lunes, 1 de febrero de 2016

La Castañeda. Narrativas dolientes desde el Manicomio General. México, 1910-1930


-Cristina Rivera-Garza (México)
-Primera edición: 2010
-Ensayo/ Historia 

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La Castañeda fue una institución para enfermos mentales que estuvo abierta desde 1910 hasta 1968. Es de suma relevancia para la historia de la psiquiatría mexicana, pues se le recuerda como el primer intento de hospital psiquiátrico que hubo en el país. Antes de éste sólo existían San Hipólito y el Divino Salvador, ambos lugares donde se acogía a hombres y mujeres con alguna enfermedad “mental”, pero donde no existía una verdadera atención especializada, puesto que la disciplina psiquiátrica no había llegado aún a nuestro país. Su enfoque era más religioso que médico, en realidad. La Castañeda nació bajo el estricto mando modernizador de Porfirio Díaz, quien evitó a conciencia que la mano del catolicismo entrara por las afrancesadas puertas del hospital, pues éste tenía una finalidad científica. Con La Castañeda nació el interés de los médicos por la psiquiatría en el país, y las primeras generaciones de psiquiatras estudiaron (o más bien experimentaron) en la institución. Bajo una mirada ingenua, el proyecto podría parecer una obra de buena voluntad por parte de Don Porfirio, pues era un espacio bellamente adornado, con buenas instalaciones, donde los enfermos podrían ir a recuperarse. Pero la verdad es que fue pensado para ocultar a tantos indigentes (o sea, indígenas) como fuese posible, pues afeaban las calles de la reluciente Ciudad de México. Tal vez hubiese llegado a funcionar bien, pero el establecimiento abrió un mes antes de que estallara la Revolución. Sus paredes se atiborraron muy rápido, la comida y medicamentos escasearon; el dinero del Estado era inexistente, porque no había Estado. En fin, de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno. Y así era conocida La Castañeda, como el infierno.

Son muchas y muy terribles las historias que se cuentan acerca de este lugar, pero no estoy para hablar de eso. Lo que nos atañe es una especie de ensayo histórico que nace de largas investigaciones realizadas por Cristina Rivera-Garza y su acceso al Archivo Histórico de la Secretaría de Salubridad y Asistencia. Siendo muy sincera, hace mucho tiempo que no me decepcionaba tanto. El título y la contraportada prometen muchas cosas, entre ellas que existirá un acercamiento directo y sensible a los pacientes que habitaron este nosocomio, pues Rivera-Garza tuvo acceso a sus expedientes personales —donde se encuentran diagnósticos, cartas, poemas y fotografías—. Incluso las primeras páginas prometen que la autora hará un detallado análisis del discurso con el material de los pacientes, pues quiere buscar “los fragmentos altamente significativos”, en palabras de Benjamin, y ahondar en la relación de contacto semiótico que se dio en la interacción médico-paciente, donde se produjo “la comprensión activa que caracteriza al diálogo interno”, en términos de Bakhtin. Es decir, en principio parece que se propone dar a su libro una perspectiva humanística, filosófica y dialógica: ¿para qué otra cosa te explayas en estos dos teóricos si no es para establecer un marco teórico fuerte? Durante su Introducción repite al menos cuatro veces que está interesada en las narrativas que surgieron de la negociación cuerdo vs. enfermo, e incluso en su último párrafo dice: “…aspiro a poner atención en las palabras con las que se enunció el padecimiento; es decir, los libretos a través de los cuales se estructuró, así como los quiebres y censuras mediantes los cuales se introdujo no pocas veces el silencio, para detectar después, y sólo después, cómo las interpretaciones opuestas de género, clase y nación contribuyeron a explicar el nacimiento y la evolución del padecimiento” (énfasis mío). ¿Qué deducen de esta afirmación? Probablemente que primero vamos a encontrar detalladas lecturas de algunos expedientes médicos para, a partir de los mismos, poder hablar de cómo se percibía la enfermedad mental en el país, cómo se pretendía solucionar y por qué. Pero después de 264 páginas las voces de los habitantes de La Castañeda no se encuentran en ningún lugar. Esta vez, no fueron silenciadas por un médico negligente, sino por una autora poco comprometida y con muchas ganas de lucirse.

La Castañeda parece haber sido escrita por dos personas diferentes. Una se encargó del prefacio, la introducción y los dos últimos capítulos: “El dolor de volverse moderno” y “(Con)jurar el tiempo”; la otra hizo todo el trabajo de en medio, que básicamente es el cuerpo del ensayo. La primera es una persona sumamente cursi que adolece de todos los males de la narrativa mexicana contemporánea: gusta de utilizar palabras rimbombantes, sacar bibliografía que no va al caso, escribir mucho sin decir nada, darse a notar como una intelectual culta e importante, y hacer promesas al aire. La segunda es una persona repetitiva hasta más no poder, pero con una buena capacidad de síntesis, y más o menos organizada. Si la primera persona no existiera, si el libro hubiese sido escrito únicamente por la segunda persona, mi reseña sería totalmente diferente. Les diría que el texto puede ser algo cansado y que quien lo edito hizo un muy mal trabajo, pues no se tomó la molestia de corregir frases y palabras que se repiten constantemente, pero que en general vale la pena revisarlo si están interesados en la historia oficial de La Castañeda. También les diría que a la autora no le interesa tanto hablar de las personas que habitaron el hospital en calidad de enfermos, sino que inclina su investigación hacia aquellos que lo construyeron, administraron y consolidaron.

La tesis de esta segunda persona es, a grandes rasgos, que la función del nosocomio cambió de acuerdo a la figura que se encontraba en la silla presidencial. Para Díaz, era un lugar donde esconder a borrachos y prostitutas; durante la Revolución fue más un refugio de indigentes que un hospital; por mucho tiempo fue una caja de encierro donde muy pocos se recuperaban, hasta que llegó el Maximato y se restructuró toda la propuesta del establecimiento, pues se pretendía que todo el país avanzara hacia la modernidad y la recuperación, incluyendo a los enfermos mentales. También habla mucho del terrible trato que se les daba a las mujeres por el simple hecho de ser mujeres, pues se dictaba que todas eran propensas a la histeria y desordenes “morales” por el simple hecho de tener vagina. Algo que puede criticársele a esta segunda persona es la poca información que brinda acerca de los tratamientos que recibían los internos. Pero puede que esta omisión se debiera a que buscaba hacer una historia “oficial”, es decir, aprobada por el gobierno (y es bien sabido que al gobierno no le gusta quedar mal, sobre todo cuando es el mismo desde hace cien años), o puede que decidiera no hablar sobre el asunto porque no quería que sus lectores llegaran al libro por puro morbo. De cualquier manera, el libro sería informativo y recomendable si sólo estuviera configurado por los capítulos del I al V, pero por desgracia no es así, y no puedo ignorar la existencia de los otros segmentos sólo porque echan a perder todo. 

¿Qué pasa en el prefacio, introducción y los capítulos VI y VII? Los dos primeros, como ya dije, prometen una barbaridad de cosas que nunca se cumplen. Dejemos de lado que el prefacio es una payasada sentimental y que la introducción es cansada por el sinfín de referencias a teóricos que no tienen vela en el entierro. Centrémonos sólo en el ya citado párrafo donde asegura que quiere poner atención a las palabras. El primer capítulo es una síntesis del Porfiriato, el segundo es la historia de la psiquiatría en México, el tercero es historia de La Castañeda, el cuarto contiene una brevísima mirada a los documentos de una paciente llamada Luz D. y se completa con puras menciones a otras mujeres que habitaron el hospital, el quinto es historia de la fotografía en el país, el sexto contiene un análisis torpe y escueto de un expediente que perteneció a Marino García y el séptimo es… es un golpe en la cara del lector… es la autora aplaudiéndose por lo que hizo, básicamente. Entonces tenemos que por 36 páginas me dijo que le interesaba establecer una lectura dialógica, para que después aparezcan 200 páginas de pura información monológica. Es casi grosero el trato que le da a los dos únicos expedientes que utiliza, pues nunca se toma la molestia de humanizar a aquellos que el papel menciona. Luz D. es sólo una excusa que le permite hablar del papel de la mujer dentro y fuera del hospital, del curso que tomaban en ese momento los movimientos feministas en el país y el aparente cambio social que nacía debido a la revolución. Leyendo lo que se dice de ella en su expediente y su breve autobiografía anexa, puedo ver que fue encerrada por una cultura machista que rayaba en lo misógino. Tal vez Garza también lo vio, pero su última preocupación fue centrarse en sus palabras, pues había cosas más interesantes de qué hablar.

El caso de Marino García es aún peor, porque no lo utiliza como puente entre temas, sino que pretende volverlo el tema en sí. Es el único momento en el que hace su tan anunciado análisis de las palabras, el único en el que se acerca a la negociación médico-paciente, y termina resultando bastante obvio que si no lo hizo antes es porque no tenía idea de cómo hacerlo.[1] El resultado es desastroso. Cinco páginas están dedicadas a transcribir partes del expediente de García, quien llegó al hospital después de haber golpeado a un general en Amecameca. Después tenemos dos páginas hablando de ella misma y lo mucho que le afectó dicho expediente, de ella como historiadora, de ella como ella: “Por motivos que espero explicar en este capítulo, este texto permaneció en mi memoria, acechándome y acosándome cuando escribía mi disertación; incluso después, en el proceso de escribir una novela acerca de la institución médica, de una manera que imagino similar a determinados informantes que, por virtud de la tenacidad o la inteligencia, eligen a sus propios antropólogos como recipientes, registradores y traductores de sus historias”. Seguido de esto, encontramos otras dos páginas donde es ella hablando de ella, pero esta vez utiliza a Gertrude Stein, Roland Barthes y Michel Foucault en menos de dos párrafos para decirnos que el autor está muerto y que el texto adquiere significado con el contexto. Aquí nos promete buscar, “[En la lectura del documento de Marino García] cómo el texto incorpora su contexto, lo cual es sólo una forma ligeramente distinta de decir que buscaré las maneras como el contexto vive y da significado a su texto (porque es suyo, si estamos dispuestos a reconocer que toda la experiencia humana es plural) en el aquí y en el ahora de su acontecer, y produce sentido en lugar de conocimiento”. Suena muy bien, no tengo idea de lo que dijo, pero suena muy bien. 

Las siguientes catorce páginas no tienen nada que ver con esta pretenciosa propuesta, porque realmente sólo son un alargamiento del documento de García. Lo que ya se dijo de forma directa desde el principio, “Número 600. 25 de octubre, 1919. Marino García, Polotitlán, México, 1857. Hojalatero. Casado. Reside en Amecameca. Católico. Constitución robusta. Desarrollo normal durante la infancia”, nos es ahora repetido de manera anecdótica, como si no lo hubiésemos leído ya: “Para nosotros, todo comenzó el 25 de octubre de 1919, fecha en la cual, cubierto con un sombrero de paja y luciendo un gran bigote, Marino García entró por primera vez al Hospital General…”. Lo único relevante es que se nos otorga información sobre su aspecto físico, y eso es sólo porque ella tuvo acceso a la fotografía del registro. Lo demás es repetir el discurso por partes, poniendo de su propia cosecha observaciones tan obvias como que, al hablar de su padecimiento, el señor García “se tradujo a sí mismo”. Al cierre de su escueto análisis, Garza vuelve a hacer uso de teóricos propio de la narrativa y la creación artística —Aristóteles, Raymond Williams y Bertolt Brecht—[2] para introducir un elemento nuevo y poco necesario: la tragedia. En su opinión, los habitantes del manicomio eran seres trágicos, cuyo sufrimiento los llenó de dignidad y un estatus moral más alto. Esa visión rancia y romántica de las enfermedades mentales es la que tiene paralizados a muchos enfermos, es la que les perdona todo a muchos criminales. Pero eso no importa en Cristina Rivera-Garza, para ella sonaba muy bonito y ya.

La pluma encargada de estos tristes análisis y de las primeras páginas devalúa por completo la parte media del libro. No sólo la vuelve incongruente, sino que deja ver que la autora no tiene un compromiso real con lo que escribe, no tiene un verdadero involucramiento ni busca darle seguimiento a la triste historia de la psiquiatría en México.[3] Rivera-Garza utiliza como pretexto, en su mayoría a personas miserables, recluidas contra su voluntad en un sitio infame, para lucirse como una intelectual de izquierda, analista social y, de pasada, sentirse loca (y especial).[4] Se apropia de estas historias, de información sensible, para abrirse camino en el mundo académico y cultural: de aquí salió su tesis doctoral, después la base de su novela Nadie me verá llorar, luego su ensayo histórico La Castañeda, además de un mundo de publicaciones relacionadas con las enfermedades mentales en el México del siglo XIX. Todo ese prestigio se la ha llevado lejos de este país, a la universidad de San Diego, donde imparte la cátedra de “Creación Literaria”. El hecho de que no la escuche dando pie a investigaciones sobre la enfermedad mental en el México del siglo XXI me hace pensar que rebuscó y saqueó documentos valiosísimos sin ningún compromiso verdadero. Sin ninguna convicción. Sin dar seguimiento a lo que pasa ahora, porque realmente no le importa el ahora ni el antes. No es personal. No conozco a Cristina Rivera-Garza, no me debe dinero, no me ha hecho nada. Pero basta con leer La Castañeda y buscar sus entrevistas en La Jornada para comprobar lo que digo. En ningún lado veo una disertación donde analice cómo la atención médica psiquiátrica no ha evolucionado mucho desde los tiempos de La Castañeda, cómo son muchos los sitios donde aún se sigue tratando a los enfermos mentales como animales, o cómo las familias siguen sintiendo la mayor vergüenza cuando se da un caso entre ellos. De eso nada, sólo silencio. ¿Por qué si dices que te interesa mucho el asunto, ignoras el presente del que eres parte?, ¿será acaso porque no te sirve o funciona? 

En una de las mencionadas entrevistas para La Jornada, Rivera-Garza dice que le gusta crear incomodidad en sus lectores. No estoy segura de cuál era el sentido de su frase, pero lo cierto es que al terminar La Castañeda me sentí incomoda con tanta hipocresía, pero también muy poco sorprendida de que se dé con tal magnitud en un escritor mexicano. Este mes quisimos dedicarlo a libros que lidian con la enfermedad mental, pero no dijimos que todos serían buenos o recomendables. Repito, si lo que quieren es saber información oficial de La Castañeda y de la percepción de la locura en el México de principios del siglo XX, este libro es adecuado, sólo lean directamente del capítulo uno al cinco e ignoren todo lo demás. Pero si están buscando la voz de los enfermos o una visión útil y práctica de cómo la psiquiatría en México es producto directo de bases mal planeadas y estigmas sociales, no van a encontrar nada de eso aquí. 

Como una última queja, ¿a quién rayos se le ocurre dejar casi quinientas notas y comentario de los capítulos hasta el FINAL del libro?



[1] Para que tengan un ejemplo de cómo sí se puede lograr el análisis del discurso de una persona con una enfermedad mental , los remito a Oliver Sacks y el capítulo “Las visiones de Hildegard” de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero.


[2] No me molestan las obras con bibliografía sustanciosa, incluso me dan más confianza, pero no puedo pensar nada bueno de una persona que utiliza teóricos y filósofos sin ton ni son para hablar de temas que no son relevantes o que no vienen al caso. Me cuestiono si de verdad pensó que era importante hablar de Gertrude Stein, por ejemplo, o sólo la menciona porque eso le da más puntos como erudita. Leyendo a personas como Michel Foucualt, y su Vigilar y castigar, me doy cuenta de que es lo segundo, porque este hombre no necesita repetirme doscientas veces que leyó a Nietzsche para llevar a cabo su trabajo. Sólo lleva a cabo un análisis genealógico y ya.


[3] Soy consciente de que muchas veces la academia te exige aferrarte a cualquier tema con tal de no caer en el olvido, y no le pido a todos los historiadores o filólogos que se vuelvan voceros de la fe medieval o que vayan por la vida convirtiendo a las personas al posmodernismo, no es la idea. Si no te vas a involucrar seriamente y a fondo en un tema tan delicado y profundo como el estigma de la enfermedad mental en México, porque no te interesa o porque no tienes el tiempo, está bien, sigue publicando calladamente y alguien más tomará la iniciativa. Puede ser que incluso se basen en tus estudios. No obstante. Rivera-Garza sí expresa abiertamente estar involucrada, y se pone la bandera de la historiadora de la locura por encima de todo lo demás., cosa que puede leerse en su introducción y último capítulo de La Castañeda.



[4] Esta referencia la pueden encontrar  en La Jornada de 2010, cuando se publicó  La Castañeda. Al final de la entrevista dice “Siempre he pensado que ya estoy loca. Eso de estudiar La Castañeda se sentía como un regreso a casa. Eso sí suena muy natural”. Este comentario me hizo ver que después de toda la investigación que hizo, todo el acceso que tuvo a los documentos del manicomio, eligió ver la locura desde la perspectiva romántica, aquella donde una enfermedad mental es una bendición, pues te hace un ser artístico, sensible y especial. Esta postura es propia de poetas malditos y románticos del siglo XIX, pero también (y con más relevancia) de poetas mediocres y personas simplonas del siglo XXI.



Siempre he pensado que ya estoy loca. Eso de estudiar La Castañeda se sentía como un regreso a casa. Eso sí suena muy natural. - See more at: http://www.jornada.unam.mx/2010/08/17/cultura/a04n1cul#sthash.89KczXv3.dpuf

3 comentarios:

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  2. Excelente comentario y reseña sobre esta escritora. Yo traté de leer otra novela de ella y francamente no pude terminarla. Y quedé sorprendida cuando vi una entrevista en canal 11 con Monica Lavín, donde precisamente comentaba este libro que mencionas, ¡y dijo además que da clases en el extranjero de creación literaria! Es un ídolo de barro, me alegra que compartas mi opinión sobre su mala labor como escritora.
    Creo francamente que muchos escritores mexicanos adquieren fama por lo que se dice de ellos y por lo que ellos mismos pregonan, pues muchos no son leídos por quienes los promueven. Agrégale que son absolutamente acríticos con el sistema, así que son protegidos, halagados y publicados, mas poco leídos.

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    1. No, bueno, es que ese programa de entrevistas de Lavín en canal Once es el equivalente a "Guerra de chistes" de Telehit. Una verdadera porquería: "Una escritora fracasada y mediocre entrevistando escritores mediocres y narcisistas". De verdad, detesto el programa y detesto a Lavín (hay una reseña de un libro de ella por aquí, por si te interesa). Y sobre Garza, la verdad es que, como es el ambiente literario del país, no se puede esperar más. Cualquiera que tenga la menor idea de cómo hacer un buen párrafo es lanzado al basurero del olvido, mira lo que le ocurrió a Pachecho, por ejemplo. Muchos autores famosos son abortos del FONCA o becados de Conaculta: no son precisamente contestarios o imaginativos. Hay un par de personas rescatables, pero se distribuyen muy poco. Lo de Garza sólo es el botón de muestra de la pedantería de quienes publican y sienten que son los sabios del nuevo milenio.
      Gracias por compartir tu opinión.
      Saludos

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