martes, 18 de junio de 2013

Yonqui


  • Junky
  • William S. Burroughs [E.U.] (originalmente publicado con el pseudónimo de William Lee)
  • Primera edición: 1953
  • Memorias
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Uno se hace adicto a los narcóticos porque carece de motivaciones fuertes que lo lleven en cualquier otra dirección. La droga llena una vacío. Yo empecé por pura curiosidad. Luego empecé a pincharme cada vez que me apetecía. Terminé colgado. La mayor parte de los adictos con los que he hablado tuvieron una experiencia semejante. No empezaron a consumir drogas por ninguna razón en concreto. Quien nunca haya sido adicto, no puede hacerse la idea de lo que significa necesitar una droga con la tremenda intensidad de quien está enganchado. Nadie decide convertirse en yonqui.  Una mañana se levanta sintiéndose muy mal y se da cuenta de lo que es.

Los libros referentes a drogadicción suelen tener un gran fallo que me hacen odiarlos intensamente: su tendencia evangelizadora. O bien son escritos por personas que nunca en su vida han consumido algo más fuerte que dos Aspirinas, o por supuestos ex adictos que lograron salir del consumo y ahora relatan una “desgarradora historia de sufrimiento y dolor” para terminar siendo héroes de su propio infierno. En ambos casos, la historia siempre encuentra su final feliz debido al apoyo de una amorosa familia y nuestro personaje principal sale sin mancha pero habiendo aprendido la lección de su vida: las drogas matan/la familia es nuestro mayor apoyo/las drogas no son compañía/tus amigos no son esos que te hacen daño… elijan los que quieran, son gratis. Claro que después de toda esta lucha encuentran suculentas regalías y cientos de admiradores esperanzados (admiradores que tampoco han consumido nada nunca, claro, pero que igual tienen esperanza.) O señoras desesperadas que no saben qué les pasa a sus hijos y deciden que la mejor solución es darles una conmovedora historia para acercarlos a su regazo (sin ponerse a pensar antes que sus hijos podrían estar convertidos en escarabajos gigantes y por eso no salen de la habitación). Entonces todos tuvieron una nueva oportunidad; todos reencontraron sus afectos perdidos; todos felices comieron perdices, ¿no?

Sé bien que ahora mismo debo sonar como una horrible persona (vale, probablemente lo soy), pero mi punto es que la credibilidad y el valor de estas anécdotas hiede a fantasía y estrategia comercial. ¿Qué pasa con los que no tuvieron otra oportunidad? Aquellos que no empezaron a consumir por una fiesta de niños fresas, sino por llenar un vacío en sus motivaciones; aquellos a quienes ninguna familia llevó de regreso al “buen camino”. Aquellos a quienes se les denominó como simples vagabundos y se les dio la espalda. Mejor aún: ¿Qué pasa cuando la droga es la meta y no el motivo? Yonqui es uno de mis libros favoritos por el simple hecho de que es sincero: Burroughs no se propuso convertirse en drogadicto, ni se volvió en una sola mañana, pero lo fue y lo relató sin ningún ánimo de salir como héroe victorioso. Lo puso en palabras directas. Probó de todo lo que podría encontrarse en aquella época y no lo lamentó; se pichó cada mañana por la pura satisfacción de pincharse, no de ahuyentar fantasmas, relajarse o probarse a sí mismo. No salió victorioso de aquel infierno, ni siquiera se puede decir que salió del todo. No negó su miseria, ni su decadencia, pero no fue cobarde tampoco: lo aceptó como una forma de vivir, y puede que esa sea la manera más pura de aceptar una situación semejante.

 He aprendido la ecuación de la droga. La droga no es, como el alcohol o la hierba, un medio para incrementar el disfrute de la vida. La droga no proporciona alegría ni bienestar. Es una manera de vivir.
[…]”¿Por qué necesita tomar estupefaciente, señor Lee?” es una pregunta que suelen hacer los psiquiatras estúpidos. “Necesito droga para levantarme de la cama por la mañana, para afeitarme y para desayunar. La necesito para seguir vivo” es la respuesta.

Ahora bien, debo aclarar que de ninguna forma induzco a que vayan a buscar al vendedor más cercano de la esquina. En realidad este libro logra alejar a muchos de sus lectores de cualquier intento de drogarse con una lección que ninguno de superación personal ha tenido jamás. No es una apología, es una explicación: si no vas a dar el alma por el dolor de un pinchazo, entonces no lo hagas. Si no vas a llegar a límite sin perder pie en la realidad entonces no lo intentes, porque ninguna familia feliz vendrá a rescatarte. Las drogas de Yonqui no hacen sentir mejor a nadie, pero tampoco es como si buscasen satisfacción. Funciona como aquello de que un dolor suprime a otro, en este caso, el quemante líquido en las venas y la agonía en el cerebro suprimen por momentos la sensación de existencia y miseria. Muchos dirían que es cobarde no querer afrontar dicha existencia –que viene siendo dolor moral– e intentar esquivarla con un sufrimiento físico; pero la paradoja de Burroughs recae en que aquello también es una existencia, no un escape. El salir a buscar píldoras cada mañana no es sólo una forma de estar vivo, sino de vivir.

Todos los yonquis llevan sombrero, si lo tienen. Todos parecen iguales; es como si, de alguna forma que resulta imposible definir con exactitud, llevasen un traje idéntico. La droga los ha marcado con su sello indeleble.

Este libro pertenece a la categoría en que la historia alrededor de él es igual de interesante que el libro mismo. Está prologado por Allen Ginsberg, y en las primeras líneas declara a Burroughs como un hombre al que admira mucho debido a su madurez. Será consiste señala en este punto que esas palabras bien podrían ser una burla elegante a la edad del hombre: como tal, Burroughs no formó parte de la generación beat (tenía años de más como para entrarse a ese mundo), pero sí se convirtió en el héroe de muchos de ellos. Su libertad sexual –tema confuso, porque era casado, pero también homosexual– y su larga experimentación con la droga le permitieron probar un extremo infernal del mundo en donde los convencionalismos y las buenas costumbres no han llegado nunca. Más aún, haber salido de aquel camino con el cerebro más o menos ileso (pero el hígado destruido) para relatar cada faceta, lo hicieron fuente de inspiración para músico y artistas de las épocas siguientes.  Todo esto bien al caso de que Yonqui vio la luz del día gracias a la correspondencia que Ginsberg y Burroughs mantuvieron por muchos años. Quizás el segundo sólo se proponía animar al primero en su época de ser recluso en un hospital mental; como fuese que empezara, las historias llegaron a un plano físico al ser publicado por Carl Solomon (esto después de tortuosos meses de buscar un editor).

Un libro ácido, devastador en más de un sentido, y, aunque yo misma odie la palabra, desgarrador. Lo que Burroughs cuenta no es sólo una vida hecha para la droga, sino otros tiempos en que las cosas eran diferentes. Años idos que llegan a nosotros en viejas fotografías, pero que no parecen tangibles a nuestras existencias. Años en que las drogas no hacían ricos a quienes las vendían (llamados “camellos”), pero alguien tenía que hacerlo a final de cuentas. Una extraña hermandad se pasa en las páginas de Yonqui, todos aquellos que quedaron colgados comparten algo más que sus miserias y la experiencia, comparten la última jeringa disponible, y también la última sábana que no esté manchada de vomito. Comparten un sombrero que los hace iguales ante el mundo, todos ellos dependientes a un farmacéutico.  No eran los años de extraños cristales y ácidos, sino de medicinas cotidianas inyectadas en adoloridas venas para experimentar. Los de narcóticos los perseguían hasta la frontera mexicana, pero llegar a este país era un irónico sinónimo de tierra de las oportunidades. Más que un vistazo a Norteamérica, la mitad del libro transcurre en México, hablando de lugares con los que no pude hacer menos que sentir cierta emoción (o tristeza) porque yo misma los conozco. Hablando de inexistentes autoridades y ridículas concesiones. Quizás cuando nos preguntemos como es que llegamos al punto donde el narcotráfico ha tomado la mitad del país debamos dar un vistazo a este libro, porque en el despacho de un político mexicano puede ocurrir cualquier cosa.

Una odisea a la manera menos clásica posible, pero odisea al final de cuentas. La historia de Burroughs es la de muchos que desgastaron sus bolsillos en la necesidad de una simple píldora; en algún momento alguien se inyecta algo parecido a la Aspirina. ¿Suena horrible? A mi forma de ver no lo es del todo, aunque mi débil estomago opina lo contrario en algunas partes. Probablemente este no sea un libro hecho para todos, más de uno puede odiarme por recomendarlo. Pero a mi forma de ver su aportación es muy grande porque se ocupa de un solo rasgo del carácter humano, el rasgo que nos hace depender de lo que nos mata. No explora una rehabilitación porque sería irreal decir que nos liberamos del todo de esa dependencia, sea cual sea la nuestra. Agradezco que Burroughs no hubiese tenido pretensiones poéticas al momento de escribir sus cartas trasformadas en libro, porque no hubiese podido soportar muchas metáforas de agujas. Agradezco su claridad en el lenguaje y en su prosa (rasgo que los beat decidieron ignorar), porque no es una ambigua apología lo que concibió, sino una larga anécdota de una vida, una vida real. Una vida en la que asesinó sin quererlo (busquen en internet) y en donde los peores demonios resultaron ser legales: el alcohol, vendido y publicitado por billones, es el final asesino de muchas de las almas que se transportaron por este corrupto mundo. Una vida, a final de cuentas, de la que no salió vendiendo sus disculpas al mercado anónimo, porque fue vida después de todo.


Cuando se deja la droga, se deja una manera de vivir. He visto a yonquis dejar la droga, darle a la botella y terminar muriéndose a los pocos años. Entre los ex adictos es frecuente el suicidio. ¿Por qué un yonqui lo deja por propio deseo? Es una pregunta a la que nunca se sabe qué responder. Ninguna reflexión consciente acerca de la desventaja y los horrores de la droga puede darte el impulso emocional para abandonarla. La decisión de dejar la droga es una decisión celular. Y, una vez que has decidido dejarla, no podrás volver a usarla permanentemente, del mismo modo que antes no podías pasar sin ella.


Editorial Anagrama
(el precio varía desde $146 a $215)
Disponible en:
-Gandhi
-El Péndulo
-FCE
-El Sótano

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