· Albert Camus [Francia/Argelia]
· Primera edición: 1947
· Novela
⋆⋆⋆⋆½
En un universo que se ve, de pronto, privado de
ilusiones y de luz, el hombre se siente un extranjero. El suyo es un exilio
irremediable.
—Albert Camus,
pero no en la obra que voy a reseñar. Es de El
mito de Sísifo. Como si lo fuera, sin embargo.
La vez pasada, mientras reseñaba a
Chejov, pensaba en las cosas que “El pabellón número 6” tenía en común con la
literatura de Franz Kafka. Cosas curiosas de la vida; ahora que he leído La peste, encuentro que muchos críticos
y reseñistas (incluyendo a Wikipedia) la colocan como una de las obras más
cercanas a las del checo, mientras que yo no lo veo tanto. Al menos no al
extremo de hermanar esta novela con El
proceso, como parece que muchos gustan de hacer. Quienes piensan de esa
manera argumentan que tanto en Camus como en Kafka el hombre se ve sujeto a las
vueltas inefables del azar en sus momentos más oscuros, se ve aplastado bajo la
suela de Circunstancias que no tienen razón alguna, pero que SON, mientras que
él solamente es. Hasta ahí voy de acuerdo, pero me parece ver en Camus un
calor, una cierta ternura en la voz, algo que lo hace más benévolo con las humildes
y condenadas empresas humanas. Leer a Kafka se asemeja mucho a ver una disección,
una autopsia; se asemeja a la sensación de unos guantes de látex sobre tus
dedos, o del acero inoxidable en consultorios de dentistas. El proceso, en particular, es como
asistir a una ejecución, y verlo todo desde un palco blanco y protegido con
plexiglás.
La
peste, en cambio, es como
estar a tres metros del patíbulo, escuchar los gritos de la futura viuda, las
lágrimas de sus hijos, pero también, extrañamente, saber que la vida es así y
que ellos estarán bien, de algún modo, un día. Si hay un libro que comparte tal
espíritu, para mí, es Ensayo sobre la
ceguera, de nuestro amado José Saramago. Por supuesto, aquí la relación
temporal se invierte: allí donde Camus sería sucesor de Kafka, ahora es ancestro
de Saramago. Sin embargo, las similitudes son demasiadas para dejarse pasar. No
sólo estamos hablando de dos obras que lidian con el retrato de un territorio
humano sitiado y transfigurado por la fuerza de una enfermedad absurda, sino
que ambas cuentan lo que cuentan desde el punto de vista tramposo de la
objetividad sesgada; es decir, los narradores de las historias parecen
omnipresentes y tradicionales a simple vista, pero su narración se ve
impregnada con frecuencia de juicios morales, intuiciones psicológicas, máximas
de conducta —en fin, de dejos humanos que ayudan a dotar de carne y hueso a la
pluma que escribe el relato. Son narradores que saben que son narradores. Dicho
esto, la relación entre estas obras tampoco se detiene allí.
¡Ah, si fuera un terremoto! Una buena sacudida y no
se habla más del caso… Se cuentan los muertos y los vivos y asunto concluido.
¡Mientras que esa porquería de enfermedad! Hasta los que no la tienen parecen
llevarla en el corazón.
La
peste es la historia de la
ciudad de Orán, en Argelia, que se ve arrasada de pronto por un brote virulento
de peste bubónica. Sí, esa que se supone estaba erradicada. Cuando queda claro
que la epidemia es eso, una epidemia, y que no se va a curar con tapabocas y
jabón, la ciudad es puesta en cuarentena. Nos centramos en un grupo de hombres
(las mujeres están curiosamente ausentes de los roles protagónicos) quienes van
lidiando con la peste de modos varios. El eje de éstos es el doctor Rieux,
quien por su profesión está en una posición privilegiada (?) para sufrir y
tomar parte en los sucesos. Alrededor de él se van aglomerando personajes que
de un modo u otro, a veces también determinados por su profesión, representan
los distintos modos de reaccionar ante el desastre y el exilio de la
cuarentena. Tenemos al juez Othon, un hombre de hierro hasta que la peste le
llega de primera mano; al sacerdote Paneloux, en una pugna ferviente por hacer
encajar a la enfermedad dentro de los planes divinos; al modesto funcionario
Grand, quien quiere escribir una novela pero no encuentra las palabras; a
Rambert, un reportero francés que sólo estaba allí de paso y hace todo lo
posible por escapar; a Cottard, un miserable que trató de suicidarse y ahora teme
que la peste termine porque entonces la policía regresará a sus labores y lo meterá a la cárcel; y a Tarrou, un
tipo extraño con un cuaderno de apuntes y gusto por hablar con vagabundos.
Rieux, nuestro protagonista, es un
hombre estoico, duro, pero en el fondo consciente de lo que la epidemia
representa para la ciudad. Ante una enfermedad que mata casi a todos los que
toma, su rol como doctor se transfigura —pasa de ser el administrador de
medicinas, el curandero, a tener que proveer cuidados más bien emocionales y
morales. No puede curar la peste, pero quizá si pueda curar… algo. Quizá la
inquietud, la esencial soledad de estos hombres abandonados a su suerte en un
ambiente hostil. La soledad de sí mismo al haber sido separado de su esposa,
quien se había ido a un sanatorio fuera de la ciudad unos días antes de la cuarentena.
Volviendo a nuestra comparación con Ensayo
sobre la ceguera, quienes hayan leído esta obra recordarán que quien funge
como los ojos, la mano líder, la esperanza en medio de la ceguera blanca es La
Esposa del Doctor. Esa esposa ausente, esa esposa que Camus sacó de su novela
(no sin propósito, eso sí). No creo que sea coincidencia; creo que Saramago
buscó rellenar los espacios vacíos que La
peste concede a los personajes femeninos. Darles voz y acción.
Con esto no quiero decir que La peste sea una obra incompleta. Está
claro que Camus hizo las cosas como las hizo por una razón. Al pintar de vacío
las figuras femeninas que soportaban el peso de estos hombres, de cierto modo
vuelve sus presencias (¿ausencias?) más fuertes. Y es que La peste no es una simple novela Chrichtonesca sobre un desastre epidemiológico:
aquí lo que realmente importa es la soledad, la desesperación del encierro, ese
doloroso aspecto de la condición humana que nos lleva a desear siempre otra
cosa a la que tenemos en ese momento. Desear otro lugar, otra suerte, otra compañía, o bien
revertir el tiempo a un momento que hemos idealizado hasta encontrar idílico,
cuando en realidad no lo disfrutamos la primera vez. Porque la peste —y en esto
sí convergen Camus y Kafka— es algo que te cae del cielo tanto como florece en
tus entrañas. Pero lo que distingue a la obra de Camus, lo que le da carácter,
es esa tórrida convicción de que somos pequeños, sí, y nuestro camino es
angustioso; pero no todo está perdido si sabemos marchar hacia lo incierto con
la voluntad de vernos a los ojos, de conocernos, y de ayudarnos unos a otros a
vivir en paz —mientras nos dure.
[…] esta crónica […] no puede ser más que le testimonio de lo
que fue necesario hacer y que sin duda deberán seguir haciendo contra el terror
y su arma infatigable, a pesar de sus desgarramientos personales, todos los
hombres que, no pudiendo ser santos, se niegan a admitir las plagas y se
esfuerzan, no obstante, en ser médicos.
Múltiples ediciones, múltiples precios. La de la imágen de portada es de DeBolsillo y cuesta alrededor de $160.
Justamente mientras lo leía me recordó en varias ocasiones a Ensayo sobre la ceguera
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