Woody Allen (n. 1 de diciembre
1935, New York) tiene algunos problemas. No es un galán, es neurótico, recluido,
compulsivo, ojo alegre, bajito, enclenque y un largo etcétera. Y digo, así son
muchos escritores, pero Allen convirtió sus desordenes en una verdadera marca
de fábrica tanto para él como para todos los que vinieran a sus espaldas. No es
casualidad que en muchas de sus películas clásicas se incluyan episodios relativos
a la terapia psicológica, por ejemplo. Todo mundo sabe que los artistas están
un poco locos, pero a Allen de verdad le interesa hundirte en esa locura,
explicártela en detalle profuso y hacerte reír con su profundidad. La neurosis
y el (des)control de la misma constituyen el núcleo de su creación. Este sería el
punto en que me pongo a hablar de Annie
Hall, de Manhattan, o incluso de
su nueva obra Blue Jazmine, todas
ellas con toques de patología mental muy visibles y muy divertidos —pero como
alguien apuntó cuando viera que él era nuestro autor del mes, esto es un blog
de literatura.
En el extraño caso que no lo sepan,
sí, Woody Allen ha escrito libros. Específicamente, son libros de cuentos y
algunas obras de teatro, y los escribió en su mayor parte durante los 70, la
década mágica que lo vio madurar como autor cinematográfico. ¿Y los cuentos tienen
algo en común con las películas? Pues sí, hay cierta relación, pero, como suele
pasar en los casos de personas con talentos múltiples, la relación entre un
arte y otro no es tan simple y/o directa como uno esperaría. Así, los cuentos y
textos literarios de Allen no son agridulces historias de amor y relaciones
humanas como Annie Hall o Hannah and her Sisters; de hecho, se
acercan más a la faceta temprana de su cine, aquella que produjo Bananas o Everything You Always Wanted to Know About Sex* (*But Were Afraid to
Ask). Es decir, sus cuentos son absurdistas, anacrónicos e irreverentes,
pero siempre con ese toque de inestabilidad mental y precisión quirúrgica de
lenguaje que distingue a Allen como ente creador.
¿Qué tal si todo es una ilusión y nada existe? Es
ese caso, definitivamente pagué demasiado por mi alfombra. ¡Sí tan solo Dios me
diera una señal clara! Como un depósito enorme en una cuenta de banco en Suiza.
Me encanta esta cita porque es un
ejemplo perfecto del alcance recalcitrante del bathos y la ironía en Woody Allen. Sinceramente no creo que haya
habido una persona más dotada para la creación de este tipo de aforismos desde
la muerte de Oscar Wilde. La mentalidad compulsiva de Allen lo lleva a vivir (y
escribir) en el limbo entre el existencialismo más profundo y el materialismo
más banal, y mucho de su humor (tanto en cine como en papel) surge de sus
esfuerzos, no muy exitosos, de reconciliar estas dos facetas. En otras
palabras, pensar en la nada le hace pensar en su alfombra. Pensar en Dios le
hace recordar su falta de dinero. Y también viceversa, como en el cuento “The
Kugermass Incident”, en el que comienza hablando de un personaje que sólo busca
tener una aventura sexual y termina haciendo reflexiones incisivas sobre las
cualidades de la literatura canónica (en concreto de Madame Bovary) y sobre la búsqueda de soluciones fáciles en la
vida.
El que Allen incluya a Madame Bovary en este cuento no es
coincidencia ni recurso aislado: los textos de Allen se aprovechan, incluso
hasta la frontera del abuso, de la referencialidad. Su primer libro, Getting Even, es un incansable collage
de referencias a otros libros, a películas, a situaciones históricas, a
personajes ficticios y a paradigmas culturales. Eso quizá suene elevado, pero
en realidad lo que hace es contar los chismes sexuales de Mickey Mouse al mismo
tiempo que disecciona los defectos en la teoría psicoanalítica de Freud.
Algunos podrían argüir, y quizá yo me les uniría, que Woody Allen es en realidad
una especie de filósofo, pero —si lo es— es uno inextricablemente unido a su
propia época y a sus propias manías. Es indudable que en doscientos años sus
cuentos sobre el Pato Donald y compañía necesitarán notas explicativas al pie
de página, pero en estos momentos sí dicen algo sobre nuestro entorno: sí
revelan nuestros errores, nuestros absurdos, nuestra enajenación con la
cultura, tanto en su formas altas como en las bajas.
Así que bueno, eso es un poco de lo
que pueden esperar si leen a Woody Allen o nuestras reseñas sobre él.
Disculparán que mi texto haya sido tan escueto —o en realidad nulo— en
información biográfica, pero eso es vox populi. Que se casó con su hijastra,
que detesta los Oscares, que toca el clarinete, en fin. Eso es casi del dominio
público y no es lo que importa este mes, me gustaría pensar: este mes estamos aquí por sus
palabras. Y es que las suyas son palabras que merecen atención propia, no sólo
porque nos hacen reír, sino porque tienen el valor para lograrlo a costa de la
personalidad resquebrajada del autor y de nuestras propias fallas como
individuos y como sociedad. Y es que no sólo los artistas, sino también los simples mortales que experimentamos su arte, estamos un poco locos.
Parecía que el mundo estaba dividido en gente buena y
mala. Los buenos dormían mejor, [pensaba Cloquet] mientras los malos parecían
disfrutar sus horas despiertos mucho más.
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