Era un verano
extraño, sofocante, el verano en que electrocutaron a los Rosenberg y
yo no sabía qué estaba haciendo en Nueva York. Les tengo manía a las
ejecuciones. La idea de ser electrocutada me pone mala, y eso era lo único
que se podía leer en los periódicos, titulares que como ojos saltones me
miraban fijamente en cada esquina y en cada entrada al Metro, mohosas
e invadidas por el olor de los cacahuetes. No tenía nada que ver conmigo,
pero no podía evitar preguntarme qué se sentiría al ser quemado vivo de la
cabeza a los pies. Pensé que debía de ser la cosa más terrible del mundo.
La razón por la que este libro tardó tanto
en llegar a Estados Unidos se llama Aurelia Schober Plath, la madre de Sylvia.
En sus palabras (o casi): “déjenme morir tranquila, sin tener que dar la cara a
semejante vergüenza”. ¿La razón? Bueno, son muchas. Pero en esencia, creo que a
mí también me molestaría que mi hija disfrazase la etapa más amarga de su vida
bajo el adjetivo de “novela”, y que decidiese declarar un desprecio ilimitado
hacia mí y todos nuestros conocidos en muchas de sus páginas. Además claro, de
una avalancha de emociones, ideales y desencantos que no eran propios de una
señorita. Expresiones como “¡Jamás me casaré; los hombres están llenos de
defectos y yo tengo una vida llena de potencial!” o “Quería que mi virginidad
se fuese antes del matrimonio para poder vencer una etapa” eran cosas que se
pensaban, pero no se decían; que se anhelaban, pero casi nunca se cumplían. Y
claro, los deseos suicidas tampoco eran algo que se fuese contando por ahí. Así
que los muchos motivos para sentir vergüenza se resumen a una mujer con una
educación tradicional y el corazón destrozado, pero el libro en sí es un
verdadero tesoro.
Por si no lo recuerdan de la biografía,
Sylvia se suicidó poco después de la publicación de su novela en Londres. En
palabras de Benedetti, “fue una hecatombe de algún modo previsto”: su
matrimonio con el poeta Ted Hughes iba en picada, su depresión la consumía y
las críticas que recibió The Bell Jar
no fueron las mejores –al menos no las más alentadoras-. Pero los años han
reivindicado aquellas primeras opiniones conservadoras (en su mayoría
inglesas). Aquél primer grito desesperado que fuese tan mal visto en los
sesentas, es ahora algo muy similar a un himno de la juventud. Las feministas
adoran el libro por ser una joven voz femenina con fuertes e innovadoras ideas
acerca de su papel en la sociedad (dejemos pasar de largo que esas mismas ideas
la estaban enloqueciendo un poco). Pero aún sin esa perspectiva,
la campana de cristal que encerró a la joven Esther es algo universal, es la
tristeza que nos ha envuelto a todos alguna vez y que ha estado a punto de
acabar con nosotros. Que casi acaba con ella. Que acabó con ella.
Sabía que debía estar agradecida con la Srita. Guinea,
pero no podía sentir nada. Si la Srita. Guinea me hubiese dado un boleto a
Europa o un crucero alrededor del mundo, no habría hecho un rasgo de diferencia
para mí, porque donde sea que me sentara ―en la
cubierta de un barco o en la terraza de un café en París o en Bangkok― estaría bajo
la misma campana de cristal, cociéndome en mi propio aire amargo.
Ser joven, inteligente e invisible ha sido
tema qué abordar desde hace mucho tiempo. También lo es aquello de “una
juventud alocada”. El problema llega cuando tomas esas palabras de manera
literal, cuando terminas en un hospital psiquiátrico y entonces, sólo
entonces, ya no eres tan invisible. Esther Greenwood inicia su viaje al abismo
en Nueva York, en la cumbre de la civilización occidental, en la ciudad del
gran sueño americano. Se pensaría que es una chica afortunada; a pesar de
provenir de un pequeño lugar en Boston, su potencial es tanto que la lleva a
ganar una beca: estancia en NY, trabajar para una editorial, estar presente en
los mejores eventos sociales, vivir al compás del corazón de la ciudad. Pero
nada es suficiente, nada nunca está completo. No tiene la ropa adecuada, ni
siquiera todos esos vestidos comprados a último minutos son propios para
aquellos lugares hermosos. Tampoco existe una bebida adecuada, nunca sabe qué
ordenar. No tiene el tono de piel correcto, ni los modales indicados, ni las
influencias requeridas… el compás de ese corazón acelera, se aleja de ella.
Todo se aleja de ella a un ritmo vertiginoso, lo pierde a la velocidad que lo ganó. Hay una vida ahí, gritándole, pero no se puede acercar.
Parece un capricho, ¿verdad? Parece que
Esther vive presa de un capricho constante donde todo debe ser perfecto. Parece
que se inventa razones para que las cosas luzcan mal. En realidad, su vida no
es terrible: asiste a la universidad y tiene excelente promedio; su inteligencia la
lleva a moverse libremente por el plan de estudios de su carrera, Literatura
Inglesa; está enamorada de un encantador chico rubio que estudia medicina y es correspondida; su vida está asegurada. Pero no puede
seguir consiguiendo becas por el resto de su vida, no puede iniciar su tesis porque no comprende
una palabra de Finnegan’s Wake, y ya no ama a aquel encantador rubio quien es
un hipócrita. ¿Es una caprichosa? La verdad no lo creo, pero es difícil
entenderlo. Es difícil entender lo mucho que puede pesar la decepción para
algunas personas. Lo autodestructivo que puede ser alguien a quien si se le quitan
todos los méritos institucionales y tradicionales, becas, calificaciones y amores, resulta
quedar en ceros.
La desilusión de NY no hace más que
arrastrar a Esther de vuelta a su casa, a aquel hogar que desprecia tanto por
ser un punto tan opaco de partida. Un punto en medio de nada. Volver al origen
no es siempre sinónimo de comenzar de nuevo; muchas veces se retrocede. Poco a
poco, una campana de cristal la encierra, haciendo que respire su amargura y
fracaso una y otra vez, hasta pudrirla en el hedor. A su alrededor, el mundo se
desdibuja, se transforma en algo intolerable, una parte más del fracaso. Las
horas sin dormir la llevan al delirio, los psiquiatras le hacen preguntarse qué
era aquello tan terrible que hizo y las clínicas son su mayor temor, no porque absorben su alma, sino porque la vuelven una carga: cada
doctor nuevo, cada medicina recetada, cada clínica son todos sinónimos de
dinero, dinero que no le sobra a su madre. Su miseria económica
acorta distancia con su merma mental, y su mayor miedo es terminar en un enorme
pabellón público donde sus gritos no pueden ser escuchados. Pero la muerte no
termina de alcanzarla, a pesar de ser su única opción.
¿Sobrevive? La verdad es que no lo sé;
aquello será algo que definan ustedes. No puedo decir que sea un libro que
recomiende a todas las edades, pero sí creo que es una lectura obligada para
determinadas etapas de la vida. No tomen una perspectiva donde Esther sea la
causa de todos sus males, odiarla sería la cosa más fácil. Vean en sus
movimientos su caída, casi imperceptible, pero inevitable. Enfoquen su atención
a sus fracasos, porque aquello no es un sentimiento que les sea del todo
desconocido. Como ya lo dije antes, la campana de cristal es algo universal.
(Por cierto, y si es que sentían curiosidad, el libro fue
publicado antes de la muerte de Aurelia debido a un pleito entre las
editoriales. La muerte de Sylvia le dio un éxito rotundo al libro, lo que
provocó que se empezaran a exportar las ediciones inglesas a E.U. La editorial
americana que tenía ya casi comprados los derechos del libro, HarperPerennial,
y que no había iniciado su impresión por respeto a la madre de Plath, sufrió
una fuerte sacudida por dicha importación. Pero el golpe definitivo vendría
cuando RandomHouse tuvo en la mira publicarlo cuando antes: HarperPerennial
pidió disculpas a Aurelia mientras imprimía copias y más copias del doloroso
documento. Poco después, en un afán por limpiar a Sylvia, o tal vez limpiarse a
sí misma, Aurelia publicó su propio libro: un volumen con casi cuatrocientas
cartas escritas por Sylvia, donde Plath revela gran parte de su vida sin la
consciencia de ser leída por ajenas.)
Un mal sueño.
Para la persona en la campana de cristal, vacía e inmóvil como un bebé muerto, el mundo en sí es un mal sueño.
Un mal sueño.
Para la persona en la campana de cristal, vacía e inmóvil como un bebé muerto, el mundo en sí es un mal sueño.
Un mal sueño.
¿Y qué es esa
campana, después de todo? Es la podredumbre que parece asfixiarnos, compuesta
de sueños sin cumplir y metas que no nos llevan a ningún lugar. La terrible
ansiedad de no ser perfecto, de no poder cumplir con las expectativas de los
demás, de no cumplir nuestras expectativas. El peso de todo lo
que no pudimos decir o hacer por temor a avergonzar a nuestras familias. El peso de
todo lo que no fue nuestra culpa. Deberían perdonarnos por todo aquello que no
fue nuestra culpa. Deberíamos perdonarnos por todo aquello que no fue nuestra
culpa. Deberíamos.
(Si sentían otra curiosidad: a los Rosenbergs los electrocutaron
porque se creía que eran comunistas.)
En inglés: Harper Perennial $225-269
En español: Edhasa $140-175
Disponible en:
-El Péndulo (ambas)
-Gandhi (ambas)
-El Sótano (esp.)
-FCE (esp.)
Excelente reseña. La campana de cristal a mi parecer se refiere al vivir bajo una enfermedad mental, algo que en ninguna parte del mundo se quitaría, convierte tu cabeza en un infierno que en ningun momento se detiene y te destruye. Lo peor es que eres consciente de tu propia caida y la promesa de que volverá, que otra vez todo se repetira hasta terminar contigo.
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