lunes, 20 de enero de 2014

Un tranvía llamado deseo

-A Streetcar Named Desire
-Tennessee Williams [E.U.]
-Primera edición: 1947
-Teatro

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BLANCHE (parada a la derecha de la escalera, con humor ligeramente histérico): -Me dijeron  que tomara un tranvía llamado Deseo, que trasbordara a otro llamado Cementerio y que  viajara seis cuadras y bajase en los Campos Elíseos.
EUNICE: -Pues ahí es donde ahora está.
BLANCHE: -¿En los Campos Elíseos?
EUNICE: -Estos son los Campos Elíseos.
Soy fanática de Los Simpsons, cuando menos de las primeras diez temporadas. Me sé capítulos completos de memoria, y soy la clase de persona que dice: “Yo lloré, Lisa lloró y Maggie rio, todo fue una confusión”. Con esto no pretendo alardear ni caer de su gracia, pero me parece justo decir que mi ansia por leer Un tranvía llamado deseo proviene de un capítulo de esta familia amarilla, “Un tranvía llamado Marge”. Aquí, la obra de Tennessee Williams es adaptada a un musical por un director que ha tenido “tres grandes triunfos y tres grandes infartos”. Quien interprete a Blanche DuBois debe ser una mujer bella, soñadora, elegante y sumamente sensible cuya frágil psique sea derrumbada constantemente por un patán que no la valore. Queda más que entendido por qué Marge Simpson termina siendo la actriz principal: toda la construcción de este personaje animado lleva algo de ambas hermanas DuBois, incluyendo la falsa aristocracia francesa en el apellido (Bouvier).  En un capítulo mucho más reciente, el tranvía vuelve a aparecer, pero con la versión cinematográfica. Ahora es Milhouse quien decide que la mejor forma de enamorar a Lisa es ser tan grosero como Stanley Kowalski. Claro que funciona, al parecer hasta a la chica más feminista de la televisión “adora a los chicos malos”.
Independientemente de un análisis detallado de Los Simpsons, la cuestión a la que quiero llegar es que Un tranvía llamado Deseo no fue sólo una producción icónica en su momento, sino que no ha perdido vigencia a través de los años. Además de la película también hay una ópera, un ballet y una serie de televisión, junto con un puñado de parodias y referencias esparcidas hasta en películas infantiles como Igor. Basta con decir que la última producción cinematográfica de Woody Allen, Blue Jasmine, resulta ser una nueva adaptación de esta obra cuya fórmula parece ser infalible, pero no por ello sencilla de realizar. La historia que le dio el Pulitzer a Williams en 1948 resulta ser algo gigantesco, un “clásico instantáneo” por llamarlo de alguna manera.
BLANCHE (enfrentándola): -¡Yo, yo, yo recibí los golpes sobre mi rostro y mi cuerpo! ¡Todas esas muertes! ¡La larga procesión hasta el cementerio! ¡Papá! ¡Y mamá! ¡Y el terrible espectáculo de Margaret! ¡Estaba tan hinchada que no pudieron acostarla en un féretro! ¡Hubo que quemarla como si fuese basura! Tú apenas volviste a tiempo para los funerales. Y los funerales son hermosos comparados con las muertes. Son silenciosos, pero las muertes no siempre lo son. A veces su respiración es ronca, a veces tartajosa, a veces le gritan a uno: ¡No me dejen ir! Hasta los viejos suelen decir: ¡No me dejen ir! ¡Como si uno pudiera detenerlos! Los funerales son silenciosos, con flores hermosas. Y..., ¡oh, en qué suntuosas cajas se los llevan! No habiendo estado junto a la cama cuando gritaban: ¡No me dejen ir!, no podrías sospechar esa lucha por respirar y ese sangrar. Pero yo lo vi. ¡Yo lo vi, lo vi! ¡Y ahora me dices con los ojos, descaradamente, que yo tuve la culpa de que se perdiera Belle Rêve! (Stella va hacia el centro, Blanche la sigue, la aferra.) ¿Cómo diablos crees que pagamos por toda esa enfermedad y esa muerte? (Blanche está junto al hombro de Stella.) ¡La muerte es cara, señorita Stella!...
Es curioso, pero, cuando terminé de leer la obra, tuve la extraña sensación de que la historia ya la conocía, de que ya sabía en qué terminaría todo. Curioso, pero no extraño. Por eso decía lo del “clásico instantáneo”. Los clásicos de la literatura, como yo lo veo, tienen la capacidad de estar en todas partes y llegar a nosotros de maneras insospechadas, como si fuesen parte de nuestros genes, algo que ya se ha incrustado en nuestra naturaleza. Así, tenemos que una mujer llamada Blanche DuBois llega a visitar a su hermana Stella, y es atacada por el esposo de esta, Stanley, hasta perder la poca cordura que le queda. ¿Por qué es atacada y destruida?  Porque está algo loca y toma duchas todo el día, sí; porque perdió una herencia que no le correspondía del todo, también; porque es mentirosa y se cubre de un pútrido aire de superioridad, sí, debe ser eso. Y ante todo, porque trata de escapar de un pasado, de un karma, de una lección, o como prefieran llamarle —cosas de las cuales, bien sabemos, nadie escapa.
Nos encontramos en un barrio bajo pero particularmente agradable de Nueva Orleans, de aquellos “en los que prácticamente siempre estás en una esquina”. Cerca hay un bolerama y un bar donde un piano suena eternamente. La calle principal, donde nuestra protagonista encuentra el infierno, tiene el descaro de llamarse “Campos Elíseos”. Quienes inician la escena parecen camuflarse con el paisaje: a pesar de ser trabajadores y amas de casa de clase media baja, sus ropajes no parecen sucios ni sus facciones grotescas, son particularmente agradables. Sin embargo, un lugar bajo sigue siendo bajo por más limpio que esté; es por esto que la llegada de una mujer ataviada en un bello vestido y con una mirada de angustioso desconcierto atrae la atención de más de uno. La mujer se llama Blanche DuBois y la razón de su visita es que busca a su hermana, la Sra. Stella Kowalski, para comunicarle algo que el propio Milton ya sabía: el paraíso se ha perdido. Belle Reve, el bello sueño, la plantación sureña que ambas hermanas heredaron, se ha perdido para siempre. ¿La razón? Las deudas, claro; demasiados funerales, pero poco con qué pagarlos. ¿Sólo las deudas? No, no sólo las deudas, pero lo demás no lo puede saber nadie. Así, una graciosa mujer del sur, educada en valores y modales tradicionales propios de la aristocracia europea, se encuentra con que la han arrojado a un mundo donde tal cosa como el prestigio aristócrata ya no existe. Un mundo donde el dinero se gana con trabajo y no por apellido, donde los modales y valores de las viejas castas no le servirán de nada. Un mundo donde los hombres no son caballeros refinados, sino especímenes masculinos con un trabajo mecánico y un salario que paga cervezas. Un mundo habitado por Stanley Kowalski.
Stanley es algo más que el esposo de Stella y algo más que el verdugo de Blanche. Es uno de los nuevos engranes con el que Estados Unidos avanza, una de las muchas piezas que componen el sueño americano: todo lo que tiene ha sido forjado por su mano. Es joven, es fuerte y, ante todo, es pura testosterona. Ningún viejo valor europeo se impone ante él. En realidad, fue participe de la guerra que acabó con todos esos valores. Ahora trabaja duro, bebe un poco y se encarga de mantener a una esposa a la que ama con la animalidad que le es característica. La llegada de Blanche representa una bofetada proveniente de un pasado que él mismo sepultó. Esa mujer con aires de grandeza, educación europea, vestidos de piel y joyas falsas pretende decirle cómo funciona un mundo que él mismo ha construido, cómo funcionan los sueños. El mundo de Stanley se compone de una estabilidad animal, casi bruta, que no acepta cambios o incongruencias. Todos, incluyendo su esposa, parecen obsesionados con tratar bien a Blanche, con creer que sigue siendo una mujer intachable que ha caído en desgracia. Sin embargo, Stanley, y todo lo que él representa, sabe que nadie “cae” en desgracia sólo porque sí. Él es un hombre que ha cultivado lo que tiene: a sus ojos, Blanche ha cultivado una tragedia. El nuevo mundo le obliga a deshacer la farsa, a tomar a Blanche y a exhibirla: no sólo los funerales enterraron la riqueza de la plantación, y la reputación de Blanche no fue perdida sólo por el dinero.
Es un encuentro sumamente violento de dos mundos: uno que se ha condenado a sí mismo y otro que no perdona condenas pendientes. Ambos aspiran al cielo, a las estrellas, a Stella. Pero ella sólo puede responder como un peón y como un premio, no como una ayuda en la batalla. Stella es la última metáfora de perfección al que el sueño de estos dos mundos puede aspirar, pero sólo uno la alcanzará a tiempo. Un mundo debe conquistar al otro, y, como saben, toda conquista es una violación, y toda violación es destrucción.
En un primer momento, la obra captó la atención de muchos porque era la primera vez que la sexualidad era un tema abiertamente tratado en el teatro. A saber, Tennessee Williams rompió con una larga tradición teatral decimonónica en el momento que decidió que sus protagonistas no serían una doncella pura acompañada de un elegante caballero, sino una alcohólica al borde de la locura, atacada por un varonil exmilitar que pasea sin camisa por la habitación. Como es justo y razonable que suceda, el paso de los años ha arrojado nuevas luces sobre el trabajo de Williams. Más de cincuenta años han transcurrido; no puedo decir que el sexo ya no sea un tema tabú en nuestra sociedad, pero estamos mucho más abiertos al tema. Entonces, ¿cómo es que ese tranvía sigue funcionando? Yo diría que es porque aún somos animales cuyo móvil es el deseo, incluyendo el deseo perezoso y paródico de dejar de desear. El tranvía de Blanche es el deseo de ocultar la realidad, de borrar el pasado, de escapar de la culpa, de amar de verdad y por primera vez. El de Stanley es el deseo de la practicidad, de lo funcional, de lo que él ha establecido, de la normalidad que su hombría animal puede comprender. El tranvía sigue abarrotado y recogiendo historias —ayer fue la sexualidad, hoy es la locura. Siempre hay una historia en la que nos encontremos y permanezcamos.
STELLA (yendo hacia ella): -Pero entre un hombre y una mujer suceden en la oscuridad ciertas cosas que... cosas después de las cuales todo parece... carecer de importancia.
BLANCHE (va hacia el respaldo de la butaca y luego se acerca a Stella): -De lo que hablas es  del brutal deseo..., simplemente... ¡del Deseo!... el nombre de ese traqueteante tranvía que recorre ruidosamente el barrio, por una de las angostas calles y luego por otra...
STELLA: -¿No has viajado alguna vez en él?
BLANCHE: -Ese tranvía me trajo aquí... Donde estoy de más y donde me avergüenza estar.
STELLA (dando un paso hacia la izquierda): -Entonces... ¿no te parece que tu aire de
superioridad está un poco fuera de lugar?
BLANCHE (siguiéndola y deteniéndola, la obliga a volverse): -No soy ni me siento superior ni mucho menos, Stella. Créeme. ¡No hay tal cosa! Sólo pasa esto. Yo veo las cosas así. Con un hombre como Stanley, se puede salir... una..., dos..., tres veces cuando una tiene el diablo en el cuerpo. Pero... ¡Vivir con él! ¡Tener un hijo con él!
Múltiples precios, múltiples ediciones y está en PDF.

Por si no lo han visto, les dejo aquí Un tranvía llamado Marge

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