jueves, 6 de marzo de 2014

Escritor del mes: José Emilio Pacheco



Poesía no es signos negros en la página blanca. Llamo poesía a ese lugar del encuentro con la experiencia ajena.

No es a nadie ajeno que últimamente estamos perdiendo escritores como los globos baratos pierden aire, y dentro de tales pérdidas quizá la más dolorosa para el ambiente intelectual/cultural mexicano ha sido la de José Emilio Pacheco (México, D.F., Junio 30, 1939 – Enero 26, 2014). Con todo, nunca he sido creyente en eso de colgarse del nombre de un autor recién fallecido. La única vez que dedicamos a un escritor el mes de su muerte fue con Ray Bradbury, pero no por homenaje póstumo, sino porque el señor se murió durante el mes que ya habíamos decidido avocarle. ¿Por qué hablar de José Emilio entonces? La respuesta, cuando lo pienso bien, es delectablemente simple —lo cual me salva de andarme ridiculizando con piruetas mentales para justificar una incursión en un comportamiento que no me gusta. Encuentro que es importante hablar de José Emilio porque vivimos su mundo, sus calles, esas que se han quedado un poquito más vacías sin él pero que siempre llevarán su mística. Encuentro que desde aquí nos toca escribir este blog, que por azar lleva el mismo nombre de esa columna que él escribiera tantos años en Proceso. Encuentro que uno de los momentos que me llevaron a aceptar escribir aquí ocurrió a tiro de piedra de donde él vivía. Y encuentro que es importante hablar de él ahora, en este marzo, porque ello consiste una especie de corolario irónico al mes del libro malo que acabamos de cerrar, en el cual nos ocupamos de repasar la lista de best-sellers de nuestro país: ¿qué hacemos leyendo esa basura manufacturada cuando aquí, a unos pasos de nuestras casas, residía un grande y escribía sobre nosotros?

Y es que la pérdida de José Emilio Pacheco ha sido dolorosa para el ambiente intelectual de México, sin duda, pero a mí me duele más toda esa gente que camina sus mismas calles y vive vidas prefiguradas por su literatura sin siquiera enterarse de su existencia, o bien sabiendo que había un señor con ese nombre que escribía libros pero más allá de eso quién sabe. Siempre que un escritor muere nos llenamos la boca de decir que no es cierto, que los escritores jamás mueren porque han dejado atrás legajos y legajos de palabras, palabras en racimos, palabras fabulosas que no tienen caducidad. Y sí, puede ser. Pero en nuestra cultura de lo inmediato es muchas veces preferido cortar del racimo una uva, ponerla en facebook y ganarte unos likes. A veces se nos olvida que un escritor (al menos uno profundo) no es necesariamente una máquina de aforismos listos para su consumo en redes sociales: un escritor sólo puede ser apreciado sentándose frente a él, cara a folio, y leyendo. Así que vamos a leer a José Emilio, no sólo a citar sus frases y pretender que eso basta, y esperemos que nos acompañen.

Leer a José Emilio Pacheco es un poco como leer a Raymond Carver, en mi opinión. Empiezas y no parece mucho, no gran cosa, una trama simple en palabras que conoces y personajes que bien podrían ser tus vecinos simplones, esos que te alzan una ceja cuando salen contigo a tirar la basura. Terminas con el nudo en la garganta, extrañando un México que nunca viviste o del cual ya casi ni te acuerdas, y tal vez hasta un poco más sensible a las peripecias de la vida de tus vecinos. Terminas viendo tu entorno —aquél cafecito, la parada del camión— como un lugar que no simplemente existe, sino como uno que ha existido de muchos modos distintos, que ha cambiado y sobrevivido y hecho vivir a su gente de maneras inimaginables. En la cita que abre este escrito el autor habla de su búsqueda de reconocimientos humanos en la experiencia ajena: los encuentra, tanto en prosa como en verso. Pequeños momentos de vida que te saben a juventud, que te saben a desazón, que te saben a la verdadera esencia (un poco trágica, un poco banal) de este país. Y todo en un lenguaje depurado, clínico en su precisión pero nunca frío. Lenguaje que no se derrama ni se vanagloria en sí mismo sino que llanamente habla, te habla; íntimo y sencillo como un amigo; sensible y poderoso como un verdadero poeta.

Finalmente, creo que hablar de Pacheco es hablar de un ejemplo a seguir; pero no en el modo cursi de la frase, sino como ejemplo del artista dedicado y limpio. El artista que trabajó en su técnica mientras vivió; qué fue parte de una generación distinguidísima de literatos mexicanos pero nunca se dio aires ni se lució por ello (era más bien modesto y parco en los discursos); que no aceptó premios que vinieran de manos sucias; qué, cuando el relevo generacional llegó, supo apoyar a los autores emergentes del país (el emotivo modo en que Julián Herbert reaccionó a su muerte es escueta y efectiva muestra de ello). Pareciera que no le importaban tanto los laureles como una vida tranquila y la satisfacción interna que admitía sentir en la formación de un buen verso. Así, no lo bañemos de vanos golpes de pecho y lágrimas de cocodrilo que seguro no le agradarían o lo harían sonrojarse apenado. Repito, mejor leámoslo de verdad. Es allí, en los libros, donde se revela el genio del que quizá fuera el más grande escritor de aquella generación de la llamada Mafia (y miren que los hubo grandes); pero lo que es todavía más importante, ahí se revelan porciones importantes y frecuentemente ignoradas de nuestra historia, de la lenta y a veces poética conformación de este macrocosmos de asfalto en el que vinimos a acabar, y también matices ocultos de nuestros seres hispanohablantes y sus anhelos, fracasos, últimos destinos.

La gente llega, vive, sufre, se muere. Vienen los otros a ocupar su sitio y la casa arruinada sigue viviendo.

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