domingo, 6 de abril de 2014

No me preguntes cómo pasa el tiempo



·  José Emilio Pacheco [México]
·  Primera edición: 1969
·  Poemario

⋆⋆⋆⋆½

Pertenezco a una era fugitiva, mundo que se deshace ante mis ojos.

Vaya cuatro añitos le tocó vivir a José Emilio Pacheco mientras escribía estos poemas. De 1964 a 1968, según mi contraportada, y creo que ninguno de nosotros necesita un recordatorio muy elaborado de lo que esa época implica para el mundo y para México. Sólo digamos que fue un momento de furiosa vida, de rebelión ante la estructura; rebelión que no fructificó, dejando en el paladar sólo las notas acres que siguen a un breve dulzor. Bajo el peso de lo sucedido en esos años, uno podría pensar que Pacheco habría tomado el camino obvio (que no fácil), y escrito un poemario que describiera de forma extensiva y detallada el horror de las esperanzas estudiantiles destrozadas. Pero no. Lo que hace Pacheco en este breve volumen es mucho más expansivo y universal: toca los temas sociales prevalentes, claro, pero no se estanca en ellos ni los vuelve el eje unívoco de sus poemas. Son sólo una cosa más, son un fantasma en el pecho del poeta —fantasma que le hace preguntarse otras cosas: ¿qué somos?, ¿podemos escapar de la parálisis?, ¿qué representa nuestra era?, ¿qué va a pasar ahora?, ¿qué es preciso escribir en este momento?

A través de sus versos, divididos en cuatro partes, Pacheco nos lleva en un viaje estremecedor por las preguntas pesadas de unos años que marcarían al siglo XX debido a su vértigo y también a su dolorosa derrota final. Cuando digo “viaje” lo digo de una manera que se acerca a lo literal, dado que el poemario inicia con “Descripción de un naufragio en altamar”, un curioso texto sin métrica, muy a lo Ginsberg, en el que la voz poética se encuentra destinada a emprender de nuevo el viaje apenas después de haber naufragado en una isla. “[Estás] condenado a probar el naufragio de la vejez sin haber conocido la áspera juventud”, le dice un viejo. Este tema se mantendrá a lo largo del poemario: la juventud que nunca llegó del todo, pero que ya se fue; que se difuminó no porque los años hayan pasado sino porque pasaron otras cosas —la miseria, el tedio moderno, la sangre—, cosas que obligan a que uno mire el mundo ya por siempre con melancolía. No me preguntes cómo pasa el tiempo es un libro resentido, triste, decaído por el paso de las circunstancias inefables. Ya saben, así como es casi toda la gran poesía.

¿Habrá un día en que acabe para siempre
la abyecta procesión del matadero?

Como ya había mencionado, el libro está dividido en cuatro partes. Algo que me agradó de esta división es que no fuera hecha de manera caprichosa y pareciera que al azar (a veces hasta parece que algunos poetas subdividen sus libros sólo como excusa para poner más títulos), y que cada subdivisión contuviera un número de poemas cercano a las demás. De este modo se logra un libro equilibrado y redondo: se tienen cuatro vertientes distintivas, cada una con su propia personalidad y preocupación poética, pero que se preocupan a cada paso por encontrar puentes que conecten la mente del lector de un sector a otro. A grandes rasgos, las secciones pueden leerse bajo el siguiente mapa:

  •  Circunstancias sociales de los años
  •  Reflexiones sobre la escritura y el tiempo 
  •  Apuntes de viaje 
  •  Álbum de zoología

Sin embargo, como he dicho, la descripción de un islote en “Île Saint-Louis” (sección 3) remite al lector al pasaje del tiempo ya descrito en “No me preguntes cómo pasa el tiempo” (sección 2) o bien al lindo epígrafe de Ernesto Cardenal que corona el libro entero. El mundo del poemario es variado y rico, pero encuentra en todos lados excusas para desenfundar el mismo lente de amargura.

Asimismo, la temporalidad de los poemas (es decir el trayecto 1964-1968) es especialmente tangible en esta colección. Hay poemas que parecen estar llenos de la esperanza joven que impulsó los movimientos sociales de la época (“Página blanca al fin / todo es posible”), así como algunos otros parecen estar escritos en el espíritu derrotado y medroso que los eventos finales sin duda causaron en el pueblo (“Nuestra suerte fue amarga y lamentable. / Se ensañó con nosotros la desgracia.”). El poeta incluso se permite algunos versos para reflexionar sobre dicha velocidad acelerada de la historia, y lo que ella significa para su escritura (“Escribo unas palabras / y al minuto / ya significan otra cosa”).

Ahora que lo pienso bien, éste podría sin problemas ser el poemario más disfrutable y completo que haya leído hasta ahora, junto con Cuervo, de Ted Hughes. Dentro de su notable equilibrio guarda una riqueza de piedras preciosas, un arsenal de figuras y formas métricas imponente —fuerza que, sin embargo, nunca usa para alejar a un lector no tan docto. No necesitan haber estudiado a Mallarmé o a Eliot para comprender estos versos y ser movidos por ellos, pero eso nunca los hace banales ni superficiales. Al contrario, son como una Mona Lisa en un grano de arroz; belleza llevada a sus términos más pequeños y esenciales. Y quizá, sólo quizá, por ello más verdaderos y crudos.

La honda tierra es
la suma de los muertos.
Carne unánime
de las generaciones consumidas.

Pisamos huesos,
sangre seca, restos,
invisibles heridas.

ERA: $112-130
Disponible en:
-Gandhi
-El Sótano
-Porrúa
-FCE
-El Péndulo
 

1 comentario:

  1. Pacheco es de mis escritores preferidos. ¿Qué te parece una reseña de Morirás lejos?

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