viernes, 20 de junio de 2014

El pabellón número 6



·  Палата № 6
·  Antón Chejov
·  1892
·  Cuento

⋆⋆⋆⋆½

En el patio del hospital se encuentra un pequeño edificio rodeado por todo un bosque de maleza, ortigas y cañas. […] La fachada delantera mira hacia el hospital y la de atrás al campo, del que la separa una tapia gris con clavos. Los clavos, con sus puntas hacia arriba, y la tapia, y el propio caserón tienen ese aspecto abatido y maldito que en nuestra tierra sólo vemos en los edificios de los hospitales y de las prisiones.

Así como André Breton llegó a impresionarse por el nivel de surrealismo que llegaba a apreciar en el México tangible que habitamos, hay obras literarias que difuminan la línea genérica tan ignorante y frágil que solemos marcar entre lo realista y lo fantástico. Desde clásicos como The Turn of the Screw hasta obras contemporáneas como Kafka enla orilla nos retan a definir qué nos resulta creíble, y qué disparatado. Ahora, en el caso de “El pabellón número 6” debemos hacer algunos corolarios al paradigma. Aquí no estamos hablando de que el relato de Chejov, uno de sus más largos, nos deje con alguna duda o incertidumbre sobre la veracidad de los hechos narrados. No hay nada sobrenatural en su texto, nada raro, ni fantasmas ni demonios, cero esbozos de que todo pudiera ser una imaginación del protagonista. Chejov aparece de forma perenne dentro del canon literario realista, y “El pabellón número 6” lo justifica. Y sin embargo…

Sin embargo resulta imposible, al menos para mí, leer este extenso y enervante cuento sin escuchar los pasos, prefigurados, de aquél tortuoso ser llamado Franz Kafka —exponente fundamental de esa literatura de frontera, dudosa y semi-fantástica que describíamos antes. Y es que en las turbias páginas del maestro ruso, inspiradas por su terrible visita a la prisión siberiana de Sakhalin, nadie se convierte en un escarabajo, pero sí se transforma al hombre en paria; nadie es arrestado un día cualquiera por una corte sin nombre, pero sí por una de sus supuestos amigos; nadie pasa su vida entera tratando de pasar por una puerta simbólica, pero sí unos buenos años intentándolo en una real. “El pabellón número 6” —una historia sobre la locura, el prejuicio y el estoicismo— representa también un aterrizaje en la realidad de todas aquellas ideas que darían forma a la angustia existencial kafkiana que alimentaría el imaginario de las letras durante el siglo XX, ese que Chejov apenas y alcanzó a ver.


—La moral y la lógica no tienen nada que ver en esto. Todo depende de las circunstancias. Al que lo han encerrado está aquí, y al que no lo han encerrado se pasea por ahí, eso es todo. En el hecho de que yo sea doctor y usted sea un perturbado mental no hay moralidad ni lógica, sino una casualidad pura y simple.

Nuestro cuento abre con una descripción externa del pabellón; una que lo pinta en las luces condenatorias propias de un lugar bajo los efectos de una maldición. De hecho, he aquí la primera instancia de paradoja que acerca al texto un poco al humor absurdo que haría tan célebre a autores posteriores, como el ya mencionado Kafka o Samuel Beckett: el “aspecto abatido y maldito” se guarda, en exclusiva, para hospitales y prisiones, que deberían ser lugares de sanación. Como tal, desde este momento de apertura el lector advierte que se encuentra ante un texto de notable intención crítica hacia su sociedad, la cual no repara y  reintegra sus partes fallidas al mecanismo, sino que las guarda por siempre en hoyos de pudrición disfrazados de nobles instituciones.

Un aspecto que vale la pena resaltar, puesto que agranda la sensación de “extrañeza” del lector, es el curioso uso que hace Chejov de la voz narrativa en este cuento. A simple vista parecería ser un narrador decimonónico normal, omnisciente y en tercera persona. Mas una lectura un tanto más detallada revela que el narrador emite también opiniones subjetivas, como cuando declara que el rostro de Iván Dmítrich (uno de los enfermos mentales encerrados en el pabellón) le resulta agradable. Estas opiniones, como la anteriormente mencionada o una menos halagüeña sobre el advenedizo doctor Jóbotov, coinciden casi siempre con los puntos de vista del protagonista del cuento, el doctor Andrei Efímych, quien lentamente va dándose cuenta del horror inherente al pabellón que tantos años ignoró como jefe del hospital —lo cual termina por costarle caro. Esto me hace pensar que Efímych es veladamente el narrador, o al menos se entrecruza con él. Ustedes serán los mejores jueces.

En resumidas cuentas, “El pabellón número 6” es una lectura obligada no porque yo lo diga o porque Chejov aparezca con negritas en esos libros de texto con que las escuelas pretenden enseñar literatura. Es una lectura obligada porque compete tanto al que lee por el simple gusto de una buena historia —que en este caso no es placentera pero sí memorable—, como a aquél que, más pretencioso, busca hacer encajar las piezas del eterno rompecabezas intertextual que es la historia literaria.

Pero reduzcamos, por ahora, nuestro juicio al texto: “El pabellón número 6” nos confronta con un retrato cruel, sucio y desgarbado de la locura institucionalizada, al grado que no me sorprendería que Foucault lo usara como libro de cabecera. Pero más que tratarse de una representación impresionista de la caída hacia la locura, el cuento critica a quienes permiten que sus compañeros de especie se pierdan es tales infiernos de burocracia y olvido sin siquiera pensar en ello, encerrándolos en un edificio y pensando que “el mal es necesario”. No, hay que corregir, hay que actuar. Dicen por ahí que el espíritu revolucionario de Lenin nació después de leer este cuento. No sé si sea cierto, pero encaja. Pasando por las páginas llenas de terror y tensión moral de “El pabellón número 6”, da la sensación de que seguir soportando tal injusticia es impensable, de que algo tiene que explotar forzosamente, en algún sitio, alguna persona.

— […] Nos tienen aquí entre rejas, nos dejan pudrirnos, nos martirizan, y sin embargo todo esto es maravilloso y razonable, porque entre este pabellón y un cuarto cálido y confortable no hay diferencia alguna. Una filosofía cómoda: no hay nada que hacer, la conciencia limpia y además te sientes como un sabio… Pues no, mi querido caballero, esto no es filosofía, no es pensamiento, ni amplitud de miras, sino pereza, faquirismo y sopor [….]


4 comentarios:

  1. Hola, no tengo idea de como he llegado a su blog pero lo agradezco mucho ya que parecen ser de la clase de personas que no leen por presumir inteligencia sino porque en veddad lo disfrutan. Nunca en mi vida he estado interesada en la lectura hasta este año porque tuve un profesor que contrario a mis anteriores profesores parecía saber de literatura. Él nos hizo leer Tristán e Isolda y Rita Hayworth y la redención de Shawsank ambos me gustaron bastante y quiero leer otros libros pero tengo miedo de ir por unos que sean complicados y no entender nada debido a que apenas estoy empezando. Me podrían recomendar algunos libros para empezar. Tengo 17 años no sé si eso influya en su recomendación. Muchas gracias. Lamento arruinar su reseña con el comentario, de verdad lo lamento.

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    1. Hola, no hay por qué disculparte, es un gusto ayudar :) Si te gustó Rita Hayworth & the Shawshank Redemption, lo primero que has de leer es La milla verde, igual de Stephen King. Siempre las he considerado historias hermanas y complementarias. Si tienes miedo de los libros complicados quizá lo mejor sea que comiences por leer a autores cuyo estilo narrativo sea más bien convencional/lineal, y quienes no suelan hacer referencias culturales muy oscuras. En ese son, además de King, te recomendaría que le dieras una oportunidad a los cuentistas clásicos —Oscar Wilde, R. L. Stevenson, E. A. Poe y otros por el estilo. El mismo Chéjov, aquí presente, podría servir, aunque sus historias son de un tenor emocional un poco apagado/deprimente, y eso no le gusta a todos.

      Te confesaré algo; suelo sentirme un poco inútil a la hora de recomendarle a la gente cómo empezar a leer, porque siento que el modo en que yo lo hice no funciona para muchos. En estos tiempos hay una idea muy implantada en el inconsciente colectivo: que se empieza a leer por medio de libros "para jóvenes", de estos bestsellers que seguro has visto por ahí, mientras que yo empecé por leer lo que había en casa de mis abuelos, que eran los cuentistas que te menciono y algunos novelistas de aventura viejos, como Julio Verne o Alexandre Dumas. El problema es que a mucha gente le cuesta trabajo, sobre todo al principio, conectar con literatura de otras eras, que tiene conceptos que ahora nos parecen medio absurdos y palabrotas que nosotros ya no usamos. En ese sentido me alegra mucho que te haya gustado Tristan e Isolda, porque en esa historia hay muchas cosas que ya no nos son familiares, como el amor cortés o el código caballeresco. Por eso me animo a recomendarte que te vayas por los clásicos, me da ánimo que muestres interés en la literatura de otras eras tanto como por la moderna. Por cierto, no estaría mal que le dieras una pasada a algunos otros cuentos del cíclo Artúrico.

      Por lo demás, creo que este blog también tiene su voz, y en él hay cientos de recomendaciones que puedes atender. Si de pronto te llama la atención algún libro de los que hemos reseñado y no sabes qué tan difícil de leer es o si necesitas "saber" otras cosas antes de leerlo, puedes dejar un comentario o un inbox en nuestra página de Facebook, con mucho gusto te ayudamos :) Muchos saludos.

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  2. hola, regresé para agradecerte la recomendación y decirte que he terminado de leer La milla verde en cuanto me di cuenta de que en él fue basada la película de Milagros inesperados me desesperé por buscarlo. Me gustó muchísimo.
    Mi madre me compró un libro que se llama Madame Bovary, busqué aquí una reseña pero no la encontré de todos modos averigüé sobre él y me parece bueno, así que leeré ese. Nuevamente gracias por tu recomendación.

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    1. Me alegra que te haya gustado La milla verde, es una historia hermosa. Madame Bovary es un clásico indiscutible de la literatura realista, si te gusta podrías darle una oportunidad a Naná, de Emile Zolá, o a Ana Karenina, de León Tolstoi.

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