- Junky
- William S. Burroughs [E.U.] (originalmente publicado con el pseudónimo de William Lee)
- Primera edición: 1953
- Memorias
Uno se hace adicto a los narcóticos porque carece de
motivaciones fuertes que lo lleven en cualquier otra dirección. La droga llena
una vacío. Yo empecé por pura curiosidad. Luego empecé a pincharme cada vez que
me apetecía. Terminé colgado. La mayor parte de los adictos con los que he
hablado tuvieron una experiencia semejante. No empezaron a consumir drogas por
ninguna razón en concreto. Quien nunca haya sido adicto, no puede hacerse la
idea de lo que significa necesitar una droga con la tremenda intensidad de
quien está enganchado. Nadie decide convertirse en yonqui. Una mañana se levanta sintiéndose muy mal y se
da cuenta de lo que es.
Los libros referentes a drogadicción
suelen tener un gran fallo que me hacen odiarlos intensamente: su tendencia
evangelizadora. O bien son escritos por personas que nunca en su vida han
consumido algo más fuerte que dos Aspirinas, o por supuestos ex adictos que lograron
salir del consumo y ahora relatan una “desgarradora historia de sufrimiento y
dolor” para terminar siendo héroes de su propio infierno. En ambos casos, la
historia siempre encuentra su final feliz debido al apoyo de una amorosa
familia y nuestro personaje principal sale sin mancha pero habiendo aprendido
la lección de su vida: las drogas matan/la familia es nuestro mayor apoyo/las
drogas no son compañía/tus amigos no son esos que te hacen daño… elijan los que
quieran, son gratis. Claro que después de toda esta lucha encuentran suculentas
regalías y cientos de admiradores esperanzados (admiradores que tampoco han
consumido nada nunca, claro, pero que igual tienen esperanza.) O señoras
desesperadas que no saben qué les pasa a sus hijos y deciden que la mejor
solución es darles una conmovedora historia para acercarlos a su regazo (sin
ponerse a pensar antes que sus hijos podrían estar convertidos en escarabajos
gigantes y por eso no salen de la habitación). Entonces todos tuvieron una
nueva oportunidad; todos reencontraron sus afectos perdidos; todos felices
comieron perdices, ¿no?
Sé bien que ahora mismo debo sonar
como una horrible persona (vale, probablemente lo soy), pero mi punto es que la
credibilidad y el valor de estas anécdotas hiede a fantasía y estrategia
comercial. ¿Qué pasa con los que no tuvieron otra oportunidad? Aquellos que no
empezaron a consumir por una fiesta de niños fresas, sino por llenar un vacío
en sus motivaciones; aquellos a quienes ninguna familia llevó de regreso al
“buen camino”. Aquellos a quienes se les denominó como simples vagabundos y se
les dio la espalda. Mejor aún: ¿Qué pasa cuando la droga es la meta y no el
motivo? Yonqui es uno de mis libros
favoritos por el simple hecho de que es sincero: Burroughs no se propuso
convertirse en drogadicto, ni se volvió en una sola mañana, pero lo fue y lo
relató sin ningún ánimo de salir como héroe victorioso. Lo puso en palabras
directas. Probó de todo lo que podría encontrarse en aquella época y no lo
lamentó; se pichó cada mañana por la pura satisfacción de pincharse, no de
ahuyentar fantasmas, relajarse o probarse a sí mismo. No salió victorioso de
aquel infierno, ni siquiera se puede decir que salió del todo. No negó su
miseria, ni su decadencia, pero no fue cobarde tampoco: lo aceptó como una
forma de vivir, y puede que esa sea la manera más pura de aceptar una situación
semejante.
He aprendido la ecuación de la droga. La droga no es,
como el alcohol o la hierba, un medio para incrementar el disfrute de la vida.
La droga no proporciona alegría ni bienestar. Es una manera de vivir.
[…]”¿Por qué necesita
tomar estupefaciente, señor Lee?” es una pregunta que suelen hacer los
psiquiatras estúpidos. “Necesito droga para levantarme de la cama por la
mañana, para afeitarme y para desayunar. La necesito para seguir vivo” es la
respuesta.
Ahora bien, debo aclarar que de
ninguna forma induzco a que vayan a buscar al vendedor más cercano de la
esquina. En realidad este libro logra alejar a muchos de sus lectores de
cualquier intento de drogarse con una lección que ninguno de superación personal
ha tenido jamás. No es una apología, es una explicación: si no vas a dar el
alma por el dolor de un pinchazo, entonces no lo hagas. Si no vas a llegar a
límite sin perder pie en la realidad entonces no lo intentes, porque ninguna
familia feliz vendrá a rescatarte. Las drogas de Yonqui no hacen sentir mejor a nadie, pero tampoco es como si
buscasen satisfacción. Funciona como aquello de que un dolor suprime a otro, en
este caso, el quemante líquido en las venas y la agonía en el cerebro suprimen
por momentos la sensación de existencia y miseria. Muchos dirían que es cobarde
no querer afrontar dicha existencia –que viene siendo dolor moral– e intentar
esquivarla con un sufrimiento físico; pero la paradoja de Burroughs recae en
que aquello también es una existencia, no un escape. El salir a buscar píldoras
cada mañana no es sólo una forma de estar vivo, sino de vivir.
Todos los yonquis llevan sombrero, si lo tienen. Todos
parecen iguales; es como si, de alguna forma que resulta imposible definir con
exactitud, llevasen un traje idéntico. La droga los ha marcado con su sello
indeleble.
Este libro pertenece a la categoría
en que la historia alrededor de él es igual de interesante que el libro mismo.
Está prologado por Allen Ginsberg, y en las primeras líneas declara a Burroughs
como un hombre al que admira mucho debido a su madurez. Será consiste señala en
este punto que esas palabras bien podrían ser una burla elegante a la edad del
hombre: como tal, Burroughs no formó parte de la generación beat (tenía años de más como para
entrarse a ese mundo), pero sí se convirtió en el héroe de muchos de ellos. Su
libertad sexual –tema confuso, porque era casado, pero también homosexual– y su
larga experimentación con la droga le permitieron probar un extremo infernal
del mundo en donde los convencionalismos y las buenas costumbres no han llegado
nunca. Más aún, haber salido de aquel camino con el cerebro más o menos ileso
(pero el hígado destruido) para relatar cada faceta, lo hicieron fuente de
inspiración para músico y artistas de las épocas siguientes. Todo esto bien al caso de que Yonqui vio la luz del día gracias a la
correspondencia que Ginsberg y Burroughs mantuvieron por muchos años. Quizás el
segundo sólo se proponía animar al primero en su época de ser recluso en un
hospital mental; como fuese que empezara, las historias llegaron a un plano físico
al ser publicado por Carl Solomon (esto después de tortuosos meses de buscar un
editor).
Un libro ácido, devastador en más de
un sentido, y, aunque yo misma odie la palabra, desgarrador. Lo que Burroughs
cuenta no es sólo una vida hecha para la droga, sino otros tiempos en que las
cosas eran diferentes. Años idos que llegan a nosotros en viejas fotografías,
pero que no parecen tangibles a nuestras existencias. Años en que las drogas no
hacían ricos a quienes las vendían (llamados “camellos”), pero alguien tenía
que hacerlo a final de cuentas. Una extraña hermandad se pasa en las páginas de
Yonqui, todos aquellos que quedaron
colgados comparten algo más que sus miserias y la experiencia, comparten la
última jeringa disponible, y también la última sábana que no esté manchada de
vomito. Comparten un sombrero que los hace iguales ante el mundo, todos ellos dependientes
a un farmacéutico. No eran los años de
extraños cristales y ácidos, sino de medicinas cotidianas inyectadas en adoloridas
venas para experimentar. Los de narcóticos los perseguían hasta la frontera
mexicana, pero llegar a este país era un irónico sinónimo de tierra de las
oportunidades. Más que un vistazo a Norteamérica, la mitad del libro transcurre
en México, hablando de lugares con los que no pude hacer menos que sentir
cierta emoción (o tristeza) porque yo misma los conozco. Hablando de
inexistentes autoridades y ridículas concesiones. Quizás cuando nos preguntemos
como es que llegamos al punto donde el narcotráfico ha tomado la mitad del país
debamos dar un vistazo a este libro, porque en
el despacho de un político mexicano puede ocurrir cualquier cosa.
Una odisea a la manera menos clásica
posible, pero odisea al final de cuentas. La historia de Burroughs es la de
muchos que desgastaron sus bolsillos en la necesidad de una simple píldora; en
algún momento alguien se inyecta algo parecido a la Aspirina. ¿Suena horrible?
A mi forma de ver no lo es del todo, aunque mi débil estomago opina lo
contrario en algunas partes. Probablemente este no sea un libro hecho para
todos, más de uno puede odiarme por recomendarlo. Pero a mi forma de ver su
aportación es muy grande porque se ocupa de un solo rasgo del carácter humano,
el rasgo que nos hace depender de lo que nos mata. No explora una rehabilitación
porque sería irreal decir que nos liberamos del todo de esa dependencia, sea
cual sea la nuestra. Agradezco que Burroughs no hubiese tenido pretensiones
poéticas al momento de escribir sus cartas trasformadas en libro, porque no
hubiese podido soportar muchas metáforas de agujas. Agradezco su claridad en el
lenguaje y en su prosa (rasgo que los beat
decidieron ignorar), porque no es una ambigua apología lo que concibió, sino
una larga anécdota de una vida, una vida real. Una vida en la que asesinó sin
quererlo (busquen en internet) y en donde los peores demonios resultaron ser
legales: el alcohol, vendido y publicitado por billones, es el final asesino de
muchas de las almas que se transportaron por este corrupto mundo. Una vida, a
final de cuentas, de la que no salió vendiendo sus disculpas al mercado
anónimo, porque fue vida después de todo.
Cuando se deja la droga, se deja una manera de vivir.
He visto a yonquis dejar la droga, darle a la botella y terminar muriéndose a
los pocos años. Entre los ex adictos es frecuente el suicidio. ¿Por qué un
yonqui lo deja por propio deseo? Es una pregunta a la que nunca se sabe qué
responder. Ninguna reflexión consciente acerca de la desventaja y los horrores
de la droga puede darte el impulso emocional para abandonarla. La decisión de
dejar la droga es una decisión celular. Y, una vez que has decidido dejarla, no
podrás volver a usarla permanentemente, del mismo modo que antes no podías
pasar sin ella.
Editorial Anagrama
(el precio varía desde $146 a $215)
Disponible en:
-Gandhi
-El Péndulo
-FCE
-El Sótano
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