
-Guy Deutscher [Israel]
-Primera edición: 2010
-Historia cultural/Lingüística
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“Hay cuatro lenguas en el mundo que merece la pena utilizar”, dice el Talmud, “el griego para cantar, el latín para guerrear, el siríaco para honrar a los muertos y el hebreo para hablar”. Otras fuentes se han mostrado igual de tajantes en su veredicto sobre el valor de diversas lenguas. Carlos V, emperador del Sacro Imperio Romano, rey de España, archiduque de Austria y consumado conocedor de varias lenguas europeas, presumía de hablar español con Dios, italiano con las mujeres, francés con los hombres y alemán con su caballo.
En 1858, William Ewart
Gladstone, uno de los hombres de Estado más importantes de Gran Bretaña y gran
conocedor de la obra de Homero, publicó sus Estudios
sobre Homero y la edad homérica, obra de más de mil setecientas páginas en
las que se abordan temas varios como la geografía de la Odisea o el sentido homérico de la belleza. Los académicos
literarios optaron por verlo como a un niño, un “entusiasta poco lógico”, pero los
historiadores y doctos de la cultura no dejaban de verlo como un reverendo
lunático, pues en su libro aseguraba que los lugares de la batalla descritos
por el poeta no sólo eran reales, sino rastreables. Recordemos que aún faltaban
quince años para que Heinrich Schliemann desenterrara los restos de Troya e
hiciera ver mal a todos, así que las anotaciones de Gladstone fueron comidilla
de unos cuantos y casi pasaron al olvido. Digo casi porque entre ellas había un
corto capítulo, casi al final y casi innecesario, en el que el hombre observaba
que los griegos veían menos colores que nosotros, y que a eso se debe que el
mar de Homero sea color violeta, las ovejas lilas, la miel verde y el cielo
negro. Estas observaciones no podían justificarse como una licencia poética o
un error de traducción, sino que era literal. Por ejemplo, la palabra ioesis, nombre de la flor “violeta”, es
la fiel acompañante de la palabra mar en todo momento: ioeidea ponton. Para explicarse este extraño fenómeno del uso del
color, y siguiendo la moda darwiniana de ese momento, Gladstone argumentaba que
nuestra percepción de los colores había evolucionado (“se había educado”) a lo
largo de los años: los griegos distinguían luces brillantes y algunos colores
cercanos a la escala de grises, mientras que nosotros ya habíamos llegado al
tecnicolor.
Aunque ahora sabemos que la
evolución es una cuestión de millones y no de miles de años, las observaciones de Gladstone eran atinadas, y
quienes no estaban muy ocupados riéndose de él decidieron buscar una
explicación convincente, pues no era sólo el lenguaje homérico el que parecía anómalo.
Claro, sólo tardaron veinte años en ponerse a buscar, pero los paulatinos
descubrimientos sobre la naturaleza del color que se fueron haciendo demostraron
que algo tan básico como las descripciones de lo que vemos está sujeto a los parámetros
de cada lengua, y que las divisiones que se hacen del espacio cromático no son
tan transparentes y universales como podríamos pensar. En español dividimos el
espacio cromático en amarillo, verde y azul, y nos parece tan normal como es
normal que el bellonés lo divida en blanco, negro y rojo. ¿Esto quiere decir
que la lengua refleja las leyes de la
naturaleza o sólo es producto de cada cultura? La realidad es que los griegos
veían los mismos colores que nosotros, pero su división del espacio cromático estaba
limitada al lenguaje del que disponían en ese momento por su naturaleza cultural.
Todo esto hubiera pasado desapercibido por muchos años más si no fuese por un hombre entusiasta que se aventuró a estudiar el lenguaje de una forma… pues entusiasta. Y que después fue seguido por muchos otros hombres que tuvieron que ingeniárselas de todas las maneras posibles para volver objetiva y empírica una ciencia que no cuenta con métodos claros de estudio. La más de las veces una simple suposición sin fundamentos se volvió la piedra de toque de generaciones de estudiosos, lo que ocasionó que se retrasaran descubrimientos importantes. Aunque en este caso específico hablamos del color y la manera en que cada cultura secciona el espacio cromático, la confusión del descubrimiento, el método y los resultados pueden extrapolarse a otros campos del lenguaje, como la manera en que nos posicionamos espacialmente (el sistema egocéntrico o el de coordenadas) o la forma en que influye en nosotros el género gramatical. Lo que importa en este libro es la forma en la que se ha estudiado el lenguaje en los últimos siglos. Con ésta y otras muchas anécdotas es que Guy Deutscher abre las puertas a todo un repertorio de datos curiosos y debates que han existido en el mundo de la lingüística, y que interesan a todos por igual —pues al final del día somos seres lingüísticos, articulamos nuestro mundo interno a través del lenguaje y lo menos que podemos hacer es interesarnos un poco en lo que pasa con él—.
De los
dictámenes de las grandes lumbreras sobre la lengua, la cultura y el
pensamiento parece deducirse que sus grandes
œuvres no siempre han superados los hors d’œuvres
de las pequeñas lumbreras. Si tenemos en cuenta lo poco apetitosos que son
tales precedentes, ¿hay alguna esperanza de que podamos paladear algo exquisito
en esta discusión? Si descartamos los argumentos gratuitos y no debidamente
informados, los ridículos y los absurdos, ¿queda algo sensato que decir sobre
la relación entre lengua, cultura y pensamiento? ¿Es cierto que la lengua
refleja la cultura de una sociedad en sentido profundo, más allá de
trivialidades como la cantidad de palabras para definir la nieve o el esquileo
de los camellos? Y si ahondamos todavía más en la polémica, ¿pueden lenguas
diferentes llevar a quienes las hablan a diferentes pensamientos y
percepciones?
La verdad es que pocas veces
me he entusiasmado tanto con un libro de historia, ya ni qué decir de uno de
historia de la lingüística, por llamarlo de alguna manera. Pero el texto de
Deutscher fluye con tanta naturalidad (y con tal sentido del humor) que por
momentos se te olvida que estás leyendo algo genuinamente educativo y te
sientes en medio de una novela policía. Me explico: gran parte de la obra se
ocupa de escarbar en pequeñas anécdotas académicas que revelan a un asesino de
la lingüística en potencia, a un alguien que suelta una teoría tan alocada y
general que, por efecto péndulo, se esparce de un extremo a otro sin que se
demuestre nada empiricamente. La historia de la que habla Deutscher no se ocupa
de componerle monumentos a nadie, ni de recitar los nombres de los grandes a
quienes les debemos todo. Por el contrario, su trabajo consiste en exterminar
cualquier traza de solemnidad y dejarnos con los hechos: que los lingüistas también
se equivocan en grande, pero que de esos errores podemos aprender mucho. Tomemos
como ejemplo a Edward Sapir y Benjamin Lee Whorf, quienes pasaron de hacer
observaciones muy notables sobre la forma en que se estructuran las lenguas
amerindias a asegurar, sin evidencia alguna, que la lengua materna determina
tiránicamente cómo pensamos y cómo percibimos el mundo. Bautizaron a esta idea “relatividad
lingüística”, y le atribuyeron cualidades cognitivas exageradas a la lengua
materna, tomando como punto de partida las ideas de Bertrand Russell y Ludwig
Wittgenstein sobre la metafísica del pasado. Aunque sus ejemplos y teorías
fueron desmentidos con los años, y para los lingüistas es más bien un capítulo
oscuro en la historia, sus ideas siguen resonando en uno que otro espacio. Pensemos,
por ejemplo, en iniciativas que buscan eliminar marcas de género utilizando una
“x”, y dicen cosas como “todxs” a “nosotrxs”, argumentando que esto elimina la
supremacía de un género gramatical sobre el otro y que de alguna manera mágica crea
igualdad entre los hablantes pues “la lengua afecta directamente el pensamiento”.
Ahora cavilemos en lenguas como el indonesio y el uzbeko, donde no hay marcas
de género en absoluto (es un eterno habar con la “x”) y donde no puede decirse
que exista igualdad de géneros o un mejor trato hacia la parte femenina de la
población.
Pero Deutscher no es un cínico
que busque negarlo todo y burlarse de los errores ajenos. Detrás de toda su
ironía hay un esfuerzo verdadero por reivindicar los errores de quienes
estuvieron antes que él y no contaban con los medios para explicar ciertas
cosas. En la primera parte de su libro se encarga de dejar bien parado a
Gladstone, a pesar de que sus anotaciones estaban más que equivocadas, y de la
misma forma reivindica a Sapir y Whorf. La segunda parte se ocupa de demostrar
por qué la “relatividad lingüística”, como la planteaban sus autores, no
funciona a niveles exagerados al hablar del pensamiento, pero cómo sí puede
afectar en formas más sutiles y poco evidentes. Si volvemos al género
gramatical, es cierto que algunas lenguas nos obligan a dar más información que
otras, y también es cierto que se le atribuyen ciertas particularidades a los
sustantivos dependiendo de si es masculino o femenino y que estos varían en
cada cultura. Su afán por rescatar estas ideas corresponde a una consciencia
plena de que, en un futuro, sus propias teorías también serán vistas como
absurdas, pues habrá más métodos de investigación y exploración de la lengua a
nivel neuronal. Este reconocimiento de que el error es necesario para el
descubrimiento ameniza lo que ya de por sí es un buen libro. Pero alguien puede
ocuparlo como escalón, así como Gladstone, Sapir, Whorf y muchos otros
sirvieron para llegar a donde estamos.
Tú, lector
del futuro, perdónanos nuestra ignorancia como nosotros hemos perdonado la de
quienes nos precedieron. El misterio de la herencia nos ha sido desvelado, pero
si hemos visto su luz ha sido únicamente porque nuestros mayores nunca se
cansaron de investigar en la oscuridad. Por eso si tú, que vendrás después, te
dignas a mirar desde tu atalaya de superioridad lograda sin esfuerzos, recuerda
que la has escalado apoyándote en nuestras espaldas sudorosas, porque es
ingrato avanzar como lo haceos en la oscuridad y la tentación de esperar hasta
que el fulgor del conocimiento brille sobre nosotros siempre nos acecha. Pero si
caemos en ella tu reno nunca llegará.
Sin buscar caer en generalidades, y con la esperanza de que lo busquen y vean qué otras calamidades han ocurrido en el mundo lingüístico, este libro no tiene pierde, es una verdera joya.
No se necesitan conocimientos básicos de la lingüística y nunca te
sientes como si te estuvieran aleecionando con manzanitas. Deutscher nos alerta sobre una
cantidad increible de cosas que damos por sentado y que en realidad se
deben a años de evolución cultural que se nos trasnmiten. Al hacernos conscientes sobre nuestra relación con la lengua materna, el autor nos anima a cuestionarnos qué tanto limita ésta nuestra capacidad para comprender el mundo, si es que de verdad lo hace o sólo es una lección más mal aprendida. Además, corrige creencias falsas que se han difundido en los últimos años e ilumina hechos sobre poblaciones poco conocidas que se comunican de formas sumamente diferentes, casi inimaginables. El texto está bien escrito sin caer en la simplicidad, y se puede regresar a él para consultarlo y salir siempre con algo nuevo. No es exageradamente corto ni terriblemente largo, lo que permite leerlo en cuestión de días. Claramente no es perfecto, y a veces llega a ser confuso el uso de algunos términos o la diferenciación que hace de otros, pero de eso nace una cierta necesidad de seguir buscando y aclarar los espacios borrosos, de seguir con el debate que impone y crear nuevas preguntas a partir del contexto individual. Repito, es una verdadera joya.
PD: al principio incluyo el nombre del traductor de la obra. Pocas veces hacemos esto (lo cual está mal pero luego lo arreglamos), pero en este caso hice la excepción porque el trabajo Talens es excepcional. Si de por sí es arduo traducir un libro, ahora imaginen traducir uno sobre el lenguaje donde el lenguaje es protagonista principal en los numerosos ejemplos que se dan. Talens se encargó de adaptar pasajes enteros del libro para que funcionaran en español y no se perdiese conexión con lo que Deutscher trataba de explicar, por lo que merece que lo tengan en mente cuando lo lean.
PD: al principio incluyo el nombre del traductor de la obra. Pocas veces hacemos esto (lo cual está mal pero luego lo arreglamos), pero en este caso hice la excepción porque el trabajo Talens es excepcional. Si de por sí es arduo traducir un libro, ahora imaginen traducir uno sobre el lenguaje donde el lenguaje es protagonista principal en los numerosos ejemplos que se dan. Talens se encargó de adaptar pasajes enteros del libro para que funcionaran en español y no se perdiese conexión con lo que Deutscher trataba de explicar, por lo que merece que lo tengan en mente cuando lo lean.
Para completar:
-Pueden encontrar un resumen completo del libro aquí:
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