miércoles, 15 de octubre de 2014

Una rosa para Emily



·  A Rose for Emily
·  William Faulkner [E.U.]
·  Primera edición: 1930
·  Cuento

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Sus huesos eran pequeños y ralos; quizá por eso era que lo que en otra hubiera sido sólo robustez, era en ella obesidad. Se veía hinchada, como un cuerpo sumergido largamente en agua inerme, y era del mismo tono pálido. Sus ojos, perdidos en las orillas abultadas de su cara, parecían dos pequeñas piezas de carbón engarzadas en un montón de masa, moviéndose de la cara de un visitante a otra, mientras éstos le explicaban su cometido.

Uno piensa que tiene una buena racha cuando se encuentra dinero en lunes, le halagan el peinado en martes y le dan el día libre en miércoles —pero resulta que no tenemos ni idea. Entre 1929 y 1936, un tal William Faulkner, hasta entonces novelista de medio pelo, se inventó un condado mítico para resignificar al Sur de los E.U. en Sartoris, escribió con aplomo desde la perspectiva de un enfermo mental en su Joyceana The Sound and the Fury, fragmentó por completo nuestra idea de narración en la delirante As I Lay Dying, se convirtió en bestseller nacional por su descarnado retrato de un violador en Sanctuary, y volcó mensajes bíblicos de cabeza para dar nacimiento a Absalom, Absalom! Y todas le salieron bien. Ah, y también hizo unos cuentos por allí. Nada mal. Mucho menos cuando termina resultando que uno de esos cuentos produce varios de los momentos, las imágenes, que tienden a asociarse con más fuerza con la palabra “Faulkner” en nuestras cabezas, a pesar de todo el peso (figurado y literal) de su obra novelística.

Podría decirse que gran parte del éxito obtenido por Faulkner durante una gran parte de su carrera, y especialmente en estos años, recae en un par de revelaciones: 1) la anti-natural, y sin embargo perfecta, afinidad entre su polvoriento y mundano Mississippi con el ambiente opresor de la novela gótica inglesa, y 2) la posibilidad de construir narrativas sin un narrador estable, sino dividido en tantas perspectivas y momentos como fuera posible. “A Rose for Emily”, de nuevo, funciona como una perfecta miniatura de estos principios. Un modelo a escala que resulta de gran utilidad para un lector que busca acercarse a Faulkner, eso además de su valor estético independiente. Cuento en cinco actos de cronología revuelta, narrado por una voz extraña y atemporal, casi mítica, y concentrado en un personaje fantasmagórico que subyace, desde su mansión decrépita, a los procesos sociales de su ciudad entera.


Cada diciembre le mandábamos un aviso de impuestos, que regresaba a la oficina de correos dos semanas después, rechazado. A veces la veíamos en una ventana de la planta baja —evidentemente había tapiado el piso superior de la casa— como el torso tallado de un ídolo en un nicho, y nunca podíamos saber si nos miraba o no. Así pasó de generación en generación —estimada, ineludible, imperiosa, callada y perversa.
Y así murió. Enferma en la casa repleta de polvo y sombras, con sólo un negro taciturno para atenderla.

Emily Grierson es una mujer adinerada y de abolengo. Su padre es una de las figuras más respetadas de Jefferson, la ciudad más grande del condado de Yoknapatawpha, y en consecuencia Emily lleva una vida en extremo cómoda, alejada del resto del pueblo, para quienes los Grierson están un escalón arriba. Nadie se atreve a tocarla, aunque esto también conlleva una inevitable soledad; quizá demasiada. Luego el padre muere. Emily se niega por tres días a creerlo, hasta que la descomposición del cuerpo la obliga a permitir el entierro. El pueblo se siente mal por ella, claro, pero no creen que este incidente tenga una gran relevancia. Cada quien reacciona al shock de formas distintas. Dos años después, Emily parece retornar a la vida; e incluso se le ve en las calles acompañando a un hombre, un forastero llamado Homer Barron. Pero Barron un día desaparece, Emily se enclaustra por siempre y el pueblo permanece en misterio por treinta, cuarenta años. Hasta que el tiempo mismo, por supuesto, revela el enigma.

Es una gran virtud en la escritura de Faulkner el comprender que para la creación de un ambiente oscuro con verdadero peso se debe ocultar gran parte de la anécdota detrás de las puertas. En todo el gótico, pero especialmente en el Sureño, el fenómeno que guarda un secreto detrás de sus paredes es un tema preponderante. Pero aparte de él (o ella) está el pueblo. Los pueblos de este género muestran un letargo farragoso, una parálisis social crónica, una tendencia enferma a ver las desgracias pasar, o incluso sufrirlas, sin mover un dedo para solucionar la situación. A menudo lo único que pasa en estos pueblos son las horas, meses; la gente sólo observa, así como Jefferson observa y narra a Emily Grierson, sin ayudar ni vociferar —conformes con ver al polvo acumularse sobre la vida.

Con un cuento tan corto no hay mucho más que decir, pero sí quedan muchísimas tonalidades de lo lúgubre para que ustedes descubran de la mano de esta historia, así como de la narrativa Faulkneriana en general. Quizá haya algo que les sorprenda más que todo lo demás. Así como en Kafka, en Sade, en Bukowski y en algunos pocos más, las tinieblas de Faulkner a menudo lo dejan a uno con una sonrisa socarrona en la cara; y no a pesar de su oscuridad, sino precisamente debido a ella. Y es que a veces es reconfortante leer narraciones tan desesperadas, cruentas, si tan sólo para averiguar que el escritor, por solemne que parezca en sus fotos o respetable que sea su figura pública, puede ser a veces una mente más torcida de lo que imaginamos.

Disponible en prácticamente todas las antologías de cuento de Faulkner, hay una en Anagrama y otra en Alfaguara.

Para completar:
Carson McCullers - "La balada del café triste"
William Faulkner - El ruido y la furia
Katherine Mansfield - "Daughters of the Late Colonel"
Flannery O'Connor - "El negro artificial"
 
 

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