martes, 5 de agosto de 2014

Escritor del mes: Juan Rulfo



Los muertos no tienen tiempo ni espacio. No se mueven en el tiempo ni en el espacio. Entonces así como aparecen, se desvanecen. Y dentro de este confuso mundo, se supone que los únicos que regresan a la tierra (es una creencia muy popular) son las ánimas, las ánimas de aquéllos muertos que murieron en pecado.

Debe ser difícil pasar la mitad de tu vida preparándote para crear algo, y la otra mitad hablando sobre lo que creaste. A menudo, cuando uno ve una entrevista con un autor y le preguntan sobre ese libro en específico, ese que se ha vuelto sinónimo con su nombre y hasta lo eclipsa por momentos, es posible ver en el rostro del interpelado una cierta aprehensión o incomodidad. Los años no pasan en balde; las personas suelen reevaluar sus puntos de vista pasados cada que llegan a una nueva platea, y hablar por enésima vez sobre un libro que escribiste hace, digamos, 18 años, no suena muy estimulante que digamos. Suena a revivir muertos en vez de sentarse a charlar con los vivos. Sí, debe ser difícil. Pero, la verdad sea dicha, Juan Rulfo (1918-1986) se lo buscó él solo. Después de todo, siempre se le dio bien eso de revivir muertos.

La cita con que abre este escrito sale de una entrevista publicada en la revista Siempre!, en 1973. Para entonces habían pasado 18 años desde Pedro Páramo, y 20 desde El llano en llamas. El resto del mito ya lo saben. Los múltiples proyectos que según estaba escribiendo, pero nunca culminó. Su lacónico empecinamiento en aferrarse a puestos burocráticos y de enseñanza como la esencia diaria de su vida. La indiferencia con la que parecía ver la tarea, que hasta pudiera verse como deber patriótico y literario, de darle un verdadero sucesor a sus dos obras maestras. El cuento largo ese, "El gallo de oro", ante cuya falta de lustre muchos ni siquiera se dignaron a levantar la ceja. “No, eso no puede ser todo”, dirían. “Todavía nos puede dar un libro mejor”. Pero pasaron los años y nunca lo hizo. García Márquez, uno de sus mayores admiradores, diría que las 300 páginas que nos dejó son tan importantes para la literatura universal como las de Sófocles. Ese ya es un juicio de valor que no me interesa secundar o rebatir; lo innegable es que, al menos para nosotros, hispanohablantes quienes, enfrentémoslo, todavía veneramos al boom latinoamericano como a una capilla de ancestros, la minúscula obra de Juan Rulfo es el monolito primigenio, la piedra angular sobre la cual se instaura nuestra herencia literaria moderna.

Tenía yo los personajes y el ambiente. Estaba familiarizado con esa región del país, donde había pasado la infancia, y tenía muy ahondadas esas situaciones. Pero no encontraba un modo de expresarlas. Entonces simplemente lo intenté hacer con el lenguaje que yo había oído de mi gente, de la gente de mi pueblo.

Rulfo dijo varias veces que sus textos no eran autobiográficos, pero la verdad es que eso sólo es cierto del modo en que el pan “no es levadura”. Los años tempranos del autor no fueron ni por asomo tranquilos, quedando huérfano antes de los ocho años por la parcial culpa de la violencia caudillista de aquel México posrevolucionario, y hasta terminó en un orfanatorio militarizado. Rulfo admite que creó con el lenguaje de la gente que conoció en esta época turbulenta, sí, pero es posible conectar los puntos y notar que la brutalidad de sus mundos también se deriva, ya a nivel temático, de su experiencia como un peón indefenso en las entrañas del mundo, a la deriva en un océano monstruoso. Combinemos esta crianza con una sensibilidad innata para la escritura y con una lectura bien entendida de las novelas revolucionarias mexicanas junto al gótico sureño estadounidense de Faulkner y McCullers, y allí está; las letras del jalisciense se ven ahora como un ejercicio de transfiguración, como una narrativa que, si bien no es autoficcional o autobiográfica, sí se place en poner uno de sus pies firmemente en el territorio de la realidad conocida —con el fin de perturbarla mediante la irrupción de lo sobrenatural, que quizá sea el único recurso capaz de explicar bien a bien la oscuridad y la violencia del pueblo mexicano perdido en la nada.

Uno de los grandes logros del gótico sureño estadounidense fue valorizar la estética de los desposeídos, del lugar olvidado. Resulta en esos escritos una paradoja que puedan existir pueblos tan desolados dentro de uno de los países más poderosos y ricos del orbe. Por supuesto, ese no es el caso de México, pero sí hay una paradoja similar en Rulfo: la de la revolución. Esa revolución que la gente de miles de pueblos polvorientos pensaba que traería esperanza, y en realidad sólo los alejó más de la civilización, puesto que puso sus destinos en manos de hombres trajeados quienes vivían en ciudades y no querían nada que ver con ellos. La revolución condenó a estos pueblos a vivir de las migajas de un mecenas que ni siquiera los veía a los ojos. El genio de Rulfo es entender que, para comunidades tan rurales, el apego a la tierra y a lo espiritual es todo. Por eso no limitó sus letras al retrato social de estos intocables, sino que fundió éste con constantes imágenes de religión ferviente, de mortandad inevitable y de naturaleza brutal. A veces uno no sabe dónde acaba una y empieza otra. En Rulfo la gente llora como si le salieran ríos de la cara, y el viento raspa como si tuviera uñas. El olvido y la parálisis de los pueblos rulfianos demuestran una fuerte crítica social, pero también un entendimiento más psicológico, más profundo de miras. Y es que la injusticia derivada de la revolución no sólo devino en falta de alimento o dinero, sino en la negación, para muchas de estas personas, de su condición como seres humanos de valor. Por eso rondan por ahí, muertos en vida o vivos en muerte, aferrados a sus milpas, sus pecados y sus rencores. No hay a dónde escapar o progresar; la civilización los ha dejado atrás.

Así pues, no sé por qué Rulfo haya decidido dejar su obra donde la dejó, pero es evidente que cuando alguien logra condensar tantas cosas en 300 páginas se condena a que le pregunten sobre ellas por siempre. Tal vez por esa incomodidad no era muy dado a los desplantes de la persona pública —a los discursos y los homenajes. Cuentan que en alguna ocasión hubo un banquete en su honor, no recuerdo si en Bellas Artes, y al pasar al podio sólo dijo “Gracias” y se volvió a sentar. Qué importa. Dicen que el deber de un artista en la Tierra es producir una obra maestra, y el tipo produjo dos. El tipo nació en un pueblo que no aparece en los mapas, vio correr la sangre por caudales, se levantó del polvo y definió las letras mexicanas del siglo XX. Quizá incluso siga definiéndonos ahora, veladamente, como un halo de melancolía. Nos ha dado suficiente. Uno de sus mejores cuentos se titula “Nos han dado la tierra”, y miren qué cosas: no sin ironía puede ser que sus letras, escuetas y espectrales como son, nos hayan dado el terreno literario más fértil en la historia atribulada de este sitio que llamamos nuestro.

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