Para el impensable
año dos mil se auguraba –sin especificar cómo íbamos a lograrlo- un porvenir de
plenitud y bienestar universales. Ciudades limpias, sin injusticia, sin pobres,
sin violencia, sin congestiones, sin basura. Para cada familia una casa
ultramoderna y aerodinámica (palabras de la época). A nadie le faltaría nada.
Las máquinas harían todo el trabajo. Calles repletas de árboles y fuentes,
cruzadas por vehículos sin humo ni estruendo ni posibilidad de colisiones. El
paraíso en la tierra. La utopía al fin conquistada.
La edición que tengo de este
libro me costó diez pesos y se encuentra más que estropeada. La portada está
rota, le falta una hoja al principio, tiene casi cinco capítulos completamente
en blanco –los cuales terminé rellenando con mi propia letra– y, hacia el
final, las líneas están tan encimadas que su último tiraje es un verdadero
misterio. Aún con esto, debo admitir que le tengo mucho cariño. Pasé tantos
días intentando arreglarla que terminé por quererla con todo y sus
imperfecciones. Incluso le dejé la portada tal y como está: con su esquina
faltante, mordida por el tiempo. Supongo que esto puede interpretarse como un
gesto romántico muy propio de quien convive demasiado tiempo con libros usados,
los cariños y rasguños que dejaron sus dueños anteriores son cicatrices de
guerra muy honorables, pero esto no pasó por mi cabeza en el momento en que lo
puse en el librero. En realidad, no creo que hubiese un dueño anterior a mí, y
si decidí dejarlo como está no fue por fidelidad al pasado de ese formato
impreso en particular, sino por fidelidad a todo el libro como tal: por
fidelidad a Pacheco y a su historia; a Carlitos, a Mariana, y a ese
México, a un México que se fue para no volver. Por fidelidad al dolor que me
dejó la lectura: algo se ha roto, algo ha decaído.
Ahora bien, si ustedes forman
parte de ese 3% de la población que, al enterarse de la muerte de Pacheco, no corrió
a su librería más cercana para hacerse de un ejemplar de Las batallas, o no ha visto la película Mariana, Mariana, creo que no comprenderán el porqué de tanta
nostalgia. La historia que nos cuenta Pacheco es una de las más viejas, pero
también una de las más importantes: la del primer amor. Enamorarse por primera
vez significa despertar en más de un sentido. No es sólo el corazón el que
respinga, la sexualidad también comienza a dar molestias, y con ello la
ansiedad y el desconsuelo. El primer amor no es un asunto de pureza, muy por el
contrario, es el divorcio del ser con la infantil inocencia. Es un aprendizaje
doloroso y las ganancias nunca igualan las pérdidas. Pero, para que esto no se
vuelva sólo una triste historia de amor más, debemos remitirnos al México de
finales de los años cuarenta, para algunos el tiempo de sus padres o de
nuestros abuelos; el tiempo del despertar. Miguel Alemán se encontraba en la
presidencia, la mujer podía votar, y la paz parecía avecinarse: la revolución
(¿o las revoluciones?) por fin había dado paso a la democracia –que a su vez
daría paso a la dictadura Priista, aunque en aquél entonces no lo sabíamos. Lo
que sí sabíamos era que el país estaba atrasado. Habíamos gastado dinero y
fuerzas en elaborar minuciosos planes para acabar con vecinos civiles
disfrazados de guerrilleros, y el progreso mundial, mientras tanto, pasó sobre
nosotros sin dirigirnos una mirada. Pero México es era el cuerno de la
abundancia. Si ellos podían, nosotros podíamos.
Con la democracia llegaron
las promesas: nueva infraestructura, cambio y mejora en la educación y la salud
pública, mejor desarrollo para las familias (¿Les suena?). México era un
infante que despertaba para abrir sus brazos y su corazón al extranjero: a los
refrescos, las comidas rápidas, los juguetes plásticos y los autos costosos; a la
desapasionada convicción de igualar la grandeza de Estados Unidos a fuerza de
enterrar su propio folklor. Es en ese contexto, en esa batalla campal entre el
agua de jamaica y la Coca-Cola, donde un niño de ocho años llamado Carlos
también despierta, pero sólo para encontrarse enamorado de lo imposible. Al
igual que el país, su corazón se abre a un ideal llamado Mariana. Ella es casi perfecta. Qué tonto es el corazón cuando
se enamora por primera vez. Si tan sólo
ella tuviera muchos años menos y él muchos años más; si tan sólo ella no
tuviera un hijo y él pudiera darle uno; si tan sólo ella no fuera amante de un
político y él… ¿y él? Y si tan sólo él no fuera un niño cuya familia sigue
ligada a las tradiciones más cerradas de ese viejo México, donde toda madre
soltera era antes prostituta y donde el amor no puede existir si no es por
medio del pecado. Si quieren peripecias, peripecias encontrarán: la religión y
sus secuaces, la ciencia y sus psiquiatras, su religiosa familia y la amante de
su padre, todos están más que preparados para abofetear a Carlos.
Por alto esté el cielo
en el mundo, por hondo que sea el mar profundo, no habrá una barrera en el mundo
que mi amor profundo no rompa por ti.
***
Dije: Sí padre; aunque
no podía concebir al demonio ocupándose personalmente de hacerme caer en
tentación. Mucho menos a Cristo sufriendo porque yo me había enamorado de
Mariana. Como es de rigor, manifesté propósito de enmienda. Pero no estaba
arrepentido ni me sentía culpable: querer a alguien no es pecado, el amor está
bien, lo único demoníaco es el odio.
Lo curioso es que este libro
necesita de un determinado público. Creo que después de los veinte años
simplemente ya no se lee bien, y que se requiere llegar hasta los cincuenta
para volver a apreciarlo. En el primer término se es consciente de la historia
de amor, en el segundo de las calles que han desaparecido, de los recuerdos que
desaparecieron con ellas. También necesita una determinada lectura, una minuciosa,
todo lo que rodea al texto (el paratexto, según Gerard Genette) es importante.
En mi fuero interno, la lectura no tendería el mismo significado si no tuviese
esa portada, con todo y su esquina faltante, ese título, y el epígrafe de L. P.
Hartley (que está casi escondido): “The past is a foreing country. They do
thongs differently there.” Los tres me remiten al mismo tema una y otra vez: a
la pérdida e, inevitablemente, a la nostalgia. La imagen que acompaña el título
es la de una mujer con los ojos censurados, llevando un ceñido vestido, y
sentada sobre un tambor que bien podría ser de hojalata, (y que bien pudo
haberle pertenecido a un niño que tampoco terminó por despertar, o que despertó
demasiado, pero eso ya es asunto de Günter Grass). El conjunto sugiere algo voluptuoso, pero
prohibido, sobre algo infantil y alejado; hay pelea entre ambos elementos y
esto acompaña muy bien el título mismo. No es sólo la insinuación de lo
beligerante en aquello de “batallas”, también está lo infértil y riesgoso del
“desierto”, un lugar que no puede conducir a nada próspero –sólo a breves oasis
de calma. La batalla está perdida desde el terreno mismo: la batalla de Carlos
contra el mundo, porque nadie puede terminar de entender su amor como algo más
que un infantil berrinche; la batalla de México contra los mexicanos, porque
las promesas de ser iguales que el país extranjero le ganarán, irremediablemente,
a la quietud de aquel lugar que fuese cornucopia.
Y por último, el epígrafe. Es
casi cruel que se encuentre en inglés. Es el fin de la batalla lingüística, de
alguna manera, casi todo suena mejor cuando no lo entendemos. “El pasado es un
país extranjero…”. El México de los años cuarenta es un país extranjero.
Podemos acercarnos a él por fotografías, por periódicos, por historias orales
que sólo escucharán quienes tengan la paciencia suficiente. El primer amor
también es un algo extranjero, un recuerdo borroso que muchos prefieren borrar
y que otros maquillamos para mentirnos a nosotros mismos. Para cuando llegamos
a los hechos, Carlos ya no es un niño. Casi cuarenta años han pasado y bien podría estar mintiéndose, y mintiéndonos, para
dejar ir una historia que ya no le pertenece. Aquel México ya no existe,
tampoco aquel amor. Lo que dejaron los años fue una frontera infranqueable
entre los que fuimos y entre lo que elegimos convertirnos. Nos esforzamos tanto
en borrar nuestras huellas que resulta patético encontrar tantos comerciales
sobre tradiciones que ya no son nuestras. Los edificios de esos años se caen en
pedazos o han desaparecido por completo, ya no pueden contarle sus historias a
nadie; los lugares que nos quedan llevan el epitafio de “Museo”, los muertos
encuentran ahí consuelo; la modernidad arrasó con la tradición y al primer amor
también se lo llevó el tiempo. Ese primer amor de México por el progreso fantasioso
e imposible que nos hizo querer ignorar la corrupción; ese primer amor de
Carlos por Mariana. Nadie salió bien librado de aquello. Si tan sólo ella lo
hubiese entendido, o si nuestros abuelos hubiesen sabido que las grandes
infraestructuras no llegarían nunca, o llegarían como ataúdes. Y si el hubiera
existiese. Y si tan sólo el cielo no estuviera tan alto en el mundo y el mar no
fuese tan profundo…
Qué antigua, qué
remota, qué imposible esta historia. Pero existió Mariana, existió Jim, existió
cuanto me he repetido después de tanto tiempo de rehusarme a enfrentarlo. Nunca
sabré si el suicidio fue cierto. Jamás volví a ver a Rosales ni a nadie de
aquella época. Demolieron la escuela, demolieron el edificio de Mariana,
demolieron mi casa, demolieron la colonia Roma. Se acabó esa ciudad. Terminó aquel
país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese
horror quién puede tener nostalgia. Todo pasó como pasan los discos en la
sinfonola.
Múltiples precios
y disponible en TODAS las librerías.
Hay varios PDF circulando por ahí
(pero yo no les dije)
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