-Opera aperta
-Primera edición: 1962
-Ensayo / Teoría estética
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Nosotros hablaremos de la obra como de una “forma”… Una forma es una obra conseguida: el punto de llegada de una producción y el punto de partida de un consumo que, al articularse, vuelve siempre a dar vida a la forma inicial desde diferentes perspectivas.
El caso de Obra
abierta es curioso, incluso dentro de la inacabable bolsita de curiosidades
que es el corpus literario dejado atrás por el notable Umberto Eco. Es un libro
que, en círculos académicos, se pondera muchísimo, se platica, se parafrasea,
se usa como noción, pero al final se lee poco —al menos de cabo a rabo—. Si uno
revisa el Goodreads del autor —admitiendo, claro, que Goodreads es un
instrumento con muchísimos defectos, pero que sirve como un termómetro de
consumo más o menos útil—, ni siquiera figura entre los más leídos de su obra
académica, ya no digamos el puñado de monstruos de venta que produjo como
novelista. Una de las primeras sorpresas que me llevé al leerlo es que
virtualmente todo lo que sabía sobre él, lo cual había extraído de oídas
durante mis años de carrera, se encuentra en las primeras cincuenta cuartillas
(esto contando desde la introducción a la segunda edición, mucho más larga y
detallada que la de la primera). Una segunda sorpresa, que explica en gran
parte la primera, es que Obra abierta
no es ni por asomo un estudio monográfico ni un análisis episódico 100 por
ciento hilado y ceñido a sí mismo; de hecho, para ser una obra que se cita como
una de las cumbres del estructuralismo, es notablemente desestructurada.
Lo que tenemos en Obra abierta es más bien, y el autor así lo repite en varios
puntos, una colección de ensayos escritos más o menos en el mismo periodo de
tiempo, los cuales tratan a muy grandes rasgos sobre ciertas tendencias
vanguardistas dentro del arte “contemporáneo” (y lo pongo entre comillas porque
no podemos pretender que el arte que era contemporáneo para él en 1962 siga
siéndolo para nosotros en el 2016, aunque el debate de cuánto hemos avanzado
desde entonces sea, con razón, una guerra campal). Pero si el hilo conductor
del libro de Eco es relajado, lo que resulta no es, en virtud de su maestría,
ningún desastre, sino una muestra, por turnos apabullante e iluminadora, de la
erudición que ya podía presumir a sus 30 años de edad, aproximadamente. Y lo
que es mejor, el libro sí termina, de algún modo extraño, quizá por medio de
acumulación, urdiendo un argumento efectivo sobre la poética de la obra
abierta, la cual, aunque es necesario matizar, aplica a todas las obras y al
mismo tiempo a ninguna.
La estética, haciendo valer una exigencia particularmente viva en nuestra época, descubre las posibilidades de cierto tipo de experiencia en todo producto del arte… La poética (y la práctica) de las obras en movimiento sienten esta posibilidad como vocación específica.
Es el primer ensayo del libro, “La poética de la
obra abierta”, el que contiene los planteamientos teóricos que casi todo mundo
en letras conoce, pero que aquí quizás valga la pena exponer someramente. Puede
ser que una de las palabras más importantes del gran esquema artístico visto
por Eco sea “interpretación”. En cierto momento del texto nos pide pensar en la
literatura medieval, sobre todo la bíblica, con su sistema de diversas
interpretaciones escalonadas: la literal, la moral, la alegórica y la anagógica
o mística. La existencia de estos cuatro caminos dentro de la visión
interpretativa medieval ofrecía al lector contemporáneo de, digamos, La divina
comedia, un rango de apertura autorizada
(literalmente, por el autor) que
hacía multiforme la experiencia literaria. La didáctica, el entretenimiento, la
catarsis espiritual, la exposición de un conocimiento hermético —todas estas y otras más son vertientes que uno puede ver y sentir mezcladas en la literatura y las
artes desde siempre y hasta ahora, a menudo amontonadas en el espacio de una
página o un cuadro. Por tanto, todas las obras dependen, al menos un poco, de
lo que la persona que la experimenta en ese momento decida interpretar; esto es
decir, todas las obras son abiertas. Sin embargo, como en la granja de
Orwell, unas son más abiertas que otras. Si bien los cuatro caminos medievales,
por ceñirnos a ese ejemplo tan útil y concreto, proveen de cierta libertad al
lector, a éste nunca se le permite olvidar que son tan sólo esos cuatro caminos los que le darán interpretaciones válidas, y
que incluso cuando cree estar siguiendo uno de ellos debe cuidarse de la
sobreinterpretación.[1]
Esto no sucede en la literatura y las artes contemporáneas
a Eco, sobre cuyas características su libro busca alertarnos: éstas son, más
bien, obras en movimiento; esto es decir, obras que, además de ser abiertas en
el mismo sentido que todas las demás, obligan al interprete a efectuar “actos
de libertad consciente”, como leer Rayuela
en el orden que uno quiera o completar una pieza “silenciosa” de John Cage con
cualquier ruido de fondo que se le antoje. A esto es también a lo que se
refiere Roland Barthes con su contraste, en S/Z,
entre los textos, clásicos, “legibles”, y la nueva literatura diseminada, “escribible”.
La literatura “clásica”, aunque este es un término siempre poroso, le da a sus
consumidores el equivalente a un lienzo pintado que, si bien puede tener dobles
sentidos y juegos de color ocultos —como los lienzos pintados a menudo tienen—,
está a fin de cuentas completo; la poética de las obras en movimiento, en
cambio, entrega a sus intérpretes un rompecabezas sin armar, una
materialización de la potencialidad y de la multiplicidad. Hay que cuidarnos,
sin embargo, de llevar demasiado lejos la comparación entre las ideas de Eco y
las de Barthes, siendo éste último el proponente de la famosa “muerte del autor”.
Según Eco, “la obra en movimiento es… posibilidad de una multiplicidad de
intervenciones personales, pero no una invitación amorfa a la intervención
indiscriminada…El autor ofrece al usuario, en suma, una obra por acabar; no sabe exactamente de qué
modo la obra podrá ser llevada a su término, pero sabe que la obra llevada a
término será, no obstante, siempre su obra, no otra”. Dicho de otro
modo, hasta las obras en movimiento tienen un límite, que yace precisamente en
su condición como obras —pueden jugar a ser rompecabezas todo lo que quieran,
pero al final todas las piezas están en la misma caja: la unicidad de la forma
artística singular.
El resto de los ensayos del libro se dedica a
explorar desde distintos ángulos uno de los derroteros insinuados en el primer
capítulo: a saber, que la escandalosa apertura de las obras en movimiento es
reflejo de condiciones culturales más amplias de nuestros tiempos, las cuales
privilegian el desorden sobre la estructura, lo revuelto sobre lo lineal y lo
estrepitoso sobre lo recatado.[2] El
segundo ensayo, por instancia, “Análisis del lenguaje poético”, ocupa su
extensa primera parte a la exploración de las implicaciones de la teoría de la
información sobre nociones como el orden, el significado y la entropía (en
sentido tanto físico como semántico), implicaciones que a su vez desembocan en
la creación de, por ejemplo, los lenguajes de programación cibernética que
usamos hoy. Todo esto encaminado a resolver algo que a mucha gente inquieta
sobre el arte vanguardista o en movimiento: el hecho de que a veces parece
estar compuesto de caos puro. ¿Pero hay información valiosa en el caos? ¿Qué es
un mensaje poético, y cómo se le puede encontrar en una forma tan difusa y
libre?
De ahí en adelante, el libro quita el pie del
acelerador en cuanto a teoría estética y, diría yo, cognoscitiva dura, lo cual
quizá sea un alivio para muchos lectores. Los siguientes ensayos se dedican al
análisis más específico del fenómeno de la apertura al “caos” y la construcción
de significado en diversos medios y fenómenos culturales, en concreto las artes
gráficas, las señales televisivas en vivo y la apropiación en forma de moda por
parte de occidente de la ideología oriental de lo zen, la cual, a grandes rasgos, constituye una aceptación total y
armónica del flujo natural de las cosas —es decir, la liberación del hombre occidental de
su antigua tarea clásica de darle orden al mundo, un mundo que, de natural, es
impredecible y descarriado (así como las obras de arte vanguardistas). Mención
especial se lleva ese último ensayo, “El zen en occidente”, por su sección de
inmisericorde y aguda crítica sobre los escritores beat, quienes, según Eco,
basan su ethos en una lectura incompleta y torcida del zen.
Quizá, dentro del apabullante recorrido que es Obra abierta, eso es lo que me haya
faltado un poco: más manifestaciones del espíritu crítico y ácido de Eco. El
libro se mantiene, por su mayor parte, lejos de juicios de valor, lo cual se
agradece, mas en ocasiones pareciera que por ello deja de sostener discusiones
detalladas acerca de autores y obras específicas, prefiriendo tomar
generalidades (la epifanía de Joyce, la música “revuelta” de Boulez) como
trampolines para un análisis teórico y filosófico, no crítico ni mordaz. Con todo, la lectura es
perfectamente disfrutable, y sólo en pasajes momentáneos (sobre todo los
inicios de “Análisis sobre el lenguaje poético” y del último ensayo, “De la
manera de formar como compromiso con la realidad”, con cargas filosóficas
importantes) se vuelve excesivamente hermético para un público no especializado.
Si van apenas descubriendo que Eco es mucho más que El nombre de la rosa, no les recomiendo este libro como puerta de
entrada al universo no ficcional del autor: vayan por uno de sus libros de
historia o por su colección Apocalípticos
e integrados, la cual similarmente aborda temas sobre la construcción de
los mensajes artísticos, pero con ejemplos más cercanos a nuestro mass media actual, y además envolviendo
todo en un aire de debate y polémica académica atractivo. Sin embargo, si creen
que después de leer uno de esos libros están listos para emprender la acometida sobre Obra abierta —sin duda pináculo de la
teoría estructuralista temprana—, les invito a que se atrevan a sacarlo del
librero sin miedo, lean el primer capítulo, quizá el que trata de televisión y
el ya citado “Zen en occidente”, y ya se sigan con el resto una vez que hayan
agarrado coraje.
Algo sí es notable aquí; quizá la marca de toda la
buena literatura —que un libro escrito hace más de 50 años, y que hoy en día se
platica y se resume más de lo que en verdad se lee, siga apuntando caminos
fértiles y a veces inexplorados para el arte en un mundo que, entonces como
ahora, sigue diseminándose, cuarteándose, deviniendo una y otra vez en crisis,
en dolor, pero también, tal vez, en potencial estético:
Y la estructura narrativa se convierte en campo de posibilidades precisamente porque, en el momento en que se entra en una situación contradictoria para comprenderla, las tendencias de esta situación, hoy, no pueden asumir una sola línea de desenvolvimiento… se ofrecen todas como posibles, algunas positivas y otras negativas, algunas como líneas de libertad y otras de alienación en la crisis misma. La obra se propone como estructura abierta que reproduce la ambigüedad de nuestro propio ser-en-el-mundo.
[1] Eco mismo usa ejemplos hilarantes de sobreinterpretación
derivados de La divina comedia vista
a través de una visión medieval para hablar de los límites de la comprensión
acertada de un mensaje poético en Interpretación
y sobreinterpretación, interesantísimo libro que compila un grupo de
conferencias donde el autor italiano debatió sobre el tema con Jonathan Culler
y Richard Rorty.
[2] Todas estas hebras se juntarán, al fin, en el
último ensayo, el cual, tras una avasalladora y francamente complicada sección
filosófica, termina por argüir en términos claros y hasta bellos la raison d’etre del arte vanguardista:
expresarnos, como humanos modernos en crisis, con un lenguaje moderno y en
crisis. Sin embargo, también anota sus peligros, y es que basta con que un solo
charlatán acepte el método formal de la vanguardia sin preocuparse por su fondo real para que la obra en movimiento, supuesta expresión de nuestro ser-en-el-mundo,
se convierta en otro instrumento hueco y mercantilista más (ahí le hablan a
Cristina Rivera Garza).
[*] La edición aquí usada es la de 1985, editada por Planeta-De Agostini y traducida por Rosar Berdagué.
Para completar:
-Eco, Umberto. Interpretación y sobreinterpretación. Con colaboraciónes de Jonathan Culler, Richard Rorty y Christine Brooke-Rose.
-Eco, Umberto. Apocalípticos e integrados.
-John Berger. Ways of Seeing.
-Barthes, Roland. S/Z.
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