Entonces se
incorporó y señaló a una de las persianas de madera que en ese momento colgaba
cubriendo parte de la ventana. Nosotros los niños, dijo, éramos como el cordel
que mantenía a las tablillas juntas. Un monje japonés le había dicho eso.
Usualmente fallamos en darnos cuenta, pero éramos nosotros los niños quienes uníamos
no sólo a la familia, sino a todo el mundo. Si no hacíamos nuestra parte, las
tablillas caerían y se dispersarían por el piso.
No creo que Ishiguro pueda ser llamado un autor fácil. Elegante sí, por supuesto, pero no fácil. La puntuación y los comentarios que me he encontrado en Goodreads me hacen pensar que Nunca me abandones no es sólo un gran libro, sino también una gran trampa. Es su última novela, la más conocida (la película llamó la atención de muchos), y también la mejor puntuada. Los recursos narrativos son ya conocidos porque su estilo es muy marcado (la memoria, la nostalgia), pero leerla con facilidad, comprender el sentido de esas “personas” condenadas a morir no significa que el resto de su obra sea así. Por eso decía lo de la trampa: al comenzar Cuando fuimos huérfanos esperaba una historia igual o más entrañable que la de Kathy; para cuando iba a la mitad estuve a punto de lanzar el libro por la ventana y, de no haber sido porque era para un trabajo de la escuela, sinceramente creo que no lo hubiese terminado. Pasé días odiando a Christopher Banks, a sus padres desaparecidos, a la laberíntica Shanghái, a la pretenciosa Inglaterra y a los malditos recuerdos de un adulto en cuerpo de niño. Días y noches lamentando mi elección y pensando que nada encajaba, nada iba a ningún sitio, nada pasaba en ningún nivel.
Pasar una página tras otras para encontrarse con una acción nula no es favorable cuando tus expectativas son altas. No me ayudó enterarme de que el mismo Ishiguro decía que no era su mejor novela. Y lo único que me impulsa a recomendarla en este momento es el hecho de haberla tenido que analizar forzosamente: tuve que dejar de odiarla, desmenuzarla, dejar de sentirme traicionada porque no era lo que esperaba y hacerme entender que Ishiguro no es un autor que escribe cosas sólo porque sí, que cada detalle está ahí por una razón y no sólo para desesperar al lector. Tuve, entonces, que aceptar que algo estaba pasando en esa psique destruida de Banks, que yo me negaba a verlo porque no era un algo directo. Todo para concluir con que es un libro muy bueno, pero que te deja noqueado en menos de dos rounds. ¿Qué quiero con todo esto? Que se acerquen a esta historia con la mente muy despierta y sin esperar la sencillez de Nunca me abandones. La pluma de Ishiguro tiene una elegancia que no los decepcionará, pero esta novela (junto con Los desconsolados) pertenece a un periodo onírico y confuso, donde el quid del asunto estaba en todos lados menos en el asunto mismo.
(Esta reseña es larga porque
pretende servir a quienes quieran leerlo, pero también a quien lo leyó con la
amenaza de lanzarlo por la ventana.)
…¿Sabes qué es lo que
creo, Puffin? Creo que no sería algo malo los niños como tú crecieran todos con un poco de todo. Nos trataríamos los
unos a los otros mucho mejor entonces. Habría menos de estas guerras por una
cosa. Oh sí. Tal vez un día, todos estos conflictos finalizarán, y no será por
los grandes hombres de estado o por las iglesias o por organizaciones como
ésta. Será porque la gente habrá cambiado. Serán como tú, Puffin. Una
mezcolanza. Entonces ¿por qué no convertirse en un híbrido? Es saludable.
En teoría, esta historia se clasifica dentro del género policiaco: un hombre investiga la desaparición de sus padres. En práctica, el asunto termina siendo policiaco para el lector: ¿de verdad está investigado este hombre algo real?, ¿de verdad podemos creer lo que dice?
En principio, nada es muy claro en cuanto a lo relatado. La narración está en primera persona (por lo que todo está limitado y es subjetivo) y es un eterno retorno al pasado: iniciamos con los diarios de Banks, fechados en 1930, pero los hechos a los que se refiere tienen unos diez años de distancia. Para cuando la verdadera acción toma lugar, las cosas se sitúan en 1937, y Banks aún depende de sus recuerdos (aunque ahora tengan casi veinte años de antigüedad). La trama, por otra parte, no exige demasiadas complicaciones: el detective Christopher Banks investiga la desaparición de sus padres, ocurrida en Shanghái, veinte años atrás. Pero la cuestión detrás de esa trama es inquietante, rayana en lo absurdo: el detective Christopher Banks cree que puede liberar a sus padres de un secuestro de veinte años y así evitar la segunda guerra mundial. Y el móvil detrás de todo este disparata es la nostalgia: el eterno retorno a nuestra burbuja de seguridad.
Pongámoslo así: Christopher Banks pasó los primeros años de su vida en un asentamiento internacional en Shanghái. Esto es, un lugar en China que no pertenecía a China, sino a un conjunto de nacionalidades occidentales (ingleses, franceses, estadounidenses) que se habían instalado cómodamente ahí para importar opio y explotar económicamente la dependencia de esta droga en la comunidad asiática. Fuera de los muros de este asentamiento, las personas se arrastran en busca de comida o del alivio de la muerte; dentro, los habitantes ejercen una vida dulce y pacífica. Es en este sueño utópico donde Banks crece y aprende a amar un mundo artificial. Un mundo donde sus padres lo protegen y le ocultan la pesadilla de los extramuros: el dragón del opio consumiendo a China Es, en perspectiva, miembro de una infancia feliz. Todo esto hasta el día en que su padre no llega a trabajar, no regresa a casa, no da señal alguna de vida. Pasado un tiempo, su madre también es tragada por la tierra. Banks es obligado a marcharse a Inglaterra, a dejar su utopía y su infancia dulce.
Un principio triste, pero apropiado. Para cuando llegamos a la historia Banks es ya todo un hombre y su triste pasado llega a nosotros por medio de la memoria. Los hechos lo han inclinado a ser detective, era de esperarse: sus últimos momentos en Shanghái lo acercaron al cuerpo de justicia que buscaba a sus padres. No es extraño entonces, que considere que una gran responsabilidad cuelga sobre sus hombros. No es extraño que, tras casi veinte años, se considere lo suficientemente maduro como para enfrentar su pasado y resolver la desaparición de sus padres. No es extraño que decida hacer esto justo cuando el mundo está a punto de entrar en la segunda guerra, ¿o sí? Hasta aquí todo es claro y preciso, pero también pausado. Un pequeño acontecimiento despierta una cadena de recuerdos, todos ellos parecen recuerdos seguros, e infalibles. Pero pasado cierto tiempo, apenas un año desde que conocemos a Banks, los recuerdos comienzan a desvanecerse. La seguridad se vuelve incertidumbre y su memoria falla. Y aun así, él se mantiene pasivo, esperando el momento adecuado —o más bien aplazándolo— y asegurándose que no se ha olvidado de todo.
Banks vuelve a Shanghái bajo la presión de que sea muy tarde para su memoria, pero jurándose que no es así. Repentinamente ya no estamos en la serenidad de los jardines londinenses, sino en la tumultuosa China. De pronto, Banks ya no busca averiguar el qué o el cómo, ni siquiera el por qué. No. De una página a otra todos se han aglomerado a su alrededor para preguntarle qué pasará cuando encuentre a sus padres. Qué fiestas se harán cuando la familia se reúna. Si volverán a vivir en su vieja casa, dentro de la comunidad internacional. No los culpen, todos esos habitantes del asentamiento, buscan que su normalidad sea recuperada, anhelan con desesperación que su utopía vuelve a la perfección que el secuestro de los Banks arruinó. Y Christopher se les une. El respetado detective Banks vuelve a su estado primario: a la burbuja de lo irreal que lo protegía hace mucho tiempo. Ya no investigará, ahora encontrará a sus padres. No importa que veinte años hayan pasado, ellos deben seguir secuestrados en algún lugar. Como si el tiempo hubiese regresado bruscamente, el hombre vuelve a ser niño, su búsqueda es desesperada, urgente: el mundo está a punto de entrar en guerra, pero si encuentra a sus padres la utopía será restaurada, la seguridad también.
Todo lo que sé es que
he perdido todos estos años buscando algo, una especie de trofeo que sólo
conseguiría si en serio, en serio hacía lo suficiente para merecerlo. Pero ya
no lo quiero. Quiero algo más ahora, algo cálido y protector, algo en lo que
pueda escapar, sin importa en quien me convierta. Algo que sólo esté ahí,
siempre, como el cielo de mañana. Eso es lo que quiero ahora, y creo que tú
también deberías quererlo. Pero pronto será muy tarde. Estaremos muy
acostumbrados como para cambiar. Si no tomamos esta
oportunidad ahora, puede que no haya otra para ninguno de los dos.
Es aquí cuando el asunto se vuelve desesperante. Cada página se llena de información innecesaria, absurda, y repetitiva: Banks comienza a afirmar sus convicciones en recuerdos vagos y en incertidumbres. No toma la oportunidad, no escapa de su orfandad, no es lógico, no es razonable: nadie pasa veinte años secuestrado, ¿o sí? Y, aunque así fuera, un par de personas no evitarán la segunda guerra mundial, ¿cierto? Un hombre no puede evitar una catástrofe así, ¿o puede?
Entonces, ¿por qué recomendar un libro que no me deja asegurarles nada? Porque toca un tema crucial en la obra de Ishiguro: la memoria es un arma de doble filo. Decir que queremos volver al pasado, que queremos recuperar nuestra infancia, pues es eso, un decir. Llevarlo a cabo es destructivo. Banks se tambalea entre lo que quiere ver y en lo que ve. No es huérfano sólo por haber perdido a sus padres, es huérfano porque ha perdido su propio pasado, sus certezas, su futuro y el camino: el mundo pende de un hilo, la guerra se acerca, y el corre en busca de su burbuja de seguridad. En ese sentido, todos vivimos una orfandad a cierto grado: ¿no es cierto que anhelamos esa burbuja donde nuestra inocencia no se veía amenazada a cada instante por la economía tambaleante o por una bomba amenazándonos?, ¿no es cierto que perdemos mucho buscándola? Nuestra identidad, se supone, es progresiva: marchamos en busca de algo mejor. Banks es un ente regresivo: marcha en busca de lo que fue mejor, para volver a construirlo. Toda esta miseria guardada en un hombre que se refugia en su memoria y que asegura, con ciega inocencia, que puede regresar el mundo a su estado primario de felicidad.
La historia sí es entrañable, más que muchas, en realidad. Pero se esconde, se esconde y se escapa detrás de una psique vuelta añicos. Detrás de un hombre pasivo, condenado la parálisis, rumiando en la añoranza, en lo inalcanzable. Detrás de un “no hay nada” se esconde, y espera. Pero espera con mucho silencio. Es un buen libro, no el mejor, pero muy bueno. Te vuelve atento a los pocos sonidos, a los pocos rastros que deja el silencio. Nos vuelve conscientes de lo cerca que estamos del paraíso, de la burbuja, pero también de lo irrecuperable de su perfecta esfera. De lo peligroso de la nostalgia: porque si bien vuelve a muchos emprendedores e idealistas que progresan por un mundo como lo recuerdan, también encierra a muchos, hace que retrocedan en su pasado y lo reconstruyen en la nada, en desesperación, en lo utópico que no es más que un sueño.
“Nos-tál-gi-co”, dijo
Akira, como si esa fuera la palabra que había estado luchando por encontrar.
Después dijo una palabra en japonés, tal vez el japonés para “nostálgico”. “Nos-tál-gi-co.
Es bueno ser nos-tál-gi-co. Muy importante”.
“¿De verdad, viejo amigo?
“Importante. Muy importante. Nostálgico. Cuando nosotros nostálgicos, nosotros recordamos. Un mundo mejor que este mundo que descubrimos cuando crecemos. Nosotros recordamos y deseamos que el mundo bueno regrese otra vez. Entonces muy importante. Justo ahora, tuve un sueño. Era un niño. Madre, padre, cerca de mí. En nuestra casa”.
Editorial Anagrama: $190-$255
Disponible en:
-El Sótano
-Porrúa
-El Péndulo
También hay un pdf gratis en inglés,
si pueden/quieren busquen en Google
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