BLANCHE (parada a la derecha de la escalera,
con humor ligeramente histérico): -Me dijeron que tomara un tranvía llamado Deseo, que
trasbordara a otro llamado Cementerio y que viajara seis cuadras y bajase en los Campos
Elíseos.
EUNICE: -Pues ahí es donde ahora está.
BLANCHE: -¿En los Campos Elíseos?
EUNICE: -Estos son los Campos Elíseos.
Soy fanática de Los Simpsons, cuando menos de las primeras diez temporadas. Me sé
capítulos completos de memoria, y soy la clase de persona que dice: “Yo lloré,
Lisa lloró y Maggie rio, todo fue una confusión”. Con esto no pretendo alardear
ni caer de su gracia, pero me parece justo decir que mi ansia por leer Un tranvía llamado deseo proviene de un
capítulo de esta familia amarilla, “Un tranvía llamado Marge”. Aquí, la obra de
Tennessee Williams es adaptada a un musical por un director que ha tenido “tres
grandes triunfos y tres grandes infartos”. Quien interprete a Blanche DuBois debe
ser una mujer bella, soñadora, elegante y sumamente sensible cuya frágil psique
sea derrumbada constantemente por un patán que no la valore. Queda más que
entendido por qué Marge Simpson termina siendo la actriz principal: toda la
construcción de este personaje animado lleva algo de ambas hermanas DuBois, incluyendo
la falsa aristocracia francesa en el apellido (Bouvier). En un capítulo mucho más reciente, el tranvía
vuelve a aparecer, pero con la versión cinematográfica. Ahora es Milhouse quien
decide que la mejor forma de enamorar a Lisa es ser tan grosero como Stanley
Kowalski. Claro que funciona, al parecer hasta a la chica más feminista de la
televisión “adora a los chicos malos”.
Independientemente de un análisis detallado de
Los Simpsons, la cuestión a la que
quiero llegar es que Un tranvía llamado
Deseo no fue sólo una producción icónica en su momento, sino que no ha
perdido vigencia a través de los años. Además de la película también hay una
ópera, un ballet y una serie de televisión, junto con un puñado de parodias y
referencias esparcidas hasta en películas infantiles como Igor. Basta con decir que la última producción cinematográfica de
Woody Allen, Blue Jasmine, resulta
ser una nueva adaptación de esta obra cuya fórmula parece ser infalible, pero
no por ello sencilla de realizar. La historia que le dio el Pulitzer a Williams
en 1948 resulta ser algo gigantesco, un “clásico instantáneo” por llamarlo de
alguna manera.
BLANCHE (enfrentándola): -¡Yo, yo, yo recibí
los golpes sobre mi rostro y mi cuerpo! ¡Todas esas muertes! ¡La larga
procesión hasta el cementerio! ¡Papá! ¡Y mamá! ¡Y el terrible espectáculo de
Margaret! ¡Estaba tan hinchada que no pudieron acostarla en un féretro! ¡Hubo que
quemarla como si fuese basura! Tú apenas volviste a tiempo para los funerales.
Y los funerales son hermosos comparados con las muertes. Son silenciosos, pero
las muertes no siempre lo son. A veces su respiración es ronca, a veces
tartajosa, a veces le gritan a uno: ¡No me dejen ir! Hasta los viejos suelen
decir: ¡No me dejen ir! ¡Como si uno pudiera detenerlos! Los funerales son
silenciosos, con flores hermosas. Y..., ¡oh, en qué suntuosas cajas se los llevan!
No habiendo estado junto a la cama cuando gritaban: ¡No me dejen ir!, no
podrías sospechar esa lucha por respirar y ese sangrar. Pero yo lo vi. ¡Yo lo
vi, lo vi! ¡Y ahora me dices con los ojos, descaradamente, que yo tuve la culpa
de que se perdiera Belle Rêve! (Stella va hacia el centro, Blanche la sigue, la
aferra.) ¿Cómo diablos crees que pagamos por toda esa enfermedad y esa muerte?
(Blanche está junto al hombro de Stella.) ¡La muerte es cara, señorita
Stella!...
Es curioso, pero, cuando terminé de leer la
obra, tuve la extraña sensación de que la historia ya la conocía, de que ya
sabía en qué terminaría todo. Curioso, pero no extraño. Por eso decía lo del
“clásico instantáneo”. Los clásicos de la literatura, como yo lo veo, tienen la
capacidad de estar en todas partes y llegar a nosotros de maneras
insospechadas, como si fuesen parte de nuestros genes, algo que ya se ha
incrustado en nuestra naturaleza. Así, tenemos que una mujer llamada Blanche
DuBois llega a visitar a su hermana Stella, y es atacada por el esposo de esta,
Stanley, hasta perder la poca cordura que le queda. ¿Por qué es atacada y
destruida? Porque está algo loca y toma
duchas todo el día, sí; porque perdió una herencia que no le correspondía del
todo, también; porque es mentirosa y se cubre de un pútrido aire de
superioridad, sí, debe ser eso. Y ante todo, porque trata de escapar de un
pasado, de un karma, de una lección, o como prefieran llamarle —cosas de las
cuales, bien sabemos, nadie escapa.
Nos encontramos en un barrio bajo pero particularmente agradable de Nueva
Orleans, de aquellos “en los que prácticamente siempre estás en una esquina”.
Cerca hay un bolerama y un bar donde un piano suena eternamente. La calle
principal, donde nuestra protagonista encuentra el infierno, tiene el descaro
de llamarse “Campos Elíseos”. Quienes inician la escena parecen camuflarse con
el paisaje: a pesar de ser trabajadores y amas de casa de clase media baja, sus
ropajes no parecen sucios ni sus facciones grotescas, son particularmente agradables. Sin embargo, un lugar bajo sigue siendo
bajo por más limpio que esté; es por esto que la llegada de una mujer ataviada
en un bello vestido y con una mirada de angustioso desconcierto atrae la
atención de más de uno. La mujer se llama Blanche DuBois y la razón de su
visita es que busca a su hermana, la Sra. Stella Kowalski, para comunicarle
algo que el propio Milton ya sabía: el paraíso se ha perdido. Belle Reve, el
bello sueño, la plantación sureña que ambas hermanas heredaron, se ha perdido
para siempre. ¿La razón? Las deudas, claro; demasiados funerales, pero poco con
qué pagarlos. ¿Sólo las deudas? No, no sólo las deudas, pero lo demás no lo
puede saber nadie. Así, una graciosa mujer del sur, educada en valores y
modales tradicionales propios de la aristocracia europea, se encuentra con que
la han arrojado a un mundo donde tal cosa como el prestigio aristócrata ya no
existe. Un mundo donde el dinero se gana con trabajo y no por apellido, donde
los modales y valores de las viejas castas no le servirán de nada. Un mundo
donde los hombres no son caballeros refinados, sino especímenes masculinos con
un trabajo mecánico y un salario que paga cervezas. Un mundo habitado por Stanley
Kowalski.
Stanley es algo más que el esposo de Stella y
algo más que el verdugo de Blanche. Es uno de los nuevos engranes con el que
Estados Unidos avanza, una de las muchas piezas que componen el sueño
americano: todo lo que tiene ha sido forjado por su mano. Es joven, es fuerte
y, ante todo, es pura testosterona. Ningún viejo valor europeo se impone ante
él. En realidad, fue participe de la guerra que acabó con todos esos valores. Ahora
trabaja duro, bebe un poco y se encarga de mantener a una esposa a la que ama
con la animalidad que le es característica. La llegada de Blanche representa
una bofetada proveniente de un pasado que él mismo sepultó. Esa mujer con aires
de grandeza, educación europea, vestidos de piel y joyas falsas pretende
decirle cómo funciona un mundo que él
mismo ha construido, cómo funcionan
los sueños. El mundo de Stanley se compone de una estabilidad animal, casi
bruta, que no acepta cambios o incongruencias. Todos, incluyendo su esposa,
parecen obsesionados con tratar bien a Blanche, con creer que sigue siendo una
mujer intachable que ha caído en desgracia. Sin embargo, Stanley, y todo lo que
él representa, sabe que nadie “cae” en desgracia sólo porque sí. Él es un hombre
que ha cultivado lo que tiene: a sus ojos, Blanche ha cultivado una tragedia. El
nuevo mundo le obliga a deshacer la farsa, a tomar a Blanche y a exhibirla: no
sólo los funerales enterraron la riqueza de la plantación, y la reputación de
Blanche no fue perdida sólo por el dinero.
Es un encuentro sumamente violento de dos
mundos: uno que se ha condenado a sí mismo y otro que no perdona condenas
pendientes. Ambos aspiran al cielo, a las estrellas, a Stella. Pero ella sólo
puede responder como un peón y como un premio, no como una ayuda en la batalla.
Stella es la última metáfora de perfección al que el sueño de estos dos mundos
puede aspirar, pero sólo uno la alcanzará a tiempo. Un mundo debe conquistar al
otro, y, como saben, toda conquista es una violación, y toda violación es
destrucción.
En un primer momento, la obra captó la
atención de muchos porque era la primera vez que la sexualidad era un tema
abiertamente tratado en el teatro. A saber, Tennessee Williams rompió con una
larga tradición teatral decimonónica en el momento que decidió que sus
protagonistas no serían una doncella pura acompañada de un elegante caballero, sino
una alcohólica al borde de la locura, atacada por un varonil exmilitar que
pasea sin camisa por la habitación. Como es justo y razonable que suceda, el
paso de los años ha arrojado nuevas luces sobre el trabajo de Williams. Más de
cincuenta años han transcurrido; no puedo decir que el sexo ya no sea un tema
tabú en nuestra sociedad, pero estamos mucho más abiertos al tema. Entonces,
¿cómo es que ese tranvía sigue funcionando? Yo diría que es porque aún somos
animales cuyo móvil es el deseo, incluyendo el deseo perezoso y paródico de
dejar de desear. El tranvía de Blanche es el deseo de ocultar la realidad, de
borrar el pasado, de escapar de la culpa, de amar de verdad y por primera vez.
El de Stanley es el deseo de la practicidad, de lo funcional, de lo que él ha
establecido, de la normalidad que su hombría animal puede comprender. El
tranvía sigue abarrotado y recogiendo historias —ayer fue la sexualidad, hoy es
la locura. Siempre hay una historia en la que nos encontremos y permanezcamos.
STELLA (yendo hacia
ella): -Pero entre un hombre y una mujer suceden en la oscuridad ciertas cosas
que... cosas después de las cuales todo parece... carecer de importancia.
BLANCHE
(va hacia el respaldo de la butaca y luego se acerca a Stella): -De lo que
hablas es del brutal deseo...,
simplemente... ¡del Deseo!... el nombre de ese traqueteante tranvía que recorre
ruidosamente el barrio, por una de las angostas calles y luego por otra...
STELLA: -¿No has
viajado alguna vez en él?
BLANCHE: -Ese tranvía
me trajo aquí... Donde estoy de más y donde me avergüenza estar.
STELLA (dando un paso
hacia la izquierda): -Entonces... ¿no te parece que tu aire de
superioridad está un
poco fuera de lugar?
BLANCHE (siguiéndola y
deteniéndola, la obliga a volverse): -No soy ni me siento superior ni mucho
menos, Stella. Créeme. ¡No hay tal cosa! Sólo pasa esto. Yo veo las cosas así.
Con un hombre como Stanley, se puede salir... una..., dos..., tres veces cuando
una tiene el diablo en el cuerpo. Pero... ¡Vivir con él! ¡Tener un hijo con él!
Múltiples precios, múltiples ediciones y está en PDF.
Por si no lo han visto, les dejo aquí Un tranvía llamado Marge
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