lunes, 29 de febrero de 2016

El cuento de la criada



 
-The Handmaid’s Tale
-Margaret Atwood [Canadá]
-Primera edición: 1985
-Novela

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Miro al de la sonrisa roja. El rojo de la sonrisa es el mismo que el rojo de los tulipanes del jardín de Serena Joy, más rojos cerca del tallo, donde empiezan a cicatrizar. Es el mismo rojo, pero no hay ninguna relación  entre ambos. Los tulipanes no son de sangre y las sonrisas rojas no son flores, y ninguno de los dos hace referencia al otro. El tulipán no es un motivo para no creer en el colgado, y viceversa. Cada uno es válido y está allí realmente. Es a través de un campo de objetos válidos como éstos donde debo escoger mi camino, todos los días y en todos los aspectos. Realizo un gran esfuerzo por hacer tales distinciones. Necesito hacerlas. Necesito tener las ideas muy claras.

En estos últimos años nos hemos visto bombardeados por una cantidad alarmante de novelas distópicas, comunidades ficticias donde nadie quisiera vivir, pues una o varias figuras han tomado el poder de forma autoritaria y han dado a luz a todos los males que puede imaginar una sociedad. La figura en cuestión puede creer genuinamente que está haciendo un bien, pues sus regulaciones se rigen conforme a un sistema en apariencia organizado y funcional, en el cual es necesario aplastar a alguno (o muchos) por el bien de otros —algo así como gobierno priista—. Las distopías guardan mucha relación con la época y el contexto socio-político en que se conciben, y en la mayoría de los casos podemos ver cómo los fundamentos de un elemento social o político son llevados hacia su límite más extremista, creando ideologías retorcidas y sociedades miserables. El punto fundamental de casi toda novela distópica es que el individuo no tiene libertad, pues su vida está ya planeada por el poder en turno, y su futuro responde a las necesidades del totalitarismo.[1] La mayoría de estas historias se ambientan en un futuro cercano, y el mensaje de quien las escribe es bastante claro: si no nos cuidamos las espaldas, esto podría ocurrir en serio.

Asomándonos a Wikipedia, podemos ver que en lo que va del 2010 hasta el 2016 se han publicado más novelas distópicas que de 1970 a 1999. Dando una aventurada teoría, podría decirse que el cambio de siglo trajo consigo una amplia gama de ansiedades concernientes al futuro, pues a veces es difícil decir que los avances que hemos logrado sean para bien. No obstante, también podemos decir que hay mucho dinero involucrado en esta clase de ficción. El éxito comercial de Los juegos del hambre, tanto en librerías como en taquilla, dio pie a una generación de escritores hambrientos (¡ja!) de fama y fortuna. En pocas palabras, últimamente cualquier idiota publica una porquería donde una chica fuerte y su muy guapo novio liberan a un pueblo oprimido… y luego hacen la película, claro. Lo que más resiento de esta sed de éxito instantáneo es que los autores que las escriben nunca se molestan en ver el trabajo de sus antecesores. Aunque se saben parte de la historia de un género literario, no parecen molestarse en aprender de los padres de éste —Orwell, Huxley y Bradbury, a saber—. Por esto, las historias que nos cuentan se centran en la actuación de un solo personaje y sus intentos revolucionarios, y la sociedad distópica donde se encuentran queda relegada a un segundo plano casi por completo.

Durante el almuerzo eran las bienaventuranzas. Bien aventurado esto, bienaventurado aquello.  Ponían un disco, cantado por un hombre. Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos será el reino de los cielos. Bienaventurados los dóciles. Bienaventurados los silenciosos. Sabía que ellos se lo inventaban, que no era así, y también que omitían palabras, pero no había manera de comprobarlo. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Nadie decía cuándo.

Personalmente, no quiero ver caer el poder, no me interesa en absoluto el avance del fénix que traerá paz y tranquilidad a la región; lo que me intriga es el nuevo gobierno: su organización, la ideología y planteamientos, cómo llegaron al poder y con qué artilugios se han mantenido, la nueva arquitectura de las ciudades y sus significados, las leyes y prohibiciones, hasta las nuevas vestimentas y la comida disponible dicen algo del estado de las cosas. Me interesa el desarrollo social y cultural de ese nuevo orden, y lo último que quiero es que se caiga en la página cien. Es con todo este preámbulo que llegamos a El cuento de la criada,[2] de Margaret Atwood, una novela distópica (y presuntamente feminista) que nos cuenta con lujo de detalle cómo una posición religiosa llevada al extremo logra subyugar la libertad de la sociedad americana.

La situación está así: el presidente de los Estados Unidos y casi todos los miembros del Parlamento son asesinados en un presunto ataque terrorista, y un grupo de extremistas cristianos, llamados “Hijos de Jacob”, inician una revolución, toman el poder y suspenden la Constitución, todo bajo el pretexto de poner las cosas en orden. Pero lejos de estabilizar el país, este nuevo régimen se convierte en una teocracia monolítica y pasa a nombrarse República de Gilead. El nuevo orden se encarga de quitarles  todos sus derechos a las mujeres: las empresas deben despedirlas de sus trabajos, sus tarjetas son congeladas y sus fondos de ahorro pasan a las arcas de sus esposos o pariente masculino más cercano. El verdadero terror comienza cuando la nueva organización del estado se da a conocer, pues representa una vuelta demoledora al puritanismo: las personas no sólo se clasificarán y distribuirán de acuerdo a su género, sino también conforme a si han llevado o no una vida cristiana. Siendo así, judíos, musulmanes y partidarios de otras religiones son cazados despiadadamente. Los únicos matrimonios que se reconocen son los de las parejas casadas una vez y por la iglesia, los divorciados y quienes sólo se hallan unido por lo civil son separados y reasignados a nuevos roles convenientes para el régimen, pierden sus casas, sus hijos, y toda su vida. Cuando nuestra historia inicia todo esto ya ha sucedido, pero no hace demasiado tiempo. La memoria de la vida previa todavía está vigente en muchos, y la batalla continua en algunas fronteras. La persona encargada de contarnos todo esto es Offred (literalmente Of-Fred, “De-Fred”), una mujer cuyo matrimonio ha sido disuelto porque su esposo era divorciado. No sólo ha perdido a su amor, también a su hija e incluso su nombre. Por si sus problemas fueran pocos, su edad y salud le han dado el rol más importante y más humillante de la República (así como el más peligroso): el de la sierva.[3] 

Aunque la situación es injusta para ambos géneros, pues tanto hombres como mujeres pierden su libertad, las segundas son rebajadas a la categoría de animales. Se les prohíbe cualquier tipo de lectura o escritura, no pueden votar ni tener pertenencias; casi todas pasan a ser trabajadoras domésticas. Las “Siervas” cumplen un poco de esta función, pero no es su papel fundamental. En Gilead, el cuerpo femenino es un instrumento político que únicamente responde a las necesidades del poder, y lo que necesita el régimen es población. Por ello, bajo los preceptos bíblicos del Génesis, 30: 1-3 —donde Raquel le dice a Jacob que tome a su sierva Bilhah y “tengan” un hijo con ella, pues su propio cuerpo no se lo permite— las siervas son violadas cada mes. La mayoría de las mujeres de alto rango, las “Esposas”, son muy viejas como para tener hijos,  por lo que las siervas son “tomadas” por los esposos, “Comandantes”, en un ritual donde participan los tres. La esperanza es que de esta unión nazca un bebé sano que permita a la República de Gilead sobrevivir. Offred se encuentra entre las “afortunadas” que ayudarán al poder a crecer y consolidarse en futuras generaciones, por lo que se encuentra siempre bajo un estricto control.

Aunque el sueño de esta mujer es reencontrar a su hija y esposo, y que todo vuelva a ser lo que era, la realidad es que eso no va a pasar. No hay un final feliz donde las cosas vuelven a ser como antes, a Atwood no le interesa ese retorno y no tiene ningún problema con dejar a su personaje varada en la miseria. En cambio, lo que sí nos da es una de las narraciones más ricas en detalles que se pueden encontrar. La construcción de Gilead no depende sólo de la enumeración de adjetivos que describan todo, sino de todo un lenguaje que construye y perfecciona la diégesis. Uno de los motivos principales de la novela es que “el contexto lo es todo”, y eso lo vemos fundado en nuestra narradora, quien comienza a percibir el mundo de una forma diferente y esto afecta la forma en la que habla. La represión es tanta que su vida anterior se ve cada vez más lejana, y su mente comienza a adaptarse al contexto actual, donde el lenguaje ha sido modificado también. Nos encontramos entonces con una narradora autodiegética con focalización limitada, cuya psique ha sido ya moldeada por el régimen. Nuevas costumbres equivalen a nuevas formas de expresarse, por lo que el nuevo vocabulario oficial sirve a las necesidades de la élite. Hay palabras claramente prohibidas, y las construcciones gramaticales se vuelven arcaicas, pues hacen eco con la Biblia. La capacidad de nombrar se pierde. No sólo nadie tiene nombre —sólo rangos—, sino que incluso cosas tan cotidianas como el pan y la leche pasan a ser íconos. El hecho de que las mujeres no puedan ni leer ni escribir, y su única forma de guiarse sea con imágenes, sirve para retraer su agilidad mental. Por momentos las acciones de Offred parecen torpes, repetitivas, incluso sin sentido, pero lo cierto es que, sin la capacidad de tener palabras (literalmente, tener su presencia física en un espacio escrito), su mundo interno se empobrece.

Con esto, Atwood construye Gilead de una forma impecable, pues no sólo tenemos la descripción de las cosas, sino que captamos, de primera mano, los nuevos significados de todo. Está claro que no se puede escribir un nuevo mundo sin tener una referencia de lo previo, y por esto su jugada es inteligente. Al ubicar temporalmente a Offred en el inicio del régimen, tenemos la posibilidad de ver hacia atrás y hacer una comparación entre el viejo y el nuevo mundo. Aunque su mente ya ha sido invadida, la sierva todavía puede recordar su vida anterior y hacer comparaciones con la actual, permitiendo al lector ubicarse entre ambas temporalidades sin que la historia deje de ser verosímil. Pero el uso del flashback no sólo es importante para crear un contraste; su aparición en el discurso también es un indicador del desarrollo del personaje. Al inicio de la novela, el regreso al mundo “normal” de Offred, donde su esposo e hija corrían divertidos por la casa, es muy constante. No es extraño encontrar varias páginas dedicadas a los recuerdos y la añoranza. No obstante, a medida de que la historia avanza, el lector puede notar que el pasado deja de ser tan intrusivo. ¿La razón? La sierva está dejando ir su vida anterior, y su normalidad comienza a ser otra. A final de cuentas, ella  no es una guerrera que todo lo puede, no es una prodigio que busca liberarse y pelear, es una mujer normal sumamente asustada, y lo único que busca son pequeños giros cotidianos que le den algo de comodidad. Cuando algo parecido a la felicidad aparece en su vida, su pasado deja de ser importante.

Es por esta visión de la mujer reprimida, violentada y utilizada como un objeto, además de muchos otros detalles que se desarrollan a lo largo de la novela, que este libro llega a ser considerado feminista. Atwood asegura que no incluyó nada en la novela que no hubiese sucedido ya en algún momento de la historia, o que incluso continúe sucediendo. Como ya mencioné antes, las distopías nacen del contexto en el que se encuentra su autor, y en el caso de El cuento de la criada hablamos de una época en la que el feminismo de la segunda ola no se encontraba en sus mejores momentos. Centrémonos en los años ochenta: a los ojos del presidente Ronald Reagan, el país no tenía problemas ni de sexismo ni de racismo, y el feminismo sólo representaba un peligro para los valores de la buena familia americana. Mientras tanto, muchas mujeres seguían percibiendo salarios menores por el mismo trabajo que hacían los hombres, y quienes se declaraban abiertamente feministas eran tratadas como parias, sobre todo por otras mujeres. Pero el problema fue más lejos, incluso entre las feministas mismas, pues no todas coincidían con el giro que estaban tomando las cosas. Es esta década cuando encontramos los debates feministas sobre la sexualidad. El enfrentamiento se dio entre las partidarias del movimiento antipornografía contra las del feminismo pro-sexo, y entre los temas que se discutieron destacan la pornografía, el erotismo, la prostitución, las prácticas sexuales lésbicas, el rol de las mujeres trans en la comunidad lésbica y el sadomasoquismo. Un movimiento acusaba al otro de pretender restringir o censurar la sexualidad de las mujeres, bajo el argumento de que fuese por “su propio bien”. El conflicto acabó con una profunda división del feminismo, y sembró bases para el surgimiento de la tercera ola.

Todo lo anterior es visible en la historia de Offred. A pesar de lo duro de la situación en la que se encuentran, podemos ver cómo las mujeres en Gilead están separadas, no sólo por las categorías, sino porque se odian entre ellas. En este nuevo mundo compiten por quedar bien con el poder masculino reinante, y no les molesta  ponerse el pie las unas a las otras para conseguirlo. Pero me atrevo a decir que la crítica que hace este libro se extiende también hacia el feminismo que pretende restringir la sexualidad. Gilead pretende controlar a la mujer en lo que hace y dice, pero siempre apelando a que “es por su propio bien”, de la misma forma en que algunos grupos feministas extremos pretenden liberar a la mujer del “abuso” y la “opresión” restringiéndolas de hablar y vestir de cierta forma, hacer ciertas cosas, o incluso que se les represente en arte de tal o cual modo. Tanto la República teocrática de Atwood como estos grupos extremos utilizan la familiaridad de la palabra “hermandad” o “hermana” para crear una idea de tranquilidad y compañerismo, pero lo cierto es que existe una retórica oscura en esta clase de feminismo que resulta más destructiva que solidaria. Baso estas observaciones en la relación que tiene Offred con su madre, una feminista muy activa que se ocupa constantemente de atacar al esposo de su hija, y que claramente es miembro del movimiento antipornografía. Esto puede llevarlos a querer alejarse, pues en los últimos años la palabra “feminismo” ha comenzado a ser repudiada por muchos, y con muy buena razón. Pero aun cuando el libro sea crítico hacia la represión de la mujer, su discurso no es sentencioso ni moralino. Sólo es una buena historia y punto, por lo que no vale la pena descartar su lectura por una etiqueta poco atractiva. 


Desearía no sentir vergüenza. Me gustaría ser una descarada. Me gustaría ser ignorante. Entonces no sabría lo ignorante que soy.


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[1] Claro, también existen aquellas donde no hay un poder totalitario, sino un mundo destruido donde la única regla es "sobrevive o muere", como The Road de Cormac McCarthy, pero es un hilo un poco menos explotado.

[2] No sé quién fue el ocurrente que tradujo el título, pero hizo un trabajo pésimo. “Handmaid” significa, literalmente, esclava, pero también "sierva". Esta última palabra tiene una connotación religiosa que funciona perfectamente bien con la historia, como se verá más adelante. "Criada"... pues no.

[3] En realidad, debería decirles que es el de la “criada”, según la traducción al español… pero, como ya expliqué, me parece poco atinada la palabra y “sierva” es mucho más preciso.

1 comentario:

  1. Definitivamente será mi próxima lectura. Gracias por su muy buen contenido.

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