sábado, 3 de agosto de 2013

Escritor del mes: Oscar Wilde



Quienes hallan significados horribles en cosas bellas están corrompidos y no son encantadores. Esto es una falla. Quienes hallan significados bellos en cosas bellas son los cultivados. Para éstos hay esperanza. Son los elegidos para quienes las cosas bellas sólo significan belleza.

Hay autores que son sólo eso: personas cuya habilidad en la escritura no oculta su carácter terrenal, sus defectos, sus familias normales, sus tres hijos y un perro. Son gente que puede hacer algo muy bien, quizá incluso de un modo único, pero al fin al cabo son solamente un ser humano más en la marea de los tiempos. Luego están los otros autores; autores cuya personalidad eclipsa al mundo por un momento, encapsula de un modo tan perfecto el espíritu de alguna faceta del hombre que terminan por convertirse en mitos, más que en personas. Los autores que todo mundo conoce más allá de los libros. Todos sabemos a cuál de las dos razas pertenece Oscar Wilde (Octubre 16, 1854 / Dublín, Irlanda – Noviembre 30, 1900 / París, Francia). Su personaje —porque ha quedado implantado en la memoria popular como justo eso— representaba el producto natural de la sociedad victoriana: un hombre que aceptó el refinamiento de sus tiempos, personificando y perfeccionándolo, y al mismo tiempo rechazó las amarras que acompañaban a ese refinamiento. Quebrantó todas las proposiciones morales de su época, pero siempre con una elegancia irreprochable que dejaba a sus enemigos fuera de la jugada.

Pero por supuesto, estetas rebeldes ha habido muchos, y especialmente en aquellos tiempos de renovado interés en la Grecia helénica; ¿qué era distinto en Wilde? Dos cosas. Primero, y al contrario que su maestro Walter Pater, él se decidió a defender la belleza sobre la moralina no sólo en el papel, sino en el escenario cotidiano de la vida. Segundo, y esto es más importante para nuestro pequeño espacio, logró que el aspecto literario de su labor fuera cristalino, un complemento perfecto para su ideario. No hay mucha gente que pueda salirse con la suya con una personalidad tan alzada como la de Wilde (algunos alegarán que no se salió con la suya al final, lo que es cierto dentro de su vida pero falso a los ojos de la historia); para ello se necesita tener un verdadero genio del cuál presumir. Él lo tenía, y sabía que lo tenía. Y hay algo infinitamente seductor acerca de un hombre tan controvertido, tan único, tan boyante, que además tuvo tiempo de ser uno de los mejores cuentistas y ensayistas de nuestro tiempo.
  
…cada hombre mata a su amor,
que oiga esto el mundo entero; 
algunos con una mirada amarga
y otros con halagos huecos,
el cobarde mata con un beso
y el valiente con la espada.


La historia de Oscar Wilde no es una de pobre a millonario. Nacido dentro de una cuna acomodada y semi-noble, su procedencia irlandesa no le impidió asistir a Oxford, además de la prestigiosa Trinity College de Dublín. Es en la universidad inglesa en donde se encuentra con la influencia de Pater, quien acababa de publicar sus Estudios sobre el Renacimiento y estaba convertido en una celebridad dentro del movimiento esteticista. Era la tesis de Pater que la facultad más noble del hombre es su sensibilidad a la belleza, y que era ésta la mayor virtud a desarrollar, por encima de cualquier norma social. Ya en el ocaso de sus días, cuando sin duda debía tener sentimientos encontrados acerca de sus ideas previas, Wilde llamaría a este libro “una influencia extraña sobre mi vida”. Si les suena familiar es porque eso mismo describió en El retrato de Dorian Grey, cuando el protagonista se ve enamorado por la bella decadencia retratada en “una novela francesa”, después desenmascarada como Á rebours (A contrapelo), de Joris-Karl Huysmans. Esta es quizá la ocasión más importante dentro de las muchas veces que el arte y la vida se entrelazaron de modo total y fatídico dentro de Wilde.

Ya afectado por las ideas de Pater y de John Ruskin —gran ensayista y crítico de pintura—, Wilde comenzó su labor literaria con algunos versos medianos obras de teatro bien recibidas. Incluso se dio tiempo para hacer una gira por E.U. para propagar la ideología esteticista. De regreso a las islas británicas contrajo matrimonio (aunque su novia de la infancia prefirió a Bram Stoker), trabajó como periodista y editó una revista de relativa importancia mientras se codeaba con la mejor sociedad. Sin embargo no es probable que lo conociéramos de haberse quedado la historia allí. Mas en 1888 pasó algo curioso dentro de su cerebro, yo supongo. Todas las piezas cayeron en su lugar, dando paso a un ascenso meteórico en su calidad y resonancia como escritor. Es bastante parecido a la carrera de The Beatles, de un modo: en 6 años lo hizo todo. El príncipe feliz, El ruiseñor y la rosa, El retrato de Dorian Grey, El abanico de Lady Windermere, El alma del hombre bajo el socialismo, La importancia de llamarse Ernesto, etcétera, etcétera. A veces no nos detenemos a considerar el ritmo al cual escribieron algunos autores clásicos. Piénsenlo, seis años. Y para nosotros un libro del 2005 sigue siendo nuevo. No está nada mal para alguien que pasaba un tiempo considerable en banquetes y distracciones.

Pero la sociedad victoriana, al mismo tiempo que adoraba sus producciones teatrales, sentía un profundo rencor moral por el ideario que las estaba produciendo. Siendo más precisos, había una faceta específica de Wilde que su entorno no estaba dispuesto a soportar, la cual se derivaba, quizá, de su interés helenista. De poco sirvió citar a Miguel Angel y Platón como sus defensores: este siglo era distinto. Al final Wilde pagó el precio por su persecución de la más hermosa decadencia sensual; un precio injusto, pero sobre todo desproporcionado a su “crímen” y a su ser. La vida carcelaria puede endurecer a algunos hombres, pero también destrozar a otros. El delicado dandy que era simplemente no pudo con los rigores y las tareas del penal de trabajos forzados, y fue hasta que colapsó y sufrió lesiones permanentes en un oído que fue trasladado a una cárcel menos marcial. Allí escribió una carta, De Profundis, último gran testimonio de su tragedia. Se dice que nunca llegó a su destinatario. Suena cruel, puesto que en el fondo estamos hablando de un hombre, pero incluso aquí, casi en el fin, las cosas asemejan a una novela de bellísima tristeza.

Al salir de prisión se dirigió a París, donde vivió en el olvido, sin escribir algo más allá de cartas privadas y quizá su mejor poema —“La balada de la prisión de Reading”— antes de morir en 1900 por males que algunos asocian con una sífilis y otros a su vieja lesión en el oído. Pero eso, si bien es el punto final en la tragedia de este héroe romántico, es lo de menos. Lo de más es la estética tan pura de sus obras, que a ratos recuerda a la psicología aguda y humorística de Austen y a ratos al saber primigenio de las fábulas de Esopo. Lo que debemos recordar, además de su espíritu bohemio y encantador, es que sus letras de verdad importan, puesto que son la estela de un hombre de impacto, que se atrevió a buscar lo bello en donde los demás sólo veían depravación y locura —y que terminó ganándoles a todos a fuerza de palabras inmortales.

Vivir es la cosa menos común que hay. La mayoría de la gente existe, y eso es todo.

Links de interés:

1 comentario: