- Jorge Luis Borges
- Primera edición: 1941 [El Jardín de los senderos que se bifurcan]/ 1944 [Ficciones]
- Cuento
El universo (que otros llaman la Biblioteca) se componte de un número
indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de
ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier
hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La
distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos
anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de
los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal.
La verdad es que me tomó algunos días decidirme por un
cuento, y aún ahora no sé bien qué hacer con mi elección. Si termine por elegir
esta historia se debe a que ejemplifica un poco aquella frase borgiana acerca
del paraíso como una especie de Biblioteca. En todo caso, lo que tenemos aquí
es algo más parecido a un infierno que a un paraíso. Un laberinto de letras
donde todo es posible, menos lo imposible. Una torre donde todo lo que se puede
decir ha sido escrito ya y lo único que nos queda es un número finito de
combinaciones con veinticinco caracteres. Además el único orden perceptible es
el del desorden, en cada hexágono hay treinta libros que no parecen tener
ninguna relación entre sí. Ningún libro se repite, pero existen muchos otros
casi idénticos: la única variación puede ser el idioma, una palabra, una letra
o una simple coma. Pero aquello basta para hacerlo diferente. Diría que suena
entre paranoico y relativo a ciencia ficción, en especial porque me recuerda a la
teoría del multiuniverso (siendo prácticos, lo que no desayunaron ayer, ustedes
mismos, en otro universo, sí lo hicieron. Así, cualquier cosa que imaginen
puede existir está escrita, junto con cualquier variación o contradicción de lo
mismo), todo lo pensado es posible en la palabra, y también lo que habrán de
pensar.
También puedo decir que este es un gran ejemplo de cómo
Borges logra destituir todas las nociones de espacio encerrándonos en una torre
infinita, o peculiarmente finita, y dejándonos a nuestra suerte y la de los
bibliotecarios. Todo esto en cuestión de cinco hojas, quizás menos. Con una
idea así pudo haber hecho una novela de cinco partes y satisfacernos con todo
un mundo de fantasía. El problema es que con Borges nada es tan fantástico como
se pretende, nada tan irreal como se quisiera, y nada requiere más de diez
cuartillas para convertirse en algo extraordinario. La Biblioteca existe porque
el universo existe; se encuentra porque nosotros nos encontramos, después de
millares de años, por obra de Dios, la ciencia o el azar, o todas ellas. Ya que
ha quedado relativamente clara esta idea, recomiendo un poco (mucho) que lean el cuento antes de seguir con la reseña. No vale la pena que explique algo que
todavía no digiero del todo, y que me suma en discusiones donde no nos
sincronicemos.
Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro
tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas.
Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban
redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo
pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con
inflexiones de árabe clásico. También se descifró el contenido: nociones de
análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición
ilimitada.
Entonces, la Biblioteca no es infinita. Una vez que las
matemáticas nos han fallado, sólo nos queda creerle a aquello de que todas los
posibles combinaciones tienen un límite. En teoría, la Biblioteca debería ser
el centro mismo del conocimiento; sin embargo, debemos darnos cuenta de lo
fallida de esta idea al encontrar bibliotecarios, inquisidores y exploradores
que han perdido el juicio entre aquellos tomos de 410 páginas con cuarenta
renglones. Algunos se suicidan, brincan hacia el abismo de cada hexágono y
mueren en el aire, se vuelven polvo mucho antes de llegar al último piso de
aquél lugar. Otros, más racionales, perecen en el mismo piso donde nacieron. Resulta
que tener todas las posibilidades de conocimiento deriva en la negación
absoluta del mismo. Lo tenemos todo, sí, pero no sabemos en dónde empezar a
buscar. Por eso decía al principio que la Biblioteca es algo más parecido a un
infierno que al cielo, porque son muchas las mentes que arden en la nada de un
todo.
Con todo, el título no deja de resultar irónico. La alusión
a Babel nos regresa a aquél pasaje bíblico donde la humanidad padeció la
distancia del idioma en la búsqueda de lo divino. La gran torre destinada a
alcanzar a Dios cayó en pedazos porque ya nadie comprendía las instrucciones de
nadie. En el caso de la Biblioteca (el universo), los hombres que hurgan en sus
pasillos y gastan sus vistas en tomos incomprensibles son muchas veces
impulsados por un necio afán de encarar a Dios en alguna página; o encontrar su
propia Vindicación. Pero las diferencias culturales los llevan a tomar medidas
acordes con la desesperación; por ejemplo, aquellos dedicados a destruir todo
el material que no sirva de nada. Aun si la Biblioteca es finita, su existencia
es lo suficientemente grande como para no padecer la destrucción de libros:
siempre habrá una variación de la misma. Siempre quedan mil posibilidades.
Pero esta es sólo una mínima parte de la verdad. No sabemos
de dónde viene aquel lugar, casi sagrado, casi diabólico, pero sabemos que
seguirá en pie aun cuando el último habitante cierre su capítulo. Contamos con
una sola versión, la de un narrador al borde de la muerte, que cierra sus ojos (y
los nuestros) sin llevarse verdad alguna ni conocimiento concreto. Pero no
expresa amargura, sino una ciega esperanza de que alguien más, en el futuro o
en el pasado, vaya o haya encontrado una gota de conmiseración en aquel lugar.
Una sola respuesta al cruel cuestionario. La Biblioteca es un tesoro intacto,
nadie cuenta con el tiempo suficiente para rescatar sus secretos; uno hace una
aportación que cien años más tarde alguien más rechaza, pero el primero muere
sin conocer su error. ¿Qué conmiseración hemos encontrado nosotros en la Biblioteca,
en el universo? En la finitud de las estrellas; en las teorías más sólidas que
fueron descartadas mil años después; en observar y en callar un conocimiento
total que no entendemos, en nada de eso hay respuesta definitiva. Somos finitos,
pero breves; también la Biblioteca es finita, pero inmensa: lo suficiente como
para abarcarnos y engullirnos en un instante, sin que conozcamos nunca el final
de la historia, ni el inicio.
La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo
conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con
barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias,
las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en
bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios,
cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho
que la especie humana - la única - está por extinguirse y que la Biblioteca
perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de
volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.
Colección Ficciones:
DeBolsillo: $130
Clásicos Gandhi: $95
La nación: $89
Alianza: $185
Disponible en:
-Gandhi
-El Sótano
-Porrúa
-FCE
-El Péndulo
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