viernes, 12 de febrero de 2016

Escritor del mes: William Trevor


Bueno, pues es febrero, mes del amor, la amistad y los amargados que dicen odiar al amor y la amistad. No es precisamente por ello que hemos elegido a William Trevor (n. 1928 en Mitchelstown, Irlanda) como autor del mes, pero ahora que lo pienso sí tiene algo de sentido. Encontré una frase suya por ahí que reza, “Me pongo melancólico si no escribo. Necesito la compañía de personas que no existen”, la cual suena, en la superficie, tremendamente cursi, pero para mí, habiendo leído a Trevor, me resulta más bien irónica. ¿Por qué? Pues porque no veo cómo es que Trevor pueda escribir lo que escribe a título de panacea contra la melancolía, puesto que ésta es la espina dorsal de su obra. El amor está allí en la mayoría de las ocasiones, o bien el cúmulo de convenciones sociales que a veces damos en llamar amor cuando en realidad son su cárcel, pero su presencia nunca escapa a un velo de desilusión, de nostalgia, como si siempre se hablara, en lo humano, de lo perdido más que de lo hallado. O sea, dicho escuetamente, que si buscan un autor con el cual enamorarse del amor y llorar amargamente por su lado trágico este febrero, Trevor puede ser el hombre indicado.

Pero el irlandés no es un mercachifle que busca explotar emocional y monetariamente a sus lectores con historias vacuas. Si ustedes son personas más o menos de sustancia y consultan la lista de autores favoritos para el Nobel cada año más para familiarizarse con nuevos nombres que para burlarse de Murakami, tal vez hayan notado que el nombre de Trevor siempre está entre los nombrados. Siendo un eminente cuentista de lengua inglesa, en años recientes sus posibilidades de recibir el galardón se han reducido, ya que la Academia optó por la canadiense Alice Munro hace un tiempo, y ya sabemos que no pueden ganar muy seguido dos cuentistas, ni dos anglófonos, ni dos personas blancas. El caso es que está allí; se ha barajado su nombre por décadas; se codea con los grandes. Y sin embargo, prácticamente no se lo lee en el mundo hispanohablante. Hay varias razones para ello. La primera, como siempre, es el mal gusto de la mayoría, pero de eso ya ni hablo porque me arresta la Gestapo de la tolerancia. La segunda es que su literatura es de su región, a veces hasta un punto agresivo, sobre todo considerando que su región es casi siempre la Irlanda semi-rural del siglo XX, no Nueva York o Londres o una de esas urbes que ya hasta nos parece conocer de tanto que las leemos. En otras palabras, viene de un mundo distante, por el que nadie (si acaso Joyce) nos ha enseñado a fascinarnos.[1] Una tercera razón es que Trevor pareciera un creador hecho para otra época, así como lo fuera Stefan Zweig en su momento. Es un escritor de realismo social, de personajes, de una finísima filigrana psicológica que parece salida del siglo XIX, junto con su acercamiento tradicional a la prosa. Más allá de los saltos temporales, no hay en él mayor experimento. Es un tipo que escribe simples historias, y la mayoría de sus historias lidian con el amor, la distancia y el tiempo, temas inmemoriales y perennes. Sólo que lo hace terriblemente bien. Quiero pensar que todavía hay un lugar para esas cosas en el mundo.

Como escritor, uno no pertenece a ningún lado. Los escritores de ficción, pienso, quedan todavía más marginados; es necesario que estén a la orilla de la sociedad. Debido a que la sociedad y la gente son nuestra materia, uno realmente no pertenece al núcleo de lo colectivo. El gran desafío al escribir es siempre encontrar lo universal en lo local, lo parroquial. Y, para hacer eso, uno necesita distancia.

Si Trevor ha sabido identificar lo universal dentro de su localidad, es en gran medida porque su localidad es una fecunda para los temas que a él le obsesionan. No tenemos en él sólo a un autor irlandés, sino anglo-irlandés, y por lo tanto su literatura resuena con el eco de la complicadísima interacción cultural entre estos dos pueblos. La relación entre Inglaterra e Irlanda es una de resentimiento y belicosidad, pero también de atracción incontrolable y de fascinación. Su encarnación moderna a menudo es la historia de dos entes que quisieran vivir en paz, pero que a cada paso tropiezan con el incómodo pasado de opresión que los une. Los personajes de Trevor sufren con frecuencia de dicha condición: el pasado violento que regresa para destruir relaciones así uno no haya tenido nada que ver con su realización; así uno nunca haya sostenido una bayoneta ni explotado una bomba en un buzón. La narrativa de Trevor suele tener mucho de historia cultural —rama de la historiografía que se ocupa no de Napoleón o de Hitler, sino de cómo la gente común vivió en su estela. Los conflictos interculturales no son retratados como una guerra entre fuerzas políticas y armadas, sino como un fantasma que entra a la casa de personas pacíficas y pone todo de cabeza injustamente. En el cuento “Another Christmas”, una familia irlandesa hace un comentario desafortunado en la mesa del comedor y pierde con ello la amistad de su casero inglés. “¿A mí que me importa?”, podríamos pensar, pero de trivialidad en trivialidad se teje la vida; de gente que viene y gente que parte; de pequeños errores que no es posible borrar. Si el amor y la amistad tienen un tinte tan trágico en Trevor, es porque ha sabido aprovechar su entorno para mostrar el poder de las corrientes históricas y temporales de arrastrarnos lejos de lo que nos llama internamente, muchas veces sin remedio.

La obra del irlandés siempre es desilusionada, pero en ocasiones llega incluso a la inmisericordia. Algunos de sus cuentos recuerdan a un Raymond Carver menos minimalista: un incidente doméstico revela sutilmente sus implicaciones y luego se desvanece, y eso es todo. Pero sus historias más largas tienden (tal vez precisamente por ser más largas) a trepar cumbres dramáticas bastante terribles. Si hay un recurso que Trevor usa una y otra vez en sus novelas, quizá con una asiduidad alarmante, es el de la caída hacia la locura. Siendo que su obra es una de continuos deseos interrumpidos e imposibles de cumplir, puesto que para cumplirlos habría que revertir el reloj, resulta lógico que la frustración en sus personajes se acumule hasta llegar a la psicosis. Sin embargo, lo curioso es que no siempre es aquél que comete el error el que lo paga con la locura: muchas veces son sus hijos, o alguna otra persona que queda marcada por el dolor ajeno en sus años tempranos. Ello es consecuente con las intuiciones del autor sobre el peso de la historia. Hay ocasiones en que los personajes de Trevor están condenados por la historia desde antes de nacer, atrapados en un pasado que ni siquiera tuvieron oportunidad de vivir, ya no digamos afectar.[2] “Los recuerdos pueden serlo todo, si uno así los deja”, remarca en The Story of Lucy Gault.

No les arruinaré la trama del cuento “Teresa’s Wedding”, pero en él se insinúa que quizá el único camino que no conduce a la tragedia es el de no esperar nada, no pensar que el futuro aguarda algo bueno o especial. “Al menos no tenemos ilusiones”, piensa la protagonista con cierto alivio. Pero esto, claro, es una fachada. Tanto nosotros como los protagonistas del cuento sabemos, en el fondo, que una vida sin esperanza es casi la muerte. El deseo central en la narrativa de William Trevor, aunque en este cuento se presente en la forma de su negación, es el de estar con alguien. Con la persona amada, con los padres, con los amigos perdidos, con la familia ya enterrada. No siempre se puede, e incluso cuando se logra es dando algo a cambio como si fuera tributo a las garras del tiempo maldito. Trevor, ya habrán notado, no es necesariamente un autor con el que se la van a pasar bien, pero sí es uno con el que pueden aprender bastante, ya sea sobre cómo colocar cada oración de manera precisa en un texto (de verdad, hay pocos con mayor habilidad que él en esto) o bien sobre la naturaleza misma de estar vivo. “No vale la pena molestarse en matarse porque uno siempre se mata demasiado tarde”, decía Cioran, y en ocasiones uno piensa que Trevor, amigable y buena gente como se ve en las fotografías, está completamente de acuerdo. Pero a veces también parece, a través de su ficción, que el sufrimiento otorga un significado tal —esa belleza terrible y acallada del beato— que casi termina por valer la pena.

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[1] Todos sabemos sobre la increíble tradición literaria de Irlanda, pero también es imposible no notar que, con excepción de Joyce, los autores hoy más recordados y leídos en dicho canon son aquellos que no novelaron directamente sobre su lugar de nacimiento. Están Swift, cuya ficción satírica lo llevó a la creación de islas imaginarias para su Gulliver; Stoker, arrastrado por el género gótico hacia los espacios de una Transilvania exotizada; Wilde, siempre cercano al sentido aristocrático de la elegancia proveniente de Londres y Europa continental; y Beckett, escritor elusivo y metafísico que prefería los lugares indeterminados. Los creadores que realmente hacen de Irlanda su materia prima —Elizabeth Bowen, Colm Toibin o el supremo Flann O’Brien— han permanecido, más bien, como placer de unos pocos.

[2] Uno de los ejemplos más claros de este mecanismo está en la primera novela que vamos a reseñar, cuyo nombre me guardo por ahora. Otro ejemplo está en su cuento largo “Matilda’s England”, donde una niña adopta como suyo el dolor de una anciana viuda, con consecuencias desastrosas. “Folie à deux”, se le llama a este mal en el cuento —la locura en par, el delirio que se hereda.

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