jueves, 31 de julio de 2014

El monje negro

  • Чёрный монах
  • Antón Chéjov
  • 1894
  • Cuento
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Hace mil años, un monje, vestido de negro, erraba por unos parajes solitarios, no sé si en Siria o en Arabia. A unas millas de distancia de aquel lugar unos pescadores vieron a otro monje negro caminando lentamente sobre la superficie del agua de un lago. El segundo monje era un espejismo. Tenga usted en cuenta que las leyendas prescinden de las leyes de la óptica, como es lógico, y escuche lo que viene a continuación. Del primer espejismo se produjo otro espejismo; del segundo espejismo se produjo un tercero, de forma que la imagen del Monje Negro se refleja eternamente desde un estrato de la atmósfera a otro. En cierta ocasión fue visto en África, luego en la India, en otra ocasión en España, luego en el extremo norte. Al fin, se eclipsó de la atmósfera de la Tierra, pero nunca se presentaron las condiciones necesarias como para que desapareciera del todo. Quizá hoy sea visto en Marte o en la constelación de la Cruz del Sur.

A pesar de todo lo universal que pueden llegar a ser muchos autores, lo cierto es que su cultura y educación siempre los acompañará, y será abiertamente visible en sus palabras escritas. Así, no podemos negar que determinados temas, motivos y estilos llegan a repetirse y volverse emblemáticos de algunos lugares. No digo esto con el afán de desestimar a ningún autor, mucho menos declaro que “todos son iguales”, pero si nos situamos en un mapa de Europa Oriental y nos preguntamos qué tienen en común Dostoievski, Tolstoi, Turgueniev, Gogól, y Chéjov, encontraremos que la respuesta engloba más que mera cercanía geográfica. Estos hombres no se conformaron con exaltar la belleza u hostilidad del paisaje, sino que crearon personajes altamente simbólicos al dotarlos de un espíritu fuertemente exaltado. Los personajes de la narrativa rusa clásica parecen vivir a una velocidad distinta que nosotros —acelerada.

Sean novelas o cuentos, invariablemente nos encontraremos con hombres trastornados por toda clase de demonios personales. A la más mínima provocación, Levin se verá a sí mismo como un hombre pocovalioso; Vasia morirá por no poder entregar un trabajo; un general de alto rango se maldecirá a sí mismo porque su plato no es tan elegante como el de todos los demás; Yákovlevich no puede vivir con la vergüenza de haber perdido su nariz… en fin, sus emociones, por irónico que pueda sonar esto, son siempre una montaña rusa. Aunque el catálogo de Chéjov es bastante extenso, creo que “El monje negro” ilustra bastante bien este espíritu hiperbólico. Visto desde lejos, la trama es francamente oscura, y sus temas centrales pueden resumirse en una triste noción de la naturaleza humana: el sabio enloquece por su propio pie.

—En tiempos remotos, los hombres se asustaban de su felicidad, por muy grande que ésta fuese y, para aplacar a los dioses, depositaban delante de sus altares su querido anillo de boda. ¿Me ha comprendido? Pues bien, actualmente, yo, igual que Polícrates, estoy un poco asustado de mi propia felicidad. Desde la mañana a la noche sólo experimento dichas y alegrías; ambas cosas me absorben y ahogan cualquier otro sentimiento. Ignoro lo que es la aflicción, la desgracia, el tedio. Todo mi ser desborda felicidad por sus cuatro costados. Le hablo en serio; estoy empezando a dudar.

El protagonista de esta historia, Andrey Kovrin, dedica su vida al estudio de la filosofía, y su presión es tanta que sus nervios terminan por quebrantarse y decide retirarse al campo a descansar. Es aquí donde una misteriosa figura, disfrazada de nube tormentosa, se acerca a su encuentro: un monje negro, un espejismo repetido mil veces por todo el mundo. Dicho monje le asegura que su destino es ser un portador de la verdad, un enviado del poder divino. Con esta información, el espíritu de Kovrin se perturba y deriva en una felicidad sobrehumana: desconoce ya lo que es la tristeza, lo que es el dolor, lo único que ocupa su mente es su enorme responsabilidad con la raza humana y lo merecido que tiene tanta grandeza. La megalomanía de esta alma “elegida”, de este ideal, termina por afectar las esferas más humanas de su vida, por destruir la belleza tangible y natural. Nos encontramos frente a una situación donde todos los personajes están lanzados hacia los extremos de sus emociones. La perturbación de Kovrin está acompañada por el compulsivo perfeccionista Igor Semionovich, y por la endeble mártir Tanya. Todos son víctimas de sus propios demonios, todos persiguen una vaga obsesión que los enloquece, pero Kovrin es el primero en caer en este abismo.

Lo primero que llama la atención en esta historia es que el escenario de relajación al que se dirige Kovrin no es un simple campo, sino el jardín más precioso que puede encontrarse en Rusia. Su propietario, el famoso horticultor Igor Semionovich, es también el tutor de Kovrin, quien es huérfano desde la infancia. Ahora bien, esta belleza no está lograda por el simple deseo del amo del lugar, sino por las fatigosas horas de trabajo y dedicación que Igor Semionovich le dedica a la faena. El amor que siente este viejo por su jardín raya en la histeria y lo compulsivo, un tulipán deshojado, un centeno partido, o un simple quiebre en la corteza de los ciruelos puede provocar la mayor rabieta jamás vista. Su hija Tanya atiende silenciosamente las exigencias de su padre para con el jardín, destruyendo orugas con sus propias manos y velando por la tierra en las noches más heladas, en silencio sólo espera el momento en que todo esto terminará, en que pueda escapar de la tiranía de su padre y dar nacimiento a su propio sueño. Igor Semionovich y Kovrin se nos presentan como reflejos opuestos: los dos hombres están decididos a utilizar su conocimiento para crear un legado, para no ser olvidados. El viejo horticultor se ocupa de moldear la naturaleza, y de darle pautas para que crezca de manera ordenada, por su parte, Kovrin moldea ideas, pelea con lo vulgar de la técnica sobre el conocimiento.

Ambos buscan llenar sus horas de vida con la dureza del trabajo, pero Igor Semionovich ya ha renunciado a la idea de inmortalidad: su jardín sólo podrá vivir mientras él viva, porque sólo él comprende cada detalle y cada particularidad de su belleza. Al ser tangible el verdor de los tallos y la humedad de la tierra, Igor Semionovich sabe que la belleza de su jardín es pasajera, y que al caer en manos extrañas todo su trabajo morirá. Por su parte, Kovrin no ha aceptado este decaimiento natural de las cosas; al contrario, una aparición le ha dicho que su destino es la verdad, la luz, lo divino. Lo intangible de su creación lo lleva a creer que será eterna, que su alma no puede ser mancillada por terceros porque nunca caerá en manos de estos. Sin embargo, es su propio ser quien termina por destruir la belleza de su espíritu: el monje negro, el demonio del fracaso, lo persigue y enloquece. Es una locura feliz, sin embargo, desbordante en trabajo ferviente que conduce a conclusiones fantasmales. Pero aquellos que le conocen deciden condenar esta felicidad como perturbación, y esa labor basada en la belleza del pensamiento como trastorno; Kovrin cae, y con él caen todos. La pregunta que queda colgando en el aire es si de verdad el fervor de este hombre era dañino para los demás, si en realidad necesitaba cura su invisible enfermedad. El monje termina por ser ahuyentado, y con él la salud y la felicidad del estudioso Kovrin. Así como en "El pabellón número 6", Chéjov gusta en preceder a Foucault en su cuestionamiento de las fronteras de la locura como enfermedad que la sociedad busca, desesperadamente, acallar. Son muchas las interpretaciones que se le  pueden dar  a esta historia, pero casi todas son desesperanzadoras. El relato es corto, puede ser leído en muy poco tiempo, pero el sabor es amargo, y la lección  triste. Personajes como Kovrin no son creados con sutileza sino con angustia, exaltan la pasión de nuestro espíritu: quizá no actuemos con esa misma desesperación malsana, quizá no tengamos la misma emotividad, pero igual perseguimos algo y nos rodeamos de la ilusión de alcanzarlo —los espejismos nos alcanzan.

¿Por qué, por qué me has curado? Bromuros, mezclas de hierbas sedativas, baños calientes, observándome constantemente: todo esto acabará por convertirme en un idiota. Has acabado por sacarme de mis casillas. Antes tenía delirios de grandeza, pero al menos era activo, trabajador, dinámico e incluso feliz... siempre estaba contento con mi felicidad. Pero ahora me he convertido en un ser racional, materializado, como el resto del mundo. ¡Me he convertido en una mediocridad, y estoy aburrido y cansado de esta vida! ¡Oh, cuan cruelmente..., cuan cruelmente me has tratado! Admito que antes tenía alucinaciones, ¿pero qué daño le hacía a nadie el que las tuviera? Te lo repito, ¿qué daño hacía?

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