· A Rose for Emily
· William Faulkner [E.U.]
· Cuento
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Sus huesos eran pequeños y ralos; quizá por eso era
que lo que en otra hubiera sido sólo robustez, era en ella obesidad. Se veía
hinchada, como un cuerpo sumergido largamente en agua inerme, y era del mismo
tono pálido. Sus ojos, perdidos en las orillas abultadas de su cara, parecían
dos pequeñas piezas de carbón engarzadas en un montón de masa, moviéndose de la
cara de un visitante a otra, mientras éstos le explicaban su cometido.
Uno piensa que tiene una buena
racha cuando se encuentra dinero en lunes, le halagan el peinado en martes y le
dan el día libre en miércoles —pero resulta que no tenemos ni idea. Entre 1929
y 1936, un tal William Faulkner, hasta entonces novelista de medio pelo, se
inventó un condado mítico para resignificar al Sur de los E.U. en Sartoris, escribió con aplomo desde la
perspectiva de un enfermo mental en su Joyceana The Sound and the Fury, fragmentó por completo nuestra idea de
narración en la delirante As I Lay Dying,
se convirtió en bestseller nacional
por su descarnado retrato de un violador en Sanctuary,
y volcó mensajes bíblicos de cabeza para dar nacimiento a Absalom, Absalom! Y todas le salieron bien. Ah, y también hizo unos cuentos por allí. Nada mal. Mucho menos
cuando termina resultando que uno de esos cuentos produce varios de los
momentos, las imágenes, que tienden a asociarse con más fuerza con la palabra
“Faulkner” en nuestras cabezas, a pesar de todo el peso (figurado y literal) de
su obra novelística.
Podría decirse que gran parte del
éxito obtenido por Faulkner durante una gran parte de su carrera, y
especialmente en estos años, recae en un par de revelaciones: 1) la anti-natural,
y sin embargo perfecta, afinidad entre su polvoriento y mundano Mississippi con el ambiente opresor de la novela gótica inglesa, y 2) la posibilidad de construir
narrativas sin un narrador estable, sino dividido en tantas perspectivas y momentos como
fuera posible. “A Rose for Emily”, de nuevo, funciona como una perfecta
miniatura de estos principios. Un modelo a escala que resulta de gran utilidad para un lector que busca acercarse a Faulkner, eso además de su valor estético independiente. Cuento en cinco actos de cronología revuelta,
narrado por una voz extraña y atemporal, casi mítica, y concentrado en un
personaje fantasmagórico que subyace, desde su mansión decrépita, a los
procesos sociales de su ciudad entera.
Cada diciembre le mandábamos un aviso de impuestos, que
regresaba a la oficina de correos dos semanas después, rechazado. A veces la
veíamos en una ventana de la planta baja —evidentemente había tapiado el piso
superior de la casa— como el torso tallado de un ídolo en un nicho, y nunca
podíamos saber si nos miraba o no. Así pasó de generación en generación
—estimada, ineludible, imperiosa, callada y perversa.
Y así murió. Enferma en la casa repleta de polvo y
sombras, con sólo un negro taciturno para atenderla.
Emily Grierson es una mujer
adinerada y de abolengo. Su padre es una de las figuras más respetadas de
Jefferson, la ciudad más grande del condado de Yoknapatawpha, y en consecuencia
Emily lleva una vida en extremo cómoda, alejada del resto del pueblo, para
quienes los Grierson están un escalón arriba. Nadie se atreve a tocarla, aunque
esto también conlleva una inevitable soledad; quizá demasiada. Luego el padre muere. Emily se niega por
tres días a creerlo, hasta que la descomposición del cuerpo la obliga a
permitir el entierro. El pueblo se siente mal por ella, claro, pero no creen
que este incidente tenga una gran relevancia. Cada quien reacciona al shock de
formas distintas. Dos años después, Emily parece retornar a la vida; e incluso
se le ve en las calles acompañando a un hombre, un forastero llamado Homer
Barron. Pero Barron un día desaparece, Emily se enclaustra por siempre y el
pueblo permanece en misterio por treinta, cuarenta años. Hasta que el tiempo mismo, por supuesto, revela el enigma.
Es una gran virtud en la escritura
de Faulkner el comprender que para la creación de un ambiente oscuro con
verdadero peso se debe ocultar gran parte de la anécdota detrás de las puertas. En
todo el gótico, pero especialmente en el Sureño, el fenómeno que guarda un
secreto detrás de sus paredes es un tema preponderante. Pero aparte de él (o
ella) está el pueblo. Los pueblos de este género muestran un letargo farragoso,
una parálisis social crónica, una tendencia enferma a ver las desgracias pasar,
o incluso sufrirlas, sin mover un dedo para solucionar la situación. A menudo
lo único que pasa en estos pueblos son las horas, meses; la gente sólo observa, así como
Jefferson observa y narra a Emily Grierson, sin ayudar ni vociferar —conformes
con ver al polvo acumularse sobre la vida.
Con un cuento tan corto no hay
mucho más que decir, pero sí quedan muchísimas tonalidades de lo lúgubre para
que ustedes descubran de la mano de esta historia, así como de la narrativa
Faulkneriana en general. Quizá haya algo que les sorprenda más que todo lo
demás. Así como en Kafka, en Sade, en Bukowski y en algunos pocos más, las
tinieblas de Faulkner a menudo lo dejan a uno con una sonrisa socarrona en la
cara; y no a pesar de su oscuridad, sino precisamente debido a ella. Y es que a
veces es reconfortante leer narraciones tan desesperadas, cruentas, si tan sólo
para averiguar que el escritor, por solemne que parezca en sus fotos o
respetable que sea su figura pública, puede ser a veces una mente más torcida
de lo que imaginamos.
Disponible en prácticamente todas las antologías de cuento de Faulkner, hay una en Anagrama y otra en Alfaguara.
Para completar:
Carson McCullers - "La balada del café triste"
William Faulkner - El ruido y la furia
Katherine Mansfield - "Daughters of the Late Colonel"
Flannery O'Connor - "El negro artificial"
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