El año de Saeko no usa este recurso: lo abusa. La intensidad en este libro se encuentra oculta entre capas y capas de nieve cotidiana, si es que existe en absoluto.
Después de leer la obra más conocida de Katayama, Un grito de amor desde el centro del mundo, sabía que su pluma tiende a la sutil poesía y el revoloteo de belleza leve que distingue al orientalismo —pero no esperaba algo tan suave. El año de Saeko es un libro raro, que ciertamente tiene principio, medio y final, pero que no ofrece en ellos lo que normalmente se espera en una novela lineal. Es como poner a hervir el agua para el té y sentarse enfrente del pocillo a observar como el vaporcillo de calor asciende y se exalta hasta formar burbujas que crecen y crecen y se multiplican y bullen finalmente, tras unos minutos largos en los que uno no pronunció palabra. Y luego uno se toma la taza, que ha preparado con parsimonia y cubitos de azúcar, y es deliciosa por unos instantes antes de dejar un gusto acre en la boca. Es una narrativa hecha de silencios y de pequeños lazos que se tejen hasta ser algo, al final. Si ese algo nos gusta ya es enteramente personal, pero por lo pronto uno debe sorprenderse de cuánto reta este libro nuestras concepciones sobre lo que es una historia emocionante.
El amor y la soledad quizá sean las dos caras que conforman el ser humano. En todo caso, son un amor sin razones y una soledad sin razones. Shun’ichi amaba a Saeko. Tenía la sensación de que la amaba más que nunca. Al mismo tiempo, se sentía asaltado por una soledad terrible y anormal.
Shun’ichi es un ingeniero informático que se enamora de una mujer porque la oye llorar por las noches, a través de una pared. Se casan y llevan una vida de apariencia apacible, con el salario de él y lo que ella pueda sacar como encargada de unas máquinas expendedoras. Las estaciones pasan, ellos se quieren de un modo desapasionado mas verdadero —¿y qué otra cosa podría esperarse de una pareja que nació del dolor? Pero sus vidas tranquilas comienzan a perturbarse desde adentro, como un trozo de fruta abandonado, debido a una petición de la hermana de Saeko... Ha habido una intrusión en el equilibrio, una violación al espacio, y no sabemos si el frágil y asustadizo amor entre Saeko y Shun’ichi podrá sobrevivir a este invierno.
Hay un poema de Emily Dickinson en el cual la escarcha más delicada decapita a las flores, y eso es lo que parece suceder aquí. El amor aquí relatado no es una pasión de esas que seducen a las adolescentes que leen a Nicholas Sparks; esto no es Hollywood. Es algo mucho más trémulo, precisamente por haber surgido de la unión entre dos seres melancólicos. Katayama, afortunadamente, sabe que una historia así ya tiene suficiente con su propia naturaleza pausada como para que aparte el autor la extienda por cientos y cientos de páginas (problema que tengo, por ejemplo, con The Unconsoled de Kazuo Ishiguro). La novela de Katayama sabe que sus lectores tienen una cantidad limitada de paciencia, y concluye en 238 páginas. Sin embargo, no se siente como una lectura rápida ni corta, sino que el tiempo parece pasar al ritmo del año entero transcurrido en su interior. En serio no puedo quitarme la idea del pocillo de agua lentamente calentándose en el fuego como una metáfora para este libro. Y es que eso es; es una espera y un transcurso lento por un túnel de silencios murmurantes.
Si les gustó el infinitamente popular Grito de amor desde el centro del mundo, entonces este libro… puede que no sea para ustedes. Es extraño cuando esto pasa, pero tenemos sólo dos libros del autor traducidos al español, y son diametralmente distintos. Lo único que los une es que son cortos, impecablemente escritos, y con una tendencia marcada a la tristeza amorosa. Pero El año de Saeko es una historia mucho más adulta, fría, dura de penetrar. El enamoramiento con este libro no se produce a las tres páginas, como en Grito…, y puede que nunca llegue, así que aproxímense con la mente abierta y precaución. Esta vez no nos estamos enfrentando con la faceta, digamos, pop del arte japonés —esa que nos ha traído Akira, Neon Genesis Evangelion, El viaje de Chihiro o Battle Royale, historias bellísimas todas, pero llenas asimismo de acción y catarsis. Esta vez nos encontramos con el espíritu ancestral de la cultura del sol naciente, esa que es extraña, que aprecia los silencios y las pausas, que ve el valor en la nada tanto como en el todo, en el vacío como en el lleno. Esa que puede producir poesía de los lugares más estériles; levantar mariposas de donde sólo había polvo.
Si les gustó el infinitamente popular Grito de amor desde el centro del mundo, entonces este libro… puede que no sea para ustedes. Es extraño cuando esto pasa, pero tenemos sólo dos libros del autor traducidos al español, y son diametralmente distintos. Lo único que los une es que son cortos, impecablemente escritos, y con una tendencia marcada a la tristeza amorosa. Pero El año de Saeko es una historia mucho más adulta, fría, dura de penetrar. El enamoramiento con este libro no se produce a las tres páginas, como en Grito…, y puede que nunca llegue, así que aproxímense con la mente abierta y precaución. Esta vez no nos estamos enfrentando con la faceta, digamos, pop del arte japonés —esa que nos ha traído Akira, Neon Genesis Evangelion, El viaje de Chihiro o Battle Royale, historias bellísimas todas, pero llenas asimismo de acción y catarsis. Esta vez nos encontramos con el espíritu ancestral de la cultura del sol naciente, esa que es extraña, que aprecia los silencios y las pausas, que ve el valor en la nada tanto como en el todo, en el vacío como en el lleno. Esa que puede producir poesía de los lugares más estériles; levantar mariposas de donde sólo había polvo.
El amor es hermoso incluso en los abismos.
Alfaguara: $200
Disponible en:
-Gandhi
-El Sótano
-Porrúa
-FCE
-El Péndulo
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